domingo, 21 de junio de 2020

Bunbury



21/06/2020 Se acabó la alerta.

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Enrique Bunbury es un cantante que me cae mal. Su carrera despegó imitando a Jim Morrison en un grupo que se llamaba “Héroes del Silencio”, un nombre de paletos con pretensiones que era un fiel reflejo del tal Bunbury, un tipo histriónico que cantaba engolado, desafinado y dándose pisto.


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El escenario estaba a oscuras. El campo de fútbol del pueblo lleno y el público expectante, como no podía ser de otra manera en un concierto gratuito. Entonces, un cañón de luz iluminó al Mesías Bunbury, solo sobre el escenario con una melena blanca y lisa que le llegaba a la cintura, pantalones pitillo de cuero negro, los brazos en cruz y el torso desnudo. Los espectadores cayeron en trance. Sin embargo, ni mis amigos ni yo dábamos crédito a semejante infamia, de modo que expresamos nuestro descontento en voz alta. Le gritamos “petimetre”, “mindundi”, “malfaener” y que era bastante hijo de puta. Pienso que, de algún modo, Bunbury malinterpretó nuestros comentarios, porque paró de golpe el espectáculo y nos invitó a abandonar el recinto con unos modales exquisitos. La verdad es que Bunbury nos dio una lección, el cabronazo.

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Treinta años después leo un artículo en el periódico en el que se acusa a Bunbury de plagio. Se ve que a lo largo de los años ha picoteado de aquí y allá versos de algunos poetas para escribir las letras de sus canciones. Pero Bunbury no se conformaba con copiar a oscuros poetastros de tugurio, ¡pues bueno es Enrique Bunbury! Bunbury ha fusilado entre otros a Leonard Cohen, Charles Bukowski, Fernando Arrabal, Sánchez Dragó, Benítez Reyes, Frida Khalo, Carver, Blas de Otero, Michel Houellebecq, Gabriel Celaya, Nicanor Parra, Antonio Gamoneda, Pedro Casariego, Haruki Murakami o Benedetti. ¡Tócate los huevos! Preguntado por el asunto, el bueno de Enrique ha declarado que: “No es plagio ni es nada. Es lo que hacemos los escritores en todos los ámbitos: recoger frases de la calle, de los periódicos, de los bares y, por supuesto, de los poetas. La acusación es una chorrada. Y si no que le pregunten a Dylan”.

Esta defensa no es más que una prueba de la demencia arrogante del individuo Bunbury que, pillado en falta, se excusa comparándose con Dylan.

He buscado sin suerte una cita de Groucho Marx en la que pide disculpas a los lectores de su libro si no está del todo bien redactado. Viene a decir que más vale que el texto sea malo, pero suyo y sincero, antes que recurrir a un “negro” para que se lo escriba. Yo jamás he escrito algo que no sea mío sin citarlo. Por eso todo lo que escribo es tan malo.

Ahora, todo hay que decirlo, Bunbury lee, cosa que le honra.

sábado, 20 de junio de 2020

Performance


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En 1982 asistí a una performance. Fue en un aula de la Facultad de Bellas Artes. Un alumno de quinto apareció con la pertinente bata roñosa que nos servía de uniforme y extendió por encima de la pizarra un papel blanco de unos dos metros de alto por seis de ancho. Después, dejó en el suelo unos cuantos botes de pintura acrílica de diferentes colores e hizo una señal para que alguien apagara las luces. Se encendió entonces un proyector que comenzó a bombardear diapositivas inconexas sobre el papel. El alumno pegaba brochazos azarosos sobre las imágenes al tiempo que pitaba con un silbato que llevaba en la boca. Pasado un tiempo, que a mí se me hizo eterno, el alumno dio por terminada su obra. Se apagó el proyector, dejó de pitar y se encendieron las luces. El artista de quinto, ceremonioso, sacó un mechero del bolsillo de la bata y le pegó fuego al papel para regocijo la mayoría de los presentes y pavor de los cobardes como yo que tosíamos y contemplábamos como única salida la ventana de un segundo piso. Cuando el fuego remitió, el alumno de quinto metió en una cajita de cartón unas cuantas cenizas y firmó en la tapa con un pincel fino. Me dijeron que había sacado un sobresaliente. Yo pensé que el mago de tercera que se sacaba pañuelos de la manga en la comunión de mi hermana poseía un talento renacentista al lado de semejante mierdas.

Me voy a permitir una cita larguísima del libro de Robert Crumb “Recuerdos y opiniones”.

“En mis primeras viñetas tales como Fritz Bugs Out me solía mofar del universitario seudo-kerouquiano (......), el clásico chaval con jersey negro de cuello alto que se las daba de enrollado mundano y errático que ligaba con niñatas románticas de buena familia. En verdad me amargaba constatar hasta qué punto ese rol podía llegar a funcionar. Sabía sin sombra de duda que yo era un artista mucho más interesante que un pintor expresionista que conocía en Cleveland, que no pintaba más que lienzos grandes de dos metros y medio y cuyas obras eran sólo cagadas infectas… ¡lo peor! Pero era un individuo bello, aristado y robusto que se tocaba con esta enorme bufanda sobre un suéter ajado. El tío se quedaba contemplando su lodazal de pinturas mientras las tías le traían cafés. Había siempre jóvenes atractivas pendulando por el estudio y tratando de llamar la atención de este individuo con un aura de capa y espada que resultaba tremendamente exitosa entre las mujeres. Su ‘arte’ era lo de menos”.

Crumb habla de los años cincuenta. Estamos en 2020 y seguimos en las mismas. Si acaso, aquellos “artistas” tenían la deferencia de mancharse las mangas del jersey. Los guapitos de ahora encargan sus mecanismos a otros mientras se castigan los abdominales en el gimnasio. Conozco a uno que se hizo construir un globo meteorológico en el que pretendía poner en órbita un Pokémon. No pasó de los tejados de Burgos antes de que el globo se congelara y la obra de arte se cayera por su propio peso. Ahora, eso sí, la crítica y los idiotas adoran a estos timadores subvencionados, sanos y encantadores que, además, follan sin parar.

Será envidia. 

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Mi suegra nos regaló uno de esos chismes a los que hablas y te cuentan un chiste, te sintonizan una emisora de radio o te buscan una canción entre otras opciones que desconozco porque me la peta. La verdad es que el artefacto me ha venido muy bien estos días de reclusión en casa, sobre todo para escuchar música mientras cocinaba. Pero como estos robots espía me caen muy mal, aunque tengan una voz femenina tan dulce, he encontrado la manera de divertirme con ellos. Al mío lo puteo sobremanera. He decidido que mi robot se acoja a la corrección política, de manera que le hablo como si fuera un gangoso con frenillo. Le digo: “Okeys Goodgled, pondme dumbas de Pedet”, ¡y va el cabdón y me las podne! ¡Hay que ver lo rápido que aprenden los animalitos!

(Esta mañana, antes de escribir esta chorrada, le he preguntado a Ana que cómo se llaman estos artilugios. “OK Google”, me ha respondido, y el aparatejo ha entendido que se le hablaba a él y se ha quedado esperando una orden. Le he dicho a Ana “¡Ves lo que has hecho!”, y entonces el robot me ha respondido: “Todavía no puedo ver. Lo intentaré en el futuro”. ¿Acojona o no?).

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Hay que ser honrados.



domingo, 14 de junio de 2020

Ortografía e Iglesia


14/06/2020


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Me senté a comer después de una mañana de trabajo sabatino. Mi hijo veía las noticias en un telediario nacional. Esperaba la sección de deportes para regodearse con el empate que consiguió nuestro Levante U.D. en el último minuto y en campo choto. Estos empates in extremis dan mucho gusto, más si es contra el Valencia C.F., ese equipete de paletos con pretensiones. La presentadora hablaba del maldito virus y dio paso a una conexión. Yo no me preocupé de lo que se decía desde el hospital porque me aplicaba en devorar sin masticar una berenjena asada. Y entonces ocurrió el milagro: la locutora se disculpó por una falta de ortografía en el rótulo que acompañaba a la noticia. “La palabra ‘cirugía` -dijo- no se escribe con jota, sino con ge, disculpen la errata”. Todavía no salgo de mi asombro. Los telediarios, ya largos de por sí, no se acabarían nunca si los presentadores tuvieran que interrumpirlos cada vez que se comete una falta de ortografía en los sobreimpresionados. Esta presentadora es sin duda una revolucionaria y una rara avis en su gremio. Sólo así se explica su coraje al enfrentarse públicamente a una sociedad que no permite este tipo de correcciones. ¿Cómo se le ocurre corregir a ese pobre becario que a saber qué vida ha llevado en su minúsculo pisito de la periferia? Es una clasista de mierda. Yo hace tiempo que decidí pedir perdón cuando apunto una incorrección gramatical, y siempre lo hago dentro del ámbito docente, amistoso o de cercanía familiar, no vaya a ser que me insulten y me calcen una hostia por pedante y por facha. Aunque, para qué negarlo, siempre siento un cosquilleo de placer en las glándulas de Cowper cuando descubro una falta. Y no es por engreimiento, sino por saberme del lado revolucionario, en el pequeño reducto de los letraheridos, de los pocos defensores de una causa justa, aun a sabiendas de que me moriré sin poner una coma en el lugar adecuado.

Los sectarios de esta lucha ya somos casi ancianos. La presentadora del telediario es todavía una mujer joven. Ojalá haya más como ella, aunque tengan que sacrificar su carrera en las trincheras contraculturales.

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Todos los años, por estas fechas, la Iglesia católica lanza una carísima campaña publicitaria en la prensa, la radio y la televisión para captar dinero. Se acerca el momento de cumplimentar la declaración de la renta y les entra el tembleque. Necesitan mucho dinero para, entre otras cosas, seguir contratando semejantes campañas. El problema de estas campañas es que yerran el tiro. No atienden a su público objetivo: los jugadores de rol y de videojuegos. Desde que el Papa Juan XXIII montó el Concilio Vaticano II la Iglesia no ha hecho más que precipitarse en un pozo de tibieza moral y fealdad corporativa. La liturgia da asco cuando se bendice el pan de molde y el vino de brik a ritmo de electro latino. ¿Dónde quedaron los autos de fe? ¿Dónde los brazos incorruptos y los estigmas? ¿Dónde los exorcistas y sus hisopos? Están perdiendo a las nuevas generaciones. Satán, como siempre, se lo monta mejor. Por lo menos en sus rituales todavía se encienden velones y no esas ridículas bombillas que, además, te cuestan un euro. O reculan o se quedan sin feligreses. Ya no convencen ni a los indígenas de la hucha.

jueves, 11 de junio de 2020

Mi amigo


11/06/2020 Con mascarilla, pero de un lado a otro.

Conozco a mi amigo desde que teníamos seis años. Ahora tenemos cincuenta más. Ya nos odiábamos cuando nuestras madres nos enjabonaban en la misma bañera. Imaginad la de amor que ha hecho falta para contrarrestar tantos años de bilis.

Mi amigo es más trastero que yo. Hablamos de un Diógenes severo, pero con clase. Yo sólo recojo de mi entorno cercano, pero él, que no tiene hijos y es viajero, acumula objetos de muy diversas procedencias, muchos de ellos bastante valiosos. Por lo demás, mi amigo es un tipo de costumbres extremadamente austeras, casi monacales.

El caso es que mi amigo ha de hacer mudanza. Esta mañana me la he tomado libre y hemos estado de inventario. O, mejor dicho, hemos tratado de hacer inventario. Cuando nos hemos dado cuenta de lo ingente de la tarea, nos ha entrado algo parecido a un Síndrome de Stendhal de chamarileros y nos hemos bajado a tomar un té. Algo menos mareados y superada la flojera le he sugerido que se compre adhesivitos de colores y que los vaya pegando en los objetos que quiere conservar, en los que vendería y en los que prefiere abandonar. No es una tarea fácil. Sólo los libros y los discos requieren de un par de días de trabajo. Los muebles y los cuadros parece que darán menos faena. En cuanto a los trastos en general, cuya enumeración me llevaría unas cuantas páginas, prefiero no caer en el desánimo. Yo no sabría qué hacer en su situación. Está claro que hay personas que tiran y otras que recogen. Yo no puedo decirle a nadie que tire algo. Va contra mi naturaleza… me enferma. Más cuando todos los objetos se asocian con un recuerdo concreto, un momento único. Me niego a prescindir de mis objetos queridos. No sé viajar ligero de equipaje. Cada uno tiene sus “cadaunadas”, que decía mi padre.

Mi amigo no ha encontrado un nuevo alojamiento, al menos de momento. Tiene un lugar muy pequeño donde vivir hasta que lo encuentre. Su vida resumida en libros, discos, cuadros y objetos quedará almacenada en un espacio muchísimo mayor del que él necesita para vivir. ¿Pero, hay algo de malo en eso?



martes, 9 de junio de 2020

Hay momentos


09/06/2020

Hay momentos, cumplida cierta edad, en los que con suerte has vivido lo tuyo, tanto para lo bueno como para lo malo. Yo a veces me siento así. Escribo, planto árboles y he tenido hijos. Lo de los árboles hasta me ha salido bien. Así que los “clásicos” ya los puedo tachar.

 Da la impresión de que la capacidad de sorpresa tiene caducidad.

He vivido experiencias confesables e inconfesables. Estas últimas no me las callo por pudor, sino por no molestar. La vida, encima, me ha tratado bien. Tengo un físico imponente -soy guapo a rabiar-, los médicos y sus alquimias me mantienen aparentemente vivo y bebo y devoro como un sultán. Pero, sobre todo, me siento más querido que rechazado. En resumen, mi vida navega en ese dulce vaivén del oleaje en calma. Y si de vez en cuando amenaza tempestad y zozobra es porque hay mucho gilipollas. Aunque también he aprendido a lidiar con ellos. Todo parece estar en orden.

La curiosidad sobre el porvenir sigue ahí, aunque no tanto por lo que me pueda ocurrir a mí como sobre lo que hagan o hayan hecho otros. Quizá tenga algo que ver con que no me entusiasme viajar, por lo que mis intereses se circunscriben a mi entorno y, ocasionalmente, a trayectos cortos por internet. Vamos, que si me desplazo es a tiro fijo para ver, tocar o escuchar tal o cual pieza, lo que me permite mucho tiempo para deambular sin guía, que de eso se trata cuando uno se toma la tremenda molestia de viajar.

Por encima de todo me interesa el arte. Pero no aquellos artistas que creen que han inventado la rueda porque abren una puerta con un sensor o te ponen cara de chimpancé en una app. Prefiero de lejos las puertas giratorias de Correos (podría pasarme horas mareadillo) o la galería de espejos deformantes del parque de atracciones. Cuando hablo de arte hablo de descubrimiento, desconcierto y emoción, no de bolas de caspa con microchip en los hombros de un batín cosido con fibra óptica y tufillo a alcanfor. La tecnología es bella cuando no tiene pretensiones artísticas., cuando no es más que una herramienta: cuando es ingeniería. Cuando pretende ser transcendente reniega de su propia condición, que no es otra que ser efímera. Es como escribir un poema con agua en una servilleta de papel (aunque esto mola, para qué engañarnos).  

Y después del rollo, la conclusión obvia: ¡la de músicas, libros, pinturas, películas o arquitecturas, ya creadas o por hacer, que me quedan por descubrir! Y la de conversaciones con amigos -escupiéndonos perdigones a la cara sin miedo -. El verano pasado me embelesó Beethoven, un músico jipi que apunta maneras, y ahora mismo ando enganchado a un vodevil que se titula “La montaña mágica” y que me divierte todas las noches.

P.D.1: Quienes me conocen -entre otros tú, mi querido lector- saben que mi pretendida decadencia no es más que dandismo. Soy un yonqui y me gusta saber de todo. Pero es que me cuesta encontrar algo nuevo que me emocione más que sus referentes.

P.D.2: Los alumnos de tercero de este año han presentado sus proyectos esta mañana. El virus nos ha obligado a que lo hicieran por teleconferencia. Sus presentaciones han sido impecables. Lo dejo escrito para el recuerdo.


sábado, 6 de junio de 2020

Aliento


06-05-2020 Muchos días ya.

Los aromas y los sabores nos traen recuerdos. Yo recuerdo vívidamente el aliento del cura que me confesaba en el cole. Como era un colegio laico y no había capilla, nos confesaba sentado en una silla mientras los niños nos postrábamos de hinojos como a punto de hacerle una felación. “Ave María Purísima”, nos decía, y nosotros contestábamos “Sin pescado en la cocina”. Entonces le contábamos lo de siempre, que si he mordido en el lóbulo a Abelardo “Tío Petardo”, que si he amenazado a mis padres con un cuchillo jamonero, que si me he pajeado pensando en el profesor de Química… Vamos, lo de siempre. Y cuando terminábamos de soltar toda esa sarta de insensateces, el Padre acercaba su orondo careto al nuestro y nos imponía la penitencia: “Mil Padrenuestros, doscientos Credos y otros tantos Avemarías. Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti Amén”, al tiempo que expelía su hálito mefítico en nuestras napias. Se trataba de un hedor contradictorio, entre acre y dulzón, una mezcla repugnante de café con leche, brandy y tabaco negro sin filtro. Nunca lo olvidaré.

En estos días de paseo con mascarilla imagino al Pater inhalando su propio aliento y cayendo redondo en la acera. Con lo fácil que hubiera sido comprarse un colutorio.



Estafermo

Si llega el pasmo senil me reventaré la cabeza con una escopeta. Entonces consentiré que me expongan en el ataúd. Quiero que sustituyan mi c...