10/04/2020 Vigésimo octavo día.
Antes dibujaba por las noches. Era joven y mis biorritmos
funcionaban mejor de madrugada. Una noche, a eso de las dos o las tres, dejé
los lápices y la tinta china, me puse una copa y encendí el televisor. Acababa
de empezar una película, “El misterio de Picasso”, en la que Picasso,
consciente de su virtuosismo, se lucía al tiempo que empequeñecía a sus
contemporáneos. Cuando terminó la película estaba en shock. Fue como una
epifanía: nunca más volvería a dibujar, ¿para qué? Como he dicho, era joven e
impresionable. Ahora soy muy consciente de mis limitaciones y no me tomo las
cosas tan a la tremenda. De ser así hubiera dejado de escribir el mismo día que
comencé a hacerlo y no me quedaría más opción que el suicidio. Y por el mismo
motivo también hubiera abandonado la cocina. Siempre habrá alguien que dibuje,
escriba o cocine mejor que yo. Afortunadamente mi padre, al que nunca he visto
masticar chicle ni tocarse con una gorra de los Broncos de Denver con la visera
volteada, evitó decirme aquello de: “Hijo, hagas lo que hagas, procura ser el
mejor”. Supongo que coligió que apuntaba maneras de fracasado.
La verdad es que uno se quita un peso de encima cuando
acepta su mediocridad. Ese conocimiento te abre un inmenso campo de disfrute y
aprendizaje. Y ahí sigo, con mayor motivo estos días en los que mi capacidad de
dispersión se reduce a ochenta metros cuadrados compartidos. Aunque también es
cierto que, en contra de lo que sería previsible, mis días pasan volando y no
me cunden todo lo que quisiera. Aun así, qué gozada poder sacar lustre a las
plantas, cada vez menos contaminadas, organizar los libros en las estanterías
(en fase de preproducción), cocinar con calma o leer sin controlar cuántas
estaciones me quedan para llegar a mi destino.
Hace tres años me propuse leer “En busca del tiempo perdido”
antes de los sesenta, y este verano planté semillas del Árbol de Fuego. A
Proust, con algunos intermedios para desengrasar, lo he disfrutado antes de
tiempo y le he ganado tres años que emplearé en otras lecturas. Los Árboles de
Fuego se llaman así porque sus flores son de un rojo intensísimo. Su primera
floración suele ocurrir sobre los ocho años. En el mejor de los casos y si
sobreviven al trasplante, podré disfrutar de sus flores en dos mil veintiocho.
Tendré sesenta y cinco años.
Paciencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario