Hoy me he empadronado en mi pueblo. Oficialmente, ya no soy
valenciano. Y, de repente, he sentido un fuerte sentimiento identitario. Ha
sido como una epifanía. La inspiración divina, la ciencia infusa, cual lenguas
de fuego, se han posado sobre mi cogote y he comenzado a hablar mi nuevo y
hermoso idioma en el que las diferencias son notables, únicas, como gemas
preciosas. Ya no digo xiquet, ahora
digo mante. Ya no digo blau, ahora digo asul. También he aprendido de golpe una nueva constitución y un
nuevo himno. Y, sin duda alguna, soy más guapo. Hasta me apetece ir a misa. Me
dice el párroco, tan humilde, tan del pueblo, que los valencianos nos han
oprimido muchísimo siempre. Me avergüenza ser quien fui ayer. No comprendo cómo
pude estar tan ciego.
Mañana regresaré a Babilonia, porque ahí he de trabajar para
dar de comer a mi familia. Los valencianos comprarán mi vida, pero nunca venderé
mi alma. Ni dejaré de luchar, codo con codo, junto a los de mi raza pura, la de
mi pueblo mediterráneo. Aunque, según me cuentan mis amigos del BNP (Bloc
Nacionalista Pueblerino), tampoco es cuestión de despreciar el dinero de los
forasteros, que para eso somos nacionalistas sin fronteras. Un impuesto
necesario para alcanzar la libertad y en el futuro poder extorsionar tan sólo a
nuestros compueblerinos.
Hoy dormiré feliz, sabiéndome partícipe de una gran misión,
universal, cósmica. Tal cual rezan las últimas salves en honor de San Vituperio
Vividor, patrón de mi pueblo, del que siempre seré devoto:
¡Vixca el meu poble!
¡Vixca el meu campanar!
¡Vixca el meu melic!
¡Adeu!
P.D: Adoro a mi pueblo y al idioma valenciano con un amor
difícil de comprender. Pero no puedo con los paletos ni con los racistas.
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