Hace un calor de justicia. Aunque poca justicia se encuentra
en este infierno inclemente. De hecho, y al parecer, la expresión deriva de un
tipo de tortura que consistía en abandonar a un prisionero bajo el sol durante
horas sin ningún tipo de protección, alimento o bebida. Sería Dios quien
decidiese si el acusado era o no inocente. A la mayor parte de los reos se les
achicharraban los sesos pero el que sobrevivía quedaba libre, aunque es de
suponer que bastante pasado de punto.
El sol caía a plomo esta mañana. Aun así, he acompañado a mi
amigo -el que se muda- a ver pisos. Me encanta ver casas, pisos y barcos e imaginar
qué vida llevaría en ellos. Siempre que paso por delante del escaparate de una
inmobiliaria me quedo mirando las fotos y los precios de las casas, aunque no
tenga ninguna intención de cambiar de domicilio. Me ocurre lo mismo cuando
paseo por el puerto y veo algunos barcos que me llaman la atención por algún
motivo, sabiendo que nunca tendré uno. Supongo que es una afición muy común.
Imaginar es gratis y da gustito. Recuerdo una peli, “La boda de Muriel”, en la
que la prota imaginaba su propia boda probándose trajes de novia en las tiendas
del ramo. A mí me ocurre lo mismo con las casas. Me gusta acompañar a quienes
necesitan comprar o alquilar y pienso que soy yo quien se muda. Me doy una
vuelta por el barrio y me fijo en las ferreterías, los quioscos y los bares.
También estudio el transporte urbano para saber cómo y cuánto tiempo me
costaría llegar al trabajo. Y una vez en el metro o el autobús, fantaseo sobre
las vidas de la gente, aunque, a decir verdad, últimamente la mascarilla me
tapa algunos rasgos que considero fundamentales para adivinar quiénes podrían
ser unos u otros. Así, una nariz de garfio o unas encías piorréicas me dicen
tanto de una persona como sus ojos. Otra cosa es que acierte. Estoy seguro de
que no doy ni una con las vidas que imagino, porque tiendo siempre a la
astracanada. Veo a una mujer con obesidad mórbida y la imagino tirándose en
paracaídas. El setentón asténico de hombros caídos y mentón huidizo fue, hasta
hace poco, El Último Hombre Bala. O las
adolescentes gemelas, con faldita a cuadros, que mastican chicle sin parpadear
y que, sin lugar a dudas, están poseídas por Satanás.
A veces especulo con
que el autobús o el vagón de tren en los que viajo quedan aislados del mundo
por una paradoja espacio-temporal. Entonces reflexiono sobre los papeles que
adquirirían cada uno de los pasajeros. Los “seguratas”, como es obvio,
impondrían su ley por mor de sus galones privados y sus porras. El revisor y el
conductor se unirían a ellos por lo civil. El chico y la chica, jóvenes, guapos
y tatuados, tontearían enseguida. El matrimonio octogenario anunciaría su
defunción inmediata sin las provisiones de su
camello del ambulatorio y sin pegamento para la dentadura. Los guiris, que iban
de camino a la playa, tardarían en comprender que no disfrutaban de una
performance folclórica. El tipo de la corbata se liaría a hostias con el
Cobrador del Frac. El resto del pasaje, muy variopinto, oscilaría entre el
abatimiento y la histeria. Yo, como siempre, optaría por el escaqueo, esperando
que no se confundiese mi reserva con sabiduría. Pasadas las horas, y en vista
de que los teléfonos móviles no funcionarían y conscientes de que el rescate
podría demorarse, comenzaríamos a tomar algunas decisiones importantes: qué comer,
dónde dormir y dónde situar el baño. Comeríamos lo que hubiera, repartido y
racionado convenientemente. Los asientos siempre serían más cómodos que el
suelo para dormir, por lo que se cederían a los mayores y a los niños. Las
mujeres reclamarían su derecho a la intimidad para obrar con discreción en la
cabina del conductor.
Casi desde el primer instante se crearían camarillas por
sexos, edades o estatus social. A los tres días la situación sería
insostenible. El chico guapo, italiano para más señas, rompería la ventanilla
con el martillito reglamentario y, contraviniendo las leyes elementales de la
cobardía y la prudencia, se adentraría en la espesa niebla que rodearía los
vehículos desde el primer momento. Le oiríamos lloriquear “Mamma, ay mamma” y nunca
más sabríamos de él. Un idiota menos. Para entonces, el autobús o el vagón
apestarían. La histeria devendría en desesperación. El séptimo día se cometería
el primer asesinato. Surgirían y se derrocarían
líderes de un día para otro. Uno de ellos propondría comerse el cadáver a falta
de otra cosa que llevarse a la boca. Los menos remilgados apoyaríamos la
propuesta. A partir de ese momento se abrirían la veda y las puertas del
infierno.
(Elipsis y cambio de tono).
La niebla se disipó. La chica guapa murió junto a su bebé
prematuro durante el tercer parto. Los huesos de ambos, junto con los del resto
del pasaje, yacían apilados al fondo del vehículo. Algo tenía que darles de
comer a mis dos hijos, ¿no?
Y en estas paso el rato cuando veo casas o viajo en transporte
público. No hay nada como fantasear de un modo saludable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario