miércoles, 29 de abril de 2020

Miserias y cementerios


29/04/2020 Cuadragesimoséptimo día.

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A casi todos les gusta hablar mucho de sus miserias y de las de los demás. Por eso tienen tanto éxito las series de hospitales. A mí el tema me interesa lo justo, pero soy un tipo educado y por ello soporto con estoicismo los relatos de enfermedades que se empeñan en contarme unos y otros, aun a pesar de que sé que a muchos de ellos le gano por goleada. ¡Pues bueno soy yo enfermando! En ese ámbito soy de los mejores, un profesional de élite.

Este bicho está fomentando mucho esta afición quejicosa. Es lógico, porque una pandemia no es ninguna  broma. Pero la verdad es que desde el primer día he procurado informarme con moderación,  para evitar caer en el desánimo cuando no en el cabreo.

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Y un tema lleva a otro en un país de entierros y lutos. En mi pueblo se mide la valía de una persona por el número de asistentes a su entierro. Aquello de las exequias en la más estricta intimidad familiar es para pelagatos y donnadies.

En los entierros, como en los exámenes, suele sentirse algo de tensión e incomodidad que provocan situaciones involuntariamente cómicas. Ayer recordé algunas.

Por ejemplo:

Mi madre, después de persignarse delante del féretro abierto del difunto, se acercó a la viuda y le dijo: “Pues tiene buen aspecto”.

Mi amiga María Amor, en la línea de mi madre, se puso en la cola del pésame y cuando le llegó el turno le soltó a la enlutada: “¡Me arrepiento!”. Dice que todavía no sabe porqué.

En el entierro del padre de un amigo nos perdimos. El cortejo fúnebre partió de Valencia hacia el cementerio de un pueblo cercano. Encabezaba la caravana el coche fúnebre, con sus coronas y el fiambre en la caja. Detrás, el coche de la viuda y los huérfanos. Y así hasta diez o doce coches en procesión. Todos seguíamos al guía, dando por hecho que conocía el camino al camposanto. Pero no fue el caso. Llegamos al pueblo y dimos la vuelta a la plaza para enfilar por la primera bocacalle. Al poco, sin darnos cuenta, habíamos regresado a la plaza. El conductor del coche fúnebre decidió girar por la siguiente. Pocos minutos después dábamos otra vuelta de honor a la plaza. Cuando nos disponíamos a afrontar nuestra tercera vuelta al ruedo, los balcones se llenaron de curiosos. La cuarta colmó la paciencia de mi amigo, el primogénito, que bajó del coche hecho una furia y le tiró la bronca al transportista del finado. Para entonces los amigos disimulábamos con dificultad la risa. Nuestra quinta vuelta fue apoteósica. Los vecinos aplaudían desde sus ventanas y balcones y los amigos nos meábamos de la risa. Nuestro amigo, que hacía rato que había sacado el brazo por la ventanilla del coche y le daba vueltas en molinete dando a entender lo hinchado de sus cojones, salió de nuevo del coche, trajeado de negro, se giró hacia nosotros y al ver que nos despelotábamos no pudo contener la risa floja. Total, que entre unas cosas y otras pasamos una tarde de lo más agradable.

Así que, como dirían los Monty Phython, always look on the bright side of life.



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