Salíamos del "Horno de los Colgados", sobre la una y pico de la madrugada, y nos reíamos escuchando en la radio del coche a Gomaespuma, un par de tipos muy divertidos, con una clase de humor heredado de Tip y Coll y de Gila. Después conocí a Faemino y Cansado y supe que había otros maestros.
Los Gomaespuma, bastantes años después, dirigían un programa a primera hora
de la mañana en M80, una emisora de radio fórmula muy penosa. Aborrezco la
nostalgia musical cuando es hortera y vergonzante. El caso es que, pasados los
años, los Gomespuma cedieron su puesto a un chico de Requena, Pablo Motos, y a
un equipo muy solvente que se lo había currado después de muchos años de
trabajo en la Cadena Ser en Valencia. El programa no estaba mal y, sin llegar
ni de lejos a las cotas de fino humor de sus antecesores, entretenía mientras
te afeitabas. Y entonces, un buen día Motos, a quién ya se le notaba que se la
chuparía de haberse operado las flotantes, se mofó de Jonathan Richman. Pobre
puto paleto, el tal Motos.
Jonathan Richman es un compositor al que se le adivina una sólida cultura
musical, con un estilo popular e ingenuo que engancha de inmediato. Su voz, es
cierto, resulta chocante, y sus gallitos, ensayados o no, añaden un encanto
simpar a sus canciones. Pocas veces he disfrutado tanto en un concierto como en
aquel en el que actuó junto a su banda, los Modern Lovers, y al que asistimos
no más de cincuenta personas.
El Motos tuvo que envainársela cuando alguien le sopló que Richman es una
figura muy reconocida en EEUU. Pero yo ya le había puesto una cruz. Nunca más
escuché su programa ni ningún otro en el que participase. Por lo que sé, desde
hace un buen puñado de años triunfa en la tele haciendo gala de su patético
histrionismo. Hay público pa' to.
No me considero un tipo rencoroso, pero cuando alguien me trata con
displicencia, mala educación o soberbia lo marco de por vida. No tengo ningún
afán de revancha ni le deseo nada malo, simple y llanamente lo borro de mi
vida. El problema es que cumplo años y mi vía crucis cuenta por decenas,
si no por cientos, los bares, restaurantes o comercios que he vetado Sé que me
estoy perdiendo ese magnífico cous-cous sólo porque un día el dueño del
restaurante dudó de mis conocimientos acerca del ritual para comérselo... ¡Pues
metiéndoselo en la boca, masticando y tragándotelo, gilipollas! Que le den al
puto gastrónomo que, además, es belga. Tampoco volveré a aquella camisería en
la que el dependiente definió mi cuerpo como el del clásico asténico de pecho
hundido con barriga de obeso. Salí de ahí hermanado de sopetón con Joseph
Merrick y Quasimodo, pero resuelto a defender con orgullo mi discapacidad. Y
quizá Brígida tuviera razón cuando se quejó de la consistencia de mi pilila,
pero, de todos modos, la dejé.
Motos, el puto belga, el dependiente eugenésico y Brígida están
crucificados, como tantos otros. Siento mucho mi cabezonería, pero, como dice
mi padre, cada uno es cada cual y tiene sus "cadaunadas".
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