09-04-2020 Vigesimoséptimo día.
Hace un año a estas horas estaba en la UCI. He estado en un
par de ellas en diferentes hospitales. No creo que sea experiencia suficiente
como para sacar conclusiones definitivas sobre nada. Prometo esforzarme todo lo
que pueda como para visitar al menos dos más antes de palmarla. Pero algo sí
que he sacado en claro de aquellos días, y es que el personal sanitario es la
polla. Todos sin excepción: las limpiadoras que friegan tus vómitos de madrugada,
los celadores que se crujen la espalda cuando te dan la vuelta en la cama o te
llevan en brazos de una camilla a otra, las enfermeras y auxiliares que te
lavan el culo y te masajean las piernas y los médicos que te visitan cada
mañana con la esperanza de que hayas sobrevivido una noche más. Sólo gracias a
ellos, a los opiáceos y a la vitalidad contagiosa de los desahuciados aceptas
tu situación con cierto optimismo.
La tarde anterior a la operación, cuando ingresas en el
hospital, ves a los enfermos deambulando en pijama por los pasillos,
arrastrando los goteros y las sondas con pasitos dubitativos y aspecto digno de
conmiseración. Dos semanas después, tú formas parte de esa triste recua de
desgraciados que gimen por los pasillos del hospital como la Santa Compaña por
los bosques gallegos. Pero poco a poco recuperas el apetito, te quitan una
sonda de aquí y otra de allá y el ánimo remonta cual gavilán andino. Entonces, algunos
de tus compañeros de infortunios se despiden de ti desde su silla de ruedas
protocolaria y piensas ilusionado que pronto te llegará el turno. Hasta que un
buen día el cirujano te dice que ya puedes cagar solo y que vuelves a casa. Esa
noche duermes inquieto. La dependencia absoluta de los demás genera síndrome de
dependencia, valga la redundancia. No sabes qué harás cuando salgas a la calle,
que pocas horas antes era tu Ítaca soñada. Y cuando llega el momento inicias el
paseíllo desde la silla de ruedas y vas saludando a diestro y siniestro a
enfermeras, celadores y médicos, haciendo notar tus galones de paciente veterano.
A estas alturas uno no es tan tonto como para pensar que se es único, su enfermo
favorito, que nunca te olvidarán, porque para ellos, como para todos, la vida
sigue.
Un tiempo después te quitan los puntos y ya no tienes que
pincharte en la barriga. Regresan los viejos hábitos y la muerte vuelve a ser
cosa de otros. Como es normal.
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