Empecé a fumar a los doce años. Casi todos mis amigos lo
hicieron a esa edad. En mi colegio estaba prohibido fumar hasta los quince
años, de manera que lo hacíamos en la clandestinidad. Los urinarios eran un
buen lugar para esconderse, pero corrías el riesgo de que el padre Ricardo, que
solía brujulear por ahí, te tocase la pilila. Pero el colegio era muy grande y
había un montón de rincones recoletos donde echarse un pitillito. Aun así, y a
pesar de que extremábamos las precauciones, a veces nos pillaba algún profesor
de guardia sigilosa. Entonces, nos cacheaba y nos requisaba el tabaco. El
castigo dependía de si el profesor era fumador o no. Si lo era, teníamos que
regalarle un cartón de su tabaco favorito. Si no lo era, debíamos comprar un
cartón del tabaco que estuviésemos fumando y llevárselo a los ancianos del
asilo que estaba junto a la estación del trenet.
Resulta evidente que los profesores se preocupaban por
nuestra salud infantil. Hasta los doce años, fumar y hacerte pajas te impedían
crecer y te dejaban lelo. A partir de los quince, al parecer, ambas actividades
tornábanse inocuas y hasta aconsejables. Al menos el tabaco. ¿De qué otro modo podría
entenderse si no? Los profesores se fumaban nuestro tabaco, el regalado y el
decomisado. Los más sofisticados fumaban puritos o en pipa. Las aulas, sobre
todo en invierno, apestaban como una fábrica de guano, y había tanto humo que
nos costaba ver la pizarra. Y qué decir de los abuelitos del asilo, a los que,
sin duda, les reportábamos longevidad y una mejor calidad de vida. Sobre todo
teniendo en cuenta que, al menos en lo que a mí respecta, nunca les regalaba
veinte cajetillas del aromático y emboquillado tabaco rubio que fumaba por
aquel entonces, sino, como mucho, diez de hediondo tabaco negro sin filtro. Total,
aquello les sabía a gloria bendita comparado con lo que tuvieron que fumar
durante la guerra y la posguerra.
En resumen, que hoy en día fumar mata, pero cuando yo era
pequeño tan sólo perjudicaba levemente la salud hasta los quince años.
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