Me gusta estar solo –me contó Juan-. La sola idea de trastocar
mi rutina, una cena con amigos pongamos por caso, me quita el sueño. Aunque hay
algunos amigos con los que me encuentro solo. No deberían tomárselo como una
ofensa. Viniendo de un tipejo como yo se trata de un piropo. No sé cómo me
aguantáis. También, como sabes, soy pesimista, melancólico y cascarrabias. Pesimista
y cascarrabias por voluntad propia. Melancólico, porque soy sanguíneo y tengo
el rh negativo. Debe ser por esto que no me pican los mosquitos. Entiendo que
el pesimismo está más cerca de la verdad que el optimismo. No todo va bien, por
mucho que los optimistas se empeñen en desearlo. El optimista es, en el mejor
de los casos, un impostor, y en el peor, un imbécil. No es que esté siempre a
favor de la sinceridad. A menudo, la sinceridad se confunde con la
impertinencia. Pero sí que prefiero, por ejemplo, a un médico que me diga la
verdad a otro que me dé falsas esperanzas. Si me muero, que me lo diga. Así, me
organizo.
Joder, Juan – le dije-. Eres la alegría de la huerta. Da
gusto quedar contigo.
¿A qué sí? –respondió-. Pues déjame seguir, que llevo
carrerilla. Los políticos, por ejemplo, son optimistas profesionales. Son de
los que se acogen a la máxima esa que dice que el que no se consuela es porque
no quiere. Los pesimistas les fastidiamos porque sabemos que mienten. Ellos
quieren a los votantes ilusos. ¡Ay, las ilusiones! Supongo que habrá que
tenerlas, pero siendo consciente de que lo más probable es que no se alcancen.
¿Y lo de cascarrabias? –le pregunté-.
Ah, sí –contestó-. Entiendo el cagarme en todo como un tipo
de humor. Llámalo sarcasmo, retranca o como quieras. Es que no me sale de otro
modo. Es hartazgo, tristeza. Ya sabes –canturreó- "tristeza nao tem fim, felicidade sim". Esta canción siempre me recuerda al final del verano, a
echar las persianas, la casa en penumbra… Para los niños era un duelo. A los
niños deberían vestirlos de luto cuando se termina el verano.
¡Jo, tío! Pareces portugués. O peor, gallego.
Pues mira, a eso iba. En realidad, yo siempre he aspirado a
ser un hedonista. Me encantaría disfrutar de la vida contemplativa. Il dolce far niente. Pero no hay manera.
Sólo me quedo quieto cuando leo, cuando duermo a ratos o cuando miro al mar. Y
sólo al mediterráneo. El resto de mares me inquietan. Ya me conoces, en cuanto
me siento más de cinco minutos empieza a picarme el culo. Un cuadro torcido,
una hoja seca fuera de lugar en el jardín, el disco de vinilo que salta en el
minuto inadecuado, algún plato desalineado en el friegaplatos… cualquier cosa
que no armonice me desasosiega mucho. Así que, haciendo mío el topicazo que
acabas de soltar, me pregunté el porqué de este carácter tan sombrío. Nací en
Valencia. Bueno, en el grao, circunstancia que aporta inteligencia y donosura. Valencia
está a una latitud de 39°28′11″N y a longitud 00º22'39''W. De modo
que, por lo que parece, soy del sur de España. Un país que está al sur de Europa. Los del sur, si atendemos al
tópico, somos divertidos, acogedores, festivos, ruidosos, improvisadores y,
como hace bueno, amigos de vivir en la calle. Hasta donde recuerdo, así eran mis abuelos y así son mis padres y
mis hermanos. A mí no me gusta ni salir ni la gente ni el caos. A mí me gusta
mi casa, la soledad y el orden. Decidí entonces trepar por mi árbol genealógico
para encontrar al antepasado del que he heredado mi forma de ser, un portugués,
un gallego, alguien del Bierzo quizá. Y ascendí y ascendí y lo más exótico que
encontré fue una tía bisabuela que nació en Ceuta. Por lo demás, el resto de mi
familia, hasta donde pude llegar, proviene del triángulo que se dibuja entre
Alcossebre, las baleares y el cabo de Gata. O sea, paisanos del sur. Claro que
no pude ascender más allá de cinco o seis generaciones. Y eso gracias a que mi
abuelo era aficionado a estas cosas y guardó muchas carpetas con papelotes y
algunos álbumes de fotografías. En realidad, yo sabía que todo este estudio no
era más que puro entretenimiento. Los nacidos en el mediterráneo somos hijos de
una larga estirpe de putas y marineros. ¡Quién sabe si entre ellos no habría
algún gaviero de Lisboa! El joven gaviero que recaló en Valencia, fecundó a
aquella puta y me dejó de recuerdo algún cromosoma.
Juan calló unos segundos. Bueno, y qué es de tu vida –preguntó-.
No sé, poca cosa –respondí-.
Pues entonces acompáñame a casa, no vaya a ser que nos
encontremos con Carlos y nos dé el coñazo.