He ido al museo esta mañana y me he dejado las gafas dentro
de la mochila en la guardarropía. Una vez en las salas que me interesaban, me
veía menos que Pepe Leches. Bajar a por las gafas suponía un engorro, porque
iba con mis alumnas y teníamos poco tiempo para visitar la expo. Digo alumnas
porque lo eran todas, no por horteras y correctas pretensiones. Sin gafas soy
capaz de distinguir la autoría de la mayor parte de las obras, no tanto por
culto como por viejo. Pero no soy infalible y, ante una duda, me acerco a la
cartela de un óleo. Rebaso, quizá por milímetros, la fea cinta gris que pegada
en el suelo delimita la distancia que debe respetar el espectador para mirar la
pintura. Y en eso, se me acerca un celador celoso y adiestrado que, con un aire
un tanto chulesco, me indica que me retire sin dar las gracias. No creo tener
pinta de asesino cultural, de los que mutilan esculturas o acuchillan lienzos.
Tan sólo estoy cegato. Pero, en cualquier caso, tampoco el vigilante tiene por
qué saberlo. Se conoce que tiene instrucciones para conservar su puesto de
trabajo. Pero, inevitablemente, me enfurruño con él. Y entonces veo que el tipo
está tullido. Le falta un brazo. De golpe siento piedad, ese sentimiento tan
peligroso. Aunque casi inmediatamente pienso que me la estoy cogiendo con papel
de fumar, no tanto por pensar que el vigilante está cumpliendo con su trabajo
como por el hecho de que perdone su mala educación por su muñón. Si nos
tratamos de igual a igual, también él debería solidarizarse con mis miserias
físicas y espirituales, que no enumeraré por compasión. Y si no con todas, sí
al menos con mi tristísima cegarrutez.
jueves, 27 de febrero de 2020
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