lunes, 6 de abril de 2020

Pensar


06/04/2020 Vigesimocuarto día. Mientras haga sol, ya no referiré el tiempo.

Mi sobrino le preguntó a mi padre, su abuelo, que qué hacía estos días para no aburrirse y él le contestó: “Pensar”. Ayer subí a la azotea sobre las nueve de la noche, como tengo por costumbre. Unas chicas jóvenes comenzaron a gritar desde sus ventanas: “¡Me aburrooooo!”. Se conoce que no les gusta pensar.

Lo del aburrimiento es una sensación que yo considero relativa y no necesariamente negativa o perjudicial.

Cuando digo relativa es porque cada cual la percibe de un modo. Yo me aburrí un poco, no demasiado, en mi adolescencia, con mis amigos, cuando otros parecían disfrutar más que el Carnicero de Milwaukee con un cuchillo nuevo. Comíamos pipas y bebíamos cervezas, siempre en el mismo bar. Jugábamos a las cartas, al dominó, a los dados y a juegos idiotas, como aquel de pegar con saliva una servilleta de papel a los bordes de un vaso, colocar una peseta en el centro y, por turnos, ir quemando la servilleta con un cigarrillo. Perdía el que hacía que cayera la peseta al fondo del vaso. O aquel otro que consistía en envolver las cabezas de tres cerillas con papel de plata, abrir las patitas de cera para que se quedasen plantadas en la mesa, calentar el Albal con el mechero y disfrutar del despegue cuando ardían las cerillas y el aluminio salía disparado. Lo llamábamos El Sputnik. De vez en cuando, algún valiente se acercaba a la mesa de las chicas que lo mandaban a cagar a la vía de inmediato. Y así todas las tardes de los viernes y los sábados durante unos cuantos años.

Y cuando digo que el aburrimiento no tiene porqué ser negativo es porque creo que en ocasiones es necesario, aunque, por desgracia, no todos sepamos sacarle partido. Siempre he considerado que quienes nos dedicamos a labores creativas deberíamos ceñirnos al siguiente proceso: Ver, mirar, observar – Procesar – Crear – Descansar. En esta última e imprescindible fase de barbecho deberíamos aburrirnos. Pero sin tonterías: aburrirnos hasta que se nos cayese la baba, en un estado cercano a la imbecilidad acompañado de la disminución casi completa de la actividad de todas las funciones intelectuales. La pena es que no todos nos esforzamos lo que deberíamos. Para llegar al estadio de tonto de baba es necesaria una transición que exige dedicación y tiempo. Porque dejar de pensar no es tarea fácil. Primero hay que desacostumbrar al cerebro a llevar un ritmo de excitación constante, un trabajo titánico dado el bombardeo constante de estimulación sensitiva en el que vivimos. Aquellos a quienes no nos van la meditación o el yoga, debemos encontrar terapias alternativas. A mí me funcionan relativamente bien la poda y la manguera. Pero no siempre dispongo de un jardín y de los días necesarios para modelar los setos con forma de caniche versallesco. Además, es que no me gusta aburrirme. Una lata, porque lo que para otros es una desgracia para mí sería una bendición. Esta noche, cuando suba a la azotea, les preguntaré a gritos a las chicas de las ventanas que cómo hacen para aburrirse. Igual podrían darme alguna clase particular de ventana a azotea. Pagando, claro.

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