domingo, 28 de enero de 2018

Tabaco

Empecé a fumar a los doce años. Casi todos mis amigos lo hicieron a esa edad. En mi colegio estaba prohibido fumar hasta los quince años, de manera que lo hacíamos en la clandestinidad. Los urinarios eran un buen lugar para esconderse, pero corrías el riesgo de que el padre Ricardo, que solía brujulear por ahí, te tocase la pilila. Pero el colegio era muy grande y había un montón de rincones recoletos donde echarse un pitillito. Aun así, y a pesar de que extremábamos las precauciones, a veces nos pillaba algún profesor de guardia sigilosa. Entonces, nos cacheaba y nos requisaba el tabaco. El castigo dependía de si el profesor era fumador o no. Si lo era, teníamos que regalarle un cartón de su tabaco favorito. Si no lo era, debíamos comprar un cartón del tabaco que estuviésemos fumando y llevárselo a los ancianos del asilo que estaba junto a la estación del trenet.

Resulta evidente que los profesores se preocupaban por nuestra salud infantil. Hasta los doce años, fumar y hacerte pajas te impedían crecer y te dejaban lelo. A partir de los quince, al parecer, ambas actividades tornábanse inocuas y hasta aconsejables. Al menos el tabaco. ¿De qué otro modo podría entenderse si no? Los profesores se fumaban nuestro tabaco, el regalado y el decomisado. Los más sofisticados fumaban puritos o en pipa. Las aulas, sobre todo en invierno, apestaban como una fábrica de guano, y había tanto humo que nos costaba ver la pizarra. Y qué decir de los abuelitos del asilo, a los que, sin duda, les reportábamos longevidad y una mejor calidad de vida. Sobre todo teniendo en cuenta que, al menos en lo que a mí respecta, nunca les regalaba veinte cajetillas del aromático y emboquillado tabaco rubio que fumaba por aquel entonces, sino, como mucho, diez de hediondo tabaco negro sin filtro. Total, aquello les sabía a gloria bendita comparado con lo que tuvieron que fumar durante la guerra y la posguerra.


En resumen, que hoy en día fumar mata, pero cuando yo era pequeño tan sólo perjudicaba levemente la salud hasta los quince años.

Documento de voluntades anticipadas y post mortem

Es mi deseo que mi vida no se prolongue, por sí misma, cuando la situación sea ya irreversible. Y, una vez hecho el tránsito, que me tiren boca abajo en un charco.

lunes, 22 de enero de 2018

Ceci n’est pas une pipe

Cada día tengo más claro qué es real y qué no lo es. Lo que ocurre es real, pero en cuanto pasa por el filtro de mis sentidos deja de serlo. Por ejemplo, cuando me miro en el espejo veo reflejado a un viejo decrépito, con arrugas como los surcos en el barro de un pantano desecado. Un tipo con la mirada rendida, desencantada, que parece esperar resignado el abrazo de la parca. Y, sin embargo, yo no me siento así. De hecho, yo me siento mucho más viejo.

Esta divergencia entre lo que se percibe y lo que se da en llamar real es siempre muy evidente. Sin embargo, la mayor parte de la gente no acaba de distinguir entre la realidad y la ficción. Están chalados. Todos. No soy ni Magritte ni Foucault, afortunadamente. Ser tan listo debe ser muy cansado. Pero como ellos sé que cuando dibujo una pipa ya no es una pipa, y que cuando nombras a una cosa deja de ser real para ser, simplemente, mi manera de etiquetarla.

Pues bien, hace unos años se me ocurrió escribir sobre mis recuerdos infantiles y adolescentes del colegio en el que estudié. Me imagino que, como dicen en las teleseries, estaban basados en hechos reales, pero tan sólo eran recuerdos. Y va, y como soy tonto, decidí subirlos al blog. Además, cometí un error de principiante: utilizar nombres verdaderos. Uno de ellos el de I U de M, mi profesor de Geografía e Historia, alguien a quien describí así: “Señor U. No era un apodo, es que se llamaba así de apellido. Su nombre completo era I U de M. Un buen tipo. Jugaba al fútbol con más ímpetu que finura. Se ataba las presillas de la cintura del pantalón con una cuerda de palomar para que no se le cayeran cuando corría de un lado al otro de la cancha. Era tan voluntarioso que le jaleábamos: “¡I-U-de M!”. Y entonces nos entraba fuerte y nos hacía daño. Bueno, a mí no, porque yo no jugaba al fútbol. En invierno llegaba a clase con las manos heladas e iba de pupitre en pupitre introduciéndolas en nuestras espaldas por debajo de los suéteres. Lo hacía de broma y sin maldad. Un buen tipo”. Esto lo escribí en 2010 y pierde mucho sin el nombre completo, que es gracioso y tiene rima. Pero no quiero más líos. Me imagino que I U de M es de los que busca su nombre en Google, porque encontró mi texto, lo leyó y no le hizo ni puta gracia. Y eso que él era de los pocos profesores que salía bien parado. Lo peor es que se corrió la voz y al resto de los profesores, con los que, la verdad sea dicha, no tuve demasiada piedad, no les convenció mi vigoroso trazo grueso. A I U de M le tocó hacer de portavoz de los indignados. Fue entonces cuando mis padres, que mantienen el mismo número de teléfono desde que ese italoamericano -cuyo nombre nadie recuerda excepto los mafiosos que crean fundaciones en su memoria y para blanquear dinero- inventó el artefacto, recibieron una llamada del pasado, cuarenta años después…
RING, RING, RING.
-          ¿Digaaaaa?
-          ¿Don A?
-          Sí, soy yo.
-          Soy I U de M. Su hijo ha vuelto a liarla.
Me supo fatal, porque yo guardo un buen recuerdo de dos o tres de mis profesores.
Que la gente confunda la realidad con la ficción es una lata. Más de una vez he tenido que oír a propósito de un texto mío aquello de “pero es que no fue así”. Estoy harto de dar explicaciones. De manera que hoy quiero dejar claro que cualquier situación descrita en mis textos y su eventual parecido con la realidad es pura coincidencia, ¿vale?

Formentera 1999

Advertencia. Contenido adulto: lenguaje soez, desnudez, drogas, racismo, machismo, niños manipulados, violencia. Formentera era el puto pa...