martes, 21 de julio de 2020

Famosos (primera parte)



No soy nada mitómano. Sólo he hecho cola una vez en mi vida para que me dedicasen un dibujo. Yo tenía dieciséis años. Pasado el tiempo me hice amigo del dibujante. Mi admiración por él sigue intacta. También he tenido la suerte de conocer a ilustradores y pintores de prestigio que me han regalado dibujos y cuadros, pero nunca he sido yo quien se los ha pedido. Nunca he comprendido ese afán por arremolinarse alrededor de un famoso, un término que, por otra parte, se mueve dentro de una horquilla muy amplia que comienza en el famoso de medio pelo y termina en el trascendente, cuya fama tardará en apagarse aun después de su muerte. Soy consciente de que a muchos de ellos les encanta que los reconozcan, pero también imagino que a otros les molestará tanto barullo. Por fortuna para estos últimos, con la mascarilla, gafas de sol y una gorrita es muy difícil que te identifiquen. Esta “nueva normalidad” es Jauja para los celosos de su intimidad y para los atracadores.

A lo largo de los años me he cruzado con algún famoso, la mayor parte de las veces de modo casual y fugaz. Tampoco creo que este texto pueda interesar a nadie, pero hace tiempo que a mi memoria le ha dado por carraspear y no quisiera olvidar algunos momentos divertidos. Vamos, que es un artículo de consumo personal.

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Tendría nueve o diez años. Estaba en el casal de una falla. Se me acercó Tip y me dijo: “¿Me puedes traer un whisky, caballerete?”. Puede que sea uno de los acontecimientos más importantes de toda mi vida.

Bastantes años después, coincidí con Coll en un local precioso que se llamaba L’Anouer y que estaba entre Benidorm y Altea. Era una casa de campo, muy bien decorada, con un jardín muy elegante con cipreses, jazmines y galanes en la que sólo se escuchaba música clásica, preferiblemente barroca. A Coll nadie le hacía ni caso, y él parecía encantado.

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Ya he contado por ahí, si no en este blog en el anterior, de mi dificultad para disfrutar de algunos espectáculos de mimo. En pos de remediar esta carencia, me he tragado más funciones de mimos de las saludables, algo que sin duda me ha pasado factura porque, en ocasiones y sin que venga a cuento, inflo globos invisibles para sorpresa de mi peluquero o de los asistentes al funeral. Entre otros, vi a James Thiérrée, el nieto mimo de Chaplin. Varios amigos reservamos un palco, porque nos salía mejor de precio que las butacas de patio y porque a un mimo no conviene verlo desde el gallinero cuando tienes más de cinco dioptrías en cada ojo. Se apagaron las luces y comenzó la función. Una mujer entró unos minutos después y se sentó en el palco contiguo. Compartíamos el reposabrazos que separa un palco del otro, por lo que, de vez en cuando, nos rozábamos. El caso es que la señora no paraba de reírse a carcajadas, con una risa potente, aguda y algo molesta. Aproveché el descanso del cigarrito y el carajillo (antes se podía fumar y beber en el hall y la cafetería de los teatros) para echar un vistazo a mi vecina de palco… ¡era Geraldine Chaplin! No recuerdo en absoluto de qué iba el espectáculo. De hecho, es muy probable que hubiera olvidado haber estado ahí. Pero nunca podré olvidar que el brazo derecho de Geraldine Chaplin rozó mi brazo izquierdo. Un poco más y me la tiro.

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Coincidí con Imanol Arias en un ascensor. “¿A qué piso?”, le pregunté. “Al segundo”, me respondió.

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Estaba yo en el mítico Rock-Ola (siempre que se habla del Rock-Ola conviene adjetivarlo como mítico) cuando entró Javier Gurruchaga del brazo de un travesti imponente y en compañía de un tipo bajito, un tal Popotxo, que vestía chaqueta roja de lentejuelas y sombrero y pajarita a juego. Ese día actuaban un grupo de tecno, El Aviador Dro y sus Obreros Especializados y Siniestro Total, que por aquel entonces eran muy punkarras. Se puede uno imaginar que el ambiente era de lo más variopinto. Y ahí estábamos un par de amigos y yo, trasegando cervezas y pasándolo la mar de bien. Abrió el concierto El Aviador Dro. Sus seguidores, enfundados en sus monos blancos y tras sus gafas oscuras de soldador, movían los bracitos adelante y atrás al compás de la caja de ritmos. Los punks estaban extrañamente relajados, bebiendo cerveza y dándose golpecitos  los unos a los otros con sus cadenas en el lóbulo frontal. Hasta que los Siniestro Total atacaron los primeros acordes (no es que hubiera muchos más) de su hit “Ayatola no me toques la pirola”. Aquello fue como abrir las Puertas del Infierno. Un tropel de diablos con cresta comenzaron a dar saltos, empujarse, escupirse y amontonarse en el suelo al ritmo frenético de una danza demoniaca que ellos llamaban pogo. Me uní a ellos sin complejos, acostumbrado como estaba a sobrevivir en los recreos de un correccional elitista de pago. Alguien escupió a Germán Coppini, el cantante de la banda, que intentó devolver el salivazo, tan denso en esta primera intentona que le cayó en la puntera de la bota. Su segundo intento, más licuado en esta ocasión, impactó de lleno en mi labio superior. No soy demasiado melindroso, pero he de admitir que aquello me desagradó un tanto y me deshice a rodillazos de mis amigos del pogo para ir al baño. Además, me meaba. Me lavé la cara hasta desprenderme de los rasgos, me acerque al urinario y comencé a hacer pis. Y entonces entró Popotxo y ocupó el urinario de mi derecha.  Se ve que le quedaba alto y que –deduje- iba algo borracho, porque el hombrecito no atinaba y me meó un poco en la pernera y los zapatos.

Y así pasé una noche en el mítico Rock-Ola: escupido en el labio superior por Germán Coppini y meado en la pernera y los zapatos por Popotxo, el amigo pequeño de Gurruchaga.

(Continuará). (Lo siento).

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