sábado, 4 de julio de 2020

Vanitas


1

A los tres o cuatro años me palpé el cráneo y fui consciente por primera vez de que debajo de la piel había un esqueleto. Busqué a mi madre y le dije: “Mamá, estoy muerto”.

2

Yo soy de esos que cuando comienzan las vacaciones de verano piensa: “Mierda, ya me queda un día menos”. Con la muerte me pasa lo mismo. Ante la evidencia de nuestra finitud caben dos opciones: aprovechar el tiempo o desperdiciarlo. Yo soy más partidario de lo segundo, pero, desafortunadamente, no me sale.

Lo que ocurre es que mis ocupaciones no son rentables por culpa de la sociedad capitalista.

Los objetos encontrados, por ejemplo, no dan dinero, a no ser que otro tarado los vea hermosos y quiera comprarlos. Pero, ¿cómo deshacerte de algo a lo que te ha unido un encuentro casual propiciado por las hadas de los chamarileros? Nadie debería destruir el amor del paraguas y la máquina de coser sobre una mesa de disección.

La lectura, el cuidado del jardín, la cocina, el paseo, la conversación, escribir o dibujar no me reportan pingües.

Y dar clases, que me gusta y sí me da algo de dinero, debería ser, por lo que me dicen, la menor de mis preocupaciones laborales. Hay que pensar a la larga, en los negocios y la inversión. La vida, según parece, es una cuestión de supervivencia. A la mierda el carpe diem. Hay que tener una estrategia vital. Aunque, como dijo el filósofo Mike Tyson: “Todo el mundo tiene una estrategia hasta que le meto la primera hostia”. Y que conste que a mí lo de vive cada minuto de tu vida como si fuera el último me parece una de las gilipolleces más grandes que he leído en los sobres del azúcar. Pero también es cierto que el día menos pensado te cae un suicida en la cabeza y a tomar por el culo el plan de pensiones.

3

Hace muchos años, comiéndonos un Frigo Pie bajo un chamizo de Formentera, una amiga me contó sus planes. Un día, me dijo, habré ahorrado lo suficiente como para comprarme un pisito con mirador en Zamora. Pondré una mesa camilla en el mirador y me dedicaré a verlas venir. Por entonces, mi amiga no tendría más de veinticinco años. Me pareció un plan muy sensato. Luego me enseñó el carné de conducir de su tía Marieta. Lo guardaba como una reliquia desde que la tía se despeñó por un barranco junto a su Seat Panda a la provecta edad de ochenta y cuatro años. Pero esta es otra historia.


4

Mi abuela Antonia murió en la bañera. Mi abuela María, en mis brazos.

Vi cómo amortajaban a mi abuela Antonia. Le colocaron una cucharilla de café entre el esternón y la barbilla para que no se le descolgara la quijada. Poco después me mudé a su piso.

Mi abuela María exhaló su último suspiro cuando la abracé. Estábamos solos. Fue bonito.

Desde entonces he visto unos cuantos muertos. La muerte, para mí, ya no es lo que era. Antes no me daba miedo, tan sólo pánico. Ahora me la sopla un tanto. No se trata de que le tenga afición, pero tampoco demasiado respeto. Lo que sí que me sabe mal es no creer en la trascendencia, porque no podré repetir una situación tan fantástica como la que vivo ahora mismo, a la fresca, sin calzoncillos, bebiendo vino y rascándome los omóplatos con un rascaespaldas. ¡Quin gust de viure!




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