No soy nada mitómano. Sólo he hecho cola una vez en mi vida
para que me dedicasen un dibujo. Yo tenía dieciséis años. Pasado el tiempo me
hice amigo del dibujante. Mi admiración por él sigue intacta. También he tenido
la suerte de conocer a ilustradores y pintores de prestigio que me han regalado
dibujos y cuadros, pero nunca he sido yo quien se los ha pedido. Nunca he
comprendido ese afán por arremolinarse alrededor de un famoso, un término que,
por otra parte, se mueve dentro de una horquilla muy amplia que comienza en el
famoso de medio pelo y termina en el trascendente, cuya fama tardará en
apagarse aun después de su muerte. Soy consciente de que a muchos de ellos les
encanta que los reconozcan, pero también imagino que a otros les molestará
tanto barullo. Por fortuna para estos últimos, con la mascarilla, gafas de sol
y una gorrita es muy difícil que te identifiquen. Esta “nueva normalidad” es Jauja
para los celosos de su intimidad y para los atracadores.
A lo largo de los años me he cruzado con algún famoso, la
mayor parte de las veces de modo casual y fugaz. Tampoco creo que este texto
pueda interesar a nadie, pero hace tiempo que a mi memoria le ha dado por
carraspear y no quisiera olvidar algunos momentos divertidos. Vamos, que es un
artículo de consumo personal.
*
Tendría nueve o diez años. Estaba en el casal de una falla. Se
me acercó Tip y me dijo: “¿Me puedes traer un whisky, caballerete?”. Puede que
sea uno de los acontecimientos más importantes de toda mi vida.
Bastantes años después, coincidí con Coll en un local
precioso que se llamaba L’Anouer y que estaba entre Benidorm y Altea. Era una
casa de campo, muy bien decorada, con un jardín muy elegante con cipreses,
jazmines y galanes en la que sólo se escuchaba música clásica, preferiblemente
barroca. A Coll nadie le hacía ni caso, y él parecía encantado.
*
Ya he contado por ahí, si no en este blog en el anterior, de
mi dificultad para disfrutar de algunos espectáculos de mimo. En pos de remediar
esta carencia, me he tragado más funciones de mimos de las saludables, algo que
sin duda me ha pasado factura porque, en ocasiones y sin que venga a cuento,
inflo globos invisibles para sorpresa de mi peluquero o de los asistentes al
funeral. Entre otros, vi a James Thiérrée, el nieto mimo de Chaplin. Varios
amigos reservamos un palco, porque nos salía mejor de precio que las butacas de
patio y porque a un mimo no conviene verlo desde el gallinero cuando tienes más
de cinco dioptrías en cada ojo. Se apagaron las luces y comenzó la función. Una
mujer entró unos minutos después y se sentó en el palco contiguo. Compartíamos el
reposabrazos que separa un palco del otro, por lo que, de vez en cuando, nos
rozábamos. El caso es que la señora no paraba de reírse a carcajadas, con una
risa potente, aguda y algo molesta. Aproveché el descanso del cigarrito y el
carajillo (antes se podía fumar y beber en el hall y la cafetería de los
teatros) para echar un vistazo a mi vecina de palco… ¡era Geraldine Chaplin! No
recuerdo en absoluto de qué iba el espectáculo. De hecho, es muy probable que
hubiera olvidado haber estado ahí. Pero nunca podré olvidar que el brazo
derecho de Geraldine Chaplin rozó mi brazo izquierdo. Un poco más y me la tiro.
*
Coincidí con Imanol Arias en un ascensor. “¿A qué piso?”, le
pregunté. “Al segundo”, me respondió.
*
Estaba yo en el mítico Rock-Ola (siempre que se habla del Rock-Ola
conviene adjetivarlo como mítico) cuando entró Javier Gurruchaga del brazo de
un travesti imponente y en compañía de un tipo bajito, un tal Popotxo, que
vestía chaqueta roja de lentejuelas y sombrero y pajarita a juego. Ese día
actuaban un grupo de tecno, El Aviador Dro y sus Obreros Especializados y
Siniestro Total, que por aquel entonces eran muy punkarras. Se puede uno
imaginar que el ambiente era de lo más variopinto. Y ahí estábamos un par de
amigos y yo, trasegando cervezas y pasándolo la mar de bien. Abrió el concierto
El Aviador Dro. Sus seguidores, enfundados en sus monos blancos y tras sus
gafas oscuras de soldador, movían los bracitos adelante y atrás al compás de la
caja de ritmos. Los punks estaban extrañamente relajados, bebiendo cerveza y
dándose golpecitos los unos a los otros
con sus cadenas en el lóbulo frontal. Hasta que los Siniestro Total atacaron
los primeros acordes (no es que hubiera muchos más) de su hit “Ayatola no me
toques la pirola”. Aquello fue como abrir las Puertas del Infierno. Un tropel
de diablos con cresta comenzaron a dar saltos, empujarse, escupirse y amontonarse
en el suelo al ritmo frenético de una danza demoniaca que ellos llamaban pogo. Me
uní a ellos sin complejos, acostumbrado como estaba a sobrevivir en los recreos
de un correccional elitista de pago. Alguien escupió a Germán Coppini, el
cantante de la banda, que intentó devolver el salivazo, tan denso en esta
primera intentona que le cayó en la puntera de la bota. Su segundo intento, más
licuado en esta ocasión, impactó de lleno en mi labio superior. No soy
demasiado melindroso, pero he de admitir que aquello me desagradó un tanto y me
deshice a rodillazos de mis amigos del pogo para ir al baño. Además, me meaba. Me
lavé la cara hasta desprenderme de los rasgos, me acerque al urinario y comencé
a hacer pis. Y entonces entró Popotxo y ocupó el urinario de mi derecha. Se ve que le quedaba alto y que –deduje- iba
algo borracho, porque el hombrecito no atinaba y me meó un poco en la pernera y
los zapatos.
Y así pasé una noche en el mítico Rock-Ola: escupido en el
labio superior por Germán Coppini y meado en la pernera y los zapatos por
Popotxo, el amigo pequeño de Gurruchaga.
(Continuará). (Lo siento).
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