29/04/2020 Cuadragesimoséptimo día.
1
A casi todos les gusta hablar mucho de sus miserias y de las
de los demás. Por eso tienen tanto éxito las series de hospitales. A mí el tema
me interesa lo justo, pero soy un tipo educado y por ello soporto con estoicismo
los relatos de enfermedades que se empeñan en contarme unos y otros, aun a
pesar de que sé que a muchos de ellos le gano por goleada. ¡Pues bueno soy yo
enfermando! En ese ámbito soy de los mejores, un profesional de élite.
Este bicho está fomentando mucho esta afición quejicosa. Es
lógico, porque una pandemia no es ninguna broma. Pero la verdad es que desde el primer
día he procurado informarme con moderación,
para evitar caer en el desánimo cuando no en el cabreo.
2
Y un tema lleva a otro en un país de entierros y lutos. En
mi pueblo se mide la valía de una persona por el número de asistentes a su
entierro. Aquello de las exequias en la más estricta intimidad familiar es para
pelagatos y donnadies.
En los entierros, como en los exámenes, suele sentirse algo
de tensión e incomodidad que provocan situaciones involuntariamente cómicas.
Ayer recordé algunas.
Por ejemplo:
Mi madre, después de persignarse delante del féretro abierto del difunto, se acercó a la viuda y le dijo: “Pues tiene buen aspecto”.
Mi madre, después de persignarse delante del féretro abierto del difunto, se acercó a la viuda y le dijo: “Pues tiene buen aspecto”.
Mi amiga María Amor, en la línea de mi madre, se puso en la
cola del pésame y cuando le llegó el turno le soltó a la enlutada: “¡Me
arrepiento!”. Dice que todavía no sabe porqué.
En el entierro del padre de un amigo nos perdimos. El
cortejo fúnebre partió de Valencia hacia el cementerio de un pueblo cercano.
Encabezaba la caravana el coche fúnebre, con sus coronas y el fiambre en la
caja. Detrás, el coche de la viuda y los huérfanos. Y así hasta diez o doce
coches en procesión. Todos seguíamos al guía, dando por hecho que conocía el
camino al camposanto. Pero no fue el caso. Llegamos al pueblo y dimos la vuelta
a la plaza para enfilar por la primera bocacalle. Al poco, sin darnos cuenta,
habíamos regresado a la plaza. El conductor del coche fúnebre decidió girar por
la siguiente. Pocos minutos después dábamos otra vuelta de honor a la plaza.
Cuando nos disponíamos a afrontar nuestra tercera vuelta al ruedo, los balcones
se llenaron de curiosos. La cuarta colmó la paciencia de mi amigo, el primogénito,
que bajó del coche hecho una furia y le tiró la bronca al transportista del
finado. Para entonces los amigos disimulábamos con dificultad la risa. Nuestra
quinta vuelta fue apoteósica. Los vecinos aplaudían desde sus ventanas y
balcones y los amigos nos meábamos de la risa. Nuestro amigo, que hacía rato
que había sacado el brazo por la ventanilla del coche y le daba vueltas en
molinete dando a entender lo hinchado de sus cojones, salió de nuevo del coche,
trajeado de negro, se giró hacia nosotros y al ver que nos despelotábamos no
pudo contener la risa floja. Total, que entre unas cosas y otras pasamos una
tarde de lo más agradable.
Así que, como dirían los Monty Phython, always look on the bright side of life.
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