sábado, 1 de junio de 2024

Estafermo


Si llega el pasmo senil me reventaré la cabeza con una escopeta. Entonces consentiré que me expongan en el ataúd. Quiero que sustituyan mi cabeza por la de un maniquí. Peluca cana, si todavía conservo el pelo. Ojos de cristal, uno naranja y el otro fucsia. Grandes orejas de goma. Y barba luenga pelirroja.

sábado, 9 de diciembre de 2023

Formentera 1999

Advertencia. Contenido adulto: lenguaje soez, desnudez, drogas, racismo, machismo, niños manipulados, violencia.

Formentera era el puto paraíso. Ana y yo hacía muchos años que viajábamos a la isla para pasar un par de semanas a finales de agosto y principios de septiembre. Se trataba de un verdadero viaje. El “Punta Pedrera”, el viejo barco que zarpaba del puerto de Valencia rumbo a la pequeña isla, nunca navegó bien. Me contó mi amigo Eugenio que cuando lo botaron se escoró y cayó de panza a babor. Eugenio trabajaba en el astillero. Hubo que lastrar al barco con toneladas de hierro a estribor para enderezarlo, pero nunca navegó ligero por culpa del sobrepeso. Así, el “Punta Pedrera” surcaba perezoso el Mediterráneo, de manera que la travesía bien podía durar entre diez o trece horas, dependiendo del estado de la mar. Cuando hacía malo y las olas lo batían, hacía gala de su cojera congénita y muchos pasajeros se ponían verdes y echaban por la borda su primera papilla. Se trataba de un hermoso espectáculo tragicómico, porque  algunos se agarrotaban en posiciones expresionistas, como las víctimas del Etna, mientras rogaban al Señor que se los llevase pronto.

Pasaron los años y tuvimos hijos. En 1999 embarcamos con los dos para que viviesen unos días en el puto paraíso. Marina tenía tres años. Antonio, uno. El “Punta Pedrera” tosía y esputaba escoria negra por la chimenea. Pronto se jubilaría. Pero navegó seguro y pocas millas antes de arribar ya olimos el olor a higuera y a pino de la costa de Formentera.

Bajamos a tierra al atardecer. Todavía teníamos tiempo para acercarnos a la calita y pegarnos un baño. No había nadie en la calita. Nos desnudamos y nadamos. Ana llevaba al niño en brazos. Yo saqué algunas fotos con mi Contax.

Dormíamos en una habitación de una construcción blanca de un piso. La fachada principal se orientaba hacia el mar y las laterales y la trasera se abrían a la pinada. De la recepción y la limpieza se encargaban los empleados de un hotel que estaba a unos cincuenta metros. Teníamos una llave de la cerradura de la habitación, pero no había puerta de entrada al edificio. Compartíamos el baño con las otras cinco habitaciones. Por las noches, cuando teníamos ganas de mear, salíamos por la ventana del cuarto y hacíamos pis en la pinada. Por la mañana nos acercábamos a desayunar al hotel. Nunca cerrábamos la ventana. Aún no había italianos de los que preocuparse.

Una de las habitaciones la ocupaba un negro viejo y corpulento que no paraba de cantar. Lo hacía muy bien. Una vez abrí la puerta del baño porque me cagaba y vi al negro duchándose. El viejo negro hacía honor al tópico de su raza.

Nos tomamos unos vinos blancos al atardecer. Los niños se soportaban mejor con un leve sopor alcohólico. Después, nos dio pereza movernos en bici por la noche, con los niños sentados en sus sillitas e iluminando la carretera con las dinamos. Las travesías por mar y el vino aturden y quizá pudiéramos hacer eses. Así que cenamos en el hotel. El pez, recién pescado con arpón en su roca, sabía a felicidad y lo homenajeamos como merecía. Dejamos caer en la arena algunas escamas rojas y tostadas para que se las comieran las lagartijas. Las lagartijas eran verdes y azules, muy confiadas. Trazaban dibujos sobre la arena con sus rabos y sus patitas, como cremalleras o puntos de sutura. Un gorrión se acercó a saltitos y se comió a una de ellas. Un gato se comió al gorrión.

Me pedí un coñac del malo, porque es el que me gusta, y me fumé un porro. Las olas arrullaban. La niña pedía cuentos. Le prometí que se los contaría en la pinada, en cuanto regresásemos a la habitación. El niño dormía. Pero entonces empezaron a tocar los músicos. Lo hacían muy bien, jazz suave pero no demasiado meloso. Batería, bajo y guitarra. Nuestro vecino negro mareaba su cabeza al descompás un par de mesas más allá. Y de pronto el guitarra le invitó a participar y le cedió su instrumento con una reverencia. Versionó a Bob Marley con cadencia de soul. Nunca me he sentido mejor en toda mi puta vida.

El cuento que le conté a mi niña hablaba de la amistad entre una lagartija y un ratón. El ratón se sentía profundamente atraído por la lagartija, pero ella no accedía a sus requiebros amorosos. Se querían, pero no había manera de que congeniasen la sangre fría y la caliente. Es lo normal. Al final se las comía un gato.

Por la mañana coincidimos con una pareja de amigos. Todos desnudos, como es lógico. No hay nada más incómodo que vestir ropa mojada. Buceamos. Mi amigo se adornó la cabeza con una enorme estrella de mar. Yo, con un pulpo. Ellas se colgaron conchas de los pezones. Nos hicimos fotos.

Años después...

Dejamos de ir a la isla. Como dijo aquel: “no regreses a los lugares donde fuiste feliz, puto hippie”. 

miércoles, 2 de noviembre de 2022

Una mañana casi perfecta

 

El Cabanyal, Valencia, 31 de octubre de 2022, unos 22 o 23 grados, puente de Todos los Santos.

Lunes festivo. ¿Existe algo mejor? Me levanto tarde, a eso de las ocho y media, y me lo tomo con calma. Desayuno mis pastillas, evacuo y salgo de paseo con la perrita, que también hace lo propio (evacuar, no le dejo que tome pastillas sin mi supervisión). Visto unas elegantes bermudas que, como sea que son mi uniforme habitual en la cocina, lucen extensos lamparones de sofrito. Parecen de camuflaje. Me cubro el tronco con una camiseta negra escasa de lustre y bastante escotada por el decaimiento. Calzado cómodo para el paseo: pinkies y manoletinas.

Regreso a casa y obro de nuevo. En esto de soltar lastre soy de podio. Más desde que me extirparon algunas tripas que, dicho sea de paso, nunca me devolvieron. Poco les hubiera costado meterlas en un túper y dármelas para que las exhibiese, las churruscase a la brasa o, simplemente, las enterrase en el jardín. Cierto es que los médico me salvaron la vida, pero les faltó tacto en este asunto.

Salgo de nuevo a la calle, esta vez sin la perrita. Me encuentro una pequeña cama elástica circular junto al contenedor de residuos orgánicos, pero, cuando voy a trincarla, se manifiestan desde la nada cinco adolescentes imberbes que me la arrebatan y cruzan la calle. Los veo aparecer y desaparecer a saltitos por encima de los techos de los coches aparcados junto a la acera de enfrente. Se burlan un poco de mí, pero no me importa porque entiendo que he perdido reflejos y que he de dar paso a estas nuevas generaciones de chamarileros de poca monta. Enfilo la Calle de la Reina hacia La Batisfera, una de mis librerías de referencia. Nacho me ha escrito y dice que nuestro libro, inesperadamente,  gusta. Decido celebrarlo dejándome la friolera de menos de catorce o quince euros en libros. Y, si me sobra, me tomaré un vino blanco en una terracita. Brilla un sol limpio que no hace sudar. Los azulejos de mi barrio refulgen. Llego a la librería y la cosa se me va de las manos. Compro un bellísimo libro de Robert Frank con fotografías del Cabanyal de cuando el hombre anduvo por aquí el verano de 1952. También recupero dos libros de Eduardo Mendoza, que tuve en su momento y que intuyo en las estanterías de un buen amigo hijo de la gran puta. Tiro a pagar y veo en el mostrador una edición muy bonita de un relatito de Chirbes que adquiero por adicción. El demoniete que se posa sobre mi hombro izquierdo me dice que me lo merezco y que de aquí nada será mi cumpleaños, que estos libros no son más que un regalo anticipado. Le meto una hostia de revés al ángel que me sermonea desde el hombro derecho y camino hacia el mar. Cruzo por las Casitas Rosas como trabajo de campo. Por fortuna todo sigue igual de aristocrático, como requiere la estirpe y la endogamia. No entiendo porqué hay que elegir entre puros y bastardos, sobre todo porque no cabe una elección entre lo que existe y lo que no. Tampoco es el momento de diatribas. Pero, en cualquier caso, hoy no me importa que sea así.

 El mar nunca me defrauda, incluso cuando alguna vez me ha asustado mucho. Hoy estaba amable, plateado y quieto. Me entran ganas de hacerme un selfie con un crucero de fondo de unos quince pisos de altura y un calado abisal, como el de un iceberg. Hay gente que pasea, la justa para no molestar. Apoyo la espalda en el murete del paseo marítimo y entierro mis pies en la arena tibia, desprecinto el libro de fotografías y lo ojeo. Ni una pizca de brisa a un día de noviembre, los pies calentitos, me adormilo. Mis párpados filtran la luz del cielo, de ese azul limpio y apretado que sólo se ve aquí, y lo tiñen de un bermellón licuado. Sopor de duermevela.

Mi alcoholismo vence a la racanería y me siento en la terraza de un bar que no conozco. Cuando caigo en la cuenta de que la parroquia no es del lugar me cago en todo. El barrio se ha gentrificado (o así dicen) y en este garito nadie habla en cristiano. Todos andan preocupados de la wifi y de mirar la pantalla del Mac. Son rubios y gastan coleta o rastas. Estos pijos tienen la culpa de que todo sea más caro. Supongo que Robert Frank llamaría más la atención en 1952. Me resigno y leo un capítulo del libro de Chirbes mientras me empujo un vino blanco que, todo hay que decirlo, es bueno, está fresco y colma la copa.

Vuelvo a casa arrastrando los pies. Callejeo por donde me gusta y pienso que la mañana hubiera sido perfecta si no me hubieran cobrado 3 euracos por la copa de vino blanco. Puta gentrificación. Puta wifi.

domingo, 11 de septiembre de 2022

Diario en pantalón corto


Lunes 1 de agosto de 2022

Llegamos a Altea el viernes a última hora de la tarde. Pese a los augures, no hubo problemas de tránsito. Descargamos el coche y pusimos algo de orden en las casas. Yo sustituí mi plato para vinilos y mi reproductor de cds por otros menos antiguos y de mejor calidad. También instalé una radio nueva que conecté al amplificador, el único elemento de la cadena antigua que mantuve. No funcionó nada. En absoluto. Todo regalado con la mejor voluntad por Alberto, por si sirve el dato. Como sudaba como un pollo de granja intensiva, lo dejé estar para el día siguiente y, resignado, tuve que cocinar conectado a Spotify.

Por la noche, después de cenar, agradecí que hubiera cucarachas en la casa de al lado (tengo dos casas porque no soporto la compañía). Creo que maté unas seis o siete. Soy animalero -que no animalista-  y no mato ni a los mosquitos. Para eso cuento con las salamanquesas a las que dejo encendida la luz toda la noche para que cacen. Pero las cucarachas son odiosas. Me gusta salir de expedición cinegética y sentir esa sensación primitiva de acecho, asedio y ejecución. Las cucarachas son listas, valientes, veloces y flexibles. Pero yo me pertrecho de flit y zapatilla y no soy menos arrojado. De manera que camino en silencio, descalzo, a pasitos cortos como las salamanquesas, y voy encendiendo y apagando las luces de la casa a medida que avanzo. Y cuando tengo una a tiro le atizo un zapatillazo. Si por una de esas escapa, la rocío de insecticida y veo como huye borracha hasta que se detiene agonizante. Las cucarachas agonizan mucho, quiero decir que tras el zapatillazo, el veneno o ambas cosas, todavía mueven sus patitas y sus antenas durante horas. Deben sufrir horrores. Y yo las dejo sufrir.

El sábado compramos una mesita para la piscina, una macetita y encargamos un par de tumbonas con loneta a rayas de esas que salen en “Muerte en Venecia”.  Después, me puse a podar, me clavé varias espinas que se me infectaron y sudé como un pollo de granja intensiva.

Por la noche no cacé cucarachas, porque la peluquera de mi suegra -que es una cortarrollos- le dijo que hay un método mucho más eficaz, inocuo y  que las mata sin intervención humana. Se trata de un líquido que les apetece mucho. Dejas caer algunas gotitas en los lugares que frecuentan y se lo llevan solidarias a su nido, donde envenenan al resto de la colonia. Una sola gotita puede acabar con cincuenta cucarachas. Y va y funciona. Se acabó la diversión. Por cierto, las cucarachas en portugués se llaman baratas. Me encanta el portugués.

El domingo limpié un par de lámparas, pinte algún desconchado, colgué la hamaca e hice un crucigrama. Y cogí otitis.

Por las noches me acuesto muy cansado y me cuesta concentrarme en la lectura. Releo ejemplares del “Reader’s Digest”. Ahora estoy con uno de octubre de 1961. Me divierte ver que no acertaron ni una. Pero, sin embargo, la publicidad era muy moderna en sus formas y arriesgada en sus contenidos. Acabo de disfrutar de un anuncio en el que dos tipos vestidos de smoking dejan a sus esposas en segundo plano, detrás de una cortina y desenfocadas, mientras comentan: “Ahora es el momento de fumar un Camel”. Debajo, un lema: “El mejor tabaco hace… la mejor fumada”. Magnífico.

Esta mañana, harto de sudar, me he cortado el pelo al cero coma cinco. Ibrad, mi peluquero -a quien todo el mundo conoce por Dani porque heredó la peluquería con ese nombre- me ha cobrado siete euros por aliviarme el moño y repasarme las cejas. Dice que igual se coge vacaciones en enero, porque le duelen el cuello y los brazos.

Tras ingentes trabajos manuales, me he pegado un baño. Todavía no le he quitado las etiquetas al bañador nuevo. Que cada uno concluya.

He retomado la lectura de “Una historia de las imágenes” de David Hockney y Martin Gayford. Lo estoy gozando. Hay reproducciones tan bellas que me asfixian. Me han inspirado tanto que creo que voy a intentar utilizar el pantógrafo del XIX que tengo arrumbado en las estanterías.

He oído en la radio que el gobierno quiere calificar a los animales como “sintientes”. No puedo estar más de acuerdo, excepto con las baratas. Lo que me choca es que van a prohibir los espectáculos circenses con animales, pero no las corridas de toros ni las fiestas populares en las que los paletos torturan sin cuento. Yo, si pudiera, cambiaría mis hábitos cinegéticos y les pegaría zapatillazos y envenenaría a los paletos antes que a las cucarachas. Y, si no se muriesen de golpe, los dejaría sufrir. Mucho.

Martes 2 de agosto

Ayer, al atardecer, regué el jardín. Si tienes más de cinco metros de manguera es que eres rico. Vi libélulas.

Después restauré el viejo tocadiscos y escuché música clásica: Bowie y el “Rock n’ Roll Animal” de Lou Reed. Y, hablando de animales, vuelan por aquí unos pájaros medianos con el pecho rojo y cresta. Son muy bonitos. Por lo que me cuentan mis compueblerinos, son una especie tropical e invasiva. También las cucarachas grandes y agresivas llegaron de América. Las de aquí eran pequeñitas, negras y hasta bonitas. En mi casa no hubo cucarachas hasta que llegaron los vecinos. Los vecinos también son invasivos. Los seres humanos se dividen en personas y vecinos. Con los vecinos pesados hay que ser inclemente.

No me gusta la Coca-Cola. Me da angustia. No creo haberme bebido más de cinco o seis en toda mi vida, y tres de ellas, con ron.

Hoy han llegado mi madre y mi padre. Mi madre quiere pasear por lugares que ya no existen y saludar a personas que han muerto.

No me he cambiado de ropa desde que llegué.

Me he bañado desnudo en la piscina. Mi madre me ha visto el culo y se lo ha comentado a mi padre.

-        Le he visto el culo a Antonio.

-        ¿Y cuál es el problema? -le ha contestado mi padre-. Se lo limpiabas cuando era pequeñito.

-        Pues a ver si se da la vuelta y veo si le ha crecido lo otro.

Miércoles 3

Es como cuando en el colegio te obligaban a copiar cien veces la falta que habías cometido. Así es lo que vivo con mi madre todo el rato, sin parar, incluso ahora mientras escribo. Además mi madre, como yo cuando me castigaban, lo hace de mal humor. De muy mal humor. Es como la mal denominada “Tortura de la gota malaya” (en realidad, era una bota). Infinitas gotas, una tras otra. Bucles sinfín.

1-     ¿Qué hago ahora?

Nada, mamá.

2-     ¿Qué hago ahora?

Nada, mamá.

3-     ¿Qué hago ahora?

Nada, mamá.

4-     ¿Qué hago ahora?

Nada, mamá.

5-     ¿Qué hago ahora?

Nada, mamá.

6-     ¿Qué hago ahora?

Nada, mamá.

7-     ¿Qué hago ahora?

Nada, mamá.

8-     ¿Qué hago ahora?

Nada, mamá.

9-     ¿Qué hago ahora?

Nada, mamá.

10-  ¿Qué hago ahora?

Nada, mamá.

 

1-     ¿Y mis gafas?

En tu habitación, mamá.

2-     ¿Y mis gafas?

En tu habitación, mamá.

3-     ¿Y mis gafas?

En tu habitación, mamá.

4-     ¿Y mis gafas?

En tu habitación, mamá.

5-     ¿Y mis gafas?

En tu habitación, mamá.

6-     ¿Y mis gafas?

En tu habitación, mamá.

7-     ¿Y mis gafas?

En tu habitación, mamá.

8-     ¿Y mis gafas?

En tu habitación, mamá.

9-     ¿Y mis gafas?

En tu habitación, mamá.

10-  ¿Y mis gafas?

En tu habitación, mamá.

 

1-     ¿Qué hago ahora?

Nada, mamá.

2-     ¿Qué hago ahora?

Nada, mamá.

3-     ¿Qué hago ahora?

Nada, mamá.

4-     ¿Qué hago ahora?

Nada, mamá.

5-     ¿Qué hago ahora?

Nada, mamá.

6-     ¿Qué hago ahora?

Nada, mamá.

7-     ¿Qué hago ahora?

Nada, mamá.

8-     ¿Qué hago ahora?

Nada, mamá.

9-     ¿Qué hago ahora?

Nada, mamá.

10-  ¿Qué hago ahora?

Nada, mamá.

 

1-     Me voy a hacer la cena.

Ya la hago yo mamá. Son las cuatro de la tarde. Hay tiempo.

2-     Me voy a hacer la cena.

Ya la hago yo mamá. Son las cuatro de la tarde. Hay tiempo.

3-     Me voy a hacer la cena.

Ya la hago yo mamá. Son las cuatro de la tarde. Hay tiempo.

4-     Me voy a hacer la cena.

Ya la hago yo mamá. Son las cuatro de la tarde. Hay tiempo.

5-     Me voy a hacer la cena.

Ya la hago yo mamá. Son las cuatro de la tarde. Hay tiempo.

6-     Me voy a hacer la cena.

Ya la hago yo mamá. Son las cuatro de la tarde. Hay tiempo.

7-     Me voy a hacer la cena.

Ya la hago yo mamá. Son las cuatro de la tarde. Hay tiempo.

8-     Me voy a hacer la cena.

Ya la hago yo mamá. Son las cuatro de la tarde. Hay tiempo.

9-     Me voy a hacer la cena.

Ya la hago yo mamá. Son las cuatro de la tarde. Hay tiempo.

10-  Me voy a hacer la cena.

Ya la hago yo mamá. Son las cuatro de la tarde. Hay tiempo.

 

1-     ¿Qué hago ahora?

Nada, mamá.

2-     ¿Qué hago ahora?

Nada, mamá.

3-     ¿Qué hago ahora?

Nada, mamá.

4-     ¿Qué hago ahora?

Nada, mamá.

5-     ¿Qué hago ahora?

Nada, mamá.

6-     ¿Qué hago ahora?

Nada, mamá.

7-     ¿Qué hago ahora?

Nada, mamá.

8-     ¿Qué hago ahora?

Nada, mamá.

9-     ¿Qué hago ahora?

Nada, mamá.

10-  ¿Qué hago ahora?

Nada, mamá.

Y así hasta los confines del universo.

A mi madre nadie le explicó que a veces no pasa nada por no hacer nada. La pobre no ha parado nunca y no sabe cómo hacerlo. Tampoco ahora está bien vista la inactividad. Incluso en los momentos de ocio no conviene estar quieto porque queda mal. Hay que bailar swing, petardear en moto de agua o salir en pandilla a caminar hasta Santiago de Compostela. Los que petardean en moto de agua son muy hijos de puta. Los que petardean en moto de agua son los más hijos de puta.

Todo sea por no estar quieto y no leer, no vaya a ser que aprendan algo y se debiliten.

A mí, como decía Berlanga, el ocio no me deprime. Me cuesta rascarme la huevera a dos manos, pero tampoco me siento demasiado culpable cuando lo hago.

No nos traen las tumbonas de loneta. Debí sospechar del nombre de la empresa de reparto: TimoSA.

Jueves 4

-        ¿Qué harás mañana?

-        Estar aquí.

-        ¿Qué harás mañana?

-        Descansar.

-        ¿Qué harás mañana?

-        Seguir de vacaciones.

-        ¿Estás de vacaciones?

-        Sí.

-        ¿Cómo ha quedado el Castellón?

-        Creo que ha ganado.

Mi padre sale a pasear y Ana hace la compra. Y mi madre y yo hablamos. Es fácil abstraerse porque son conversaciones sencillas. Así que por las mañanas, como no puedo dejarla sola, leo mucho. En tres días me he ventilado doscientas quince páginas del libro de Hockney. También es verdad que trae muchas estampitas. Es un bonito libro, como dejé escrito por ahí arriba.

No puedo cocinar con sal ni con azúcar ni con grasa de ningún tipo, incluido el aceite. No es fácil, pero mis padres comen como si no hubiera un mañana. Se ve que les gusta. En Valencia comen muy poco y no varían el régimen. Aquí me las ingenio para que el pescado blanco y las verduritas no queden demasiado sosos. Es triste. No sé porqué pienso que es comida de belgas. Igual los belgas comen muy bien, pero yo relaciono Bélgica con la verdura hervida y con cadáveres enterrados en los sótanos.

-        ¿Cuándo salimos a cenar?

-        Mañana por la noche.

-        ¿Y cuándo vamos a ver a la tía Carmen?

-        Un día de estos.

-        ¿Cuándo salimos a cenar?

-        Un día de estos.

-        ¿Y cuándo vamos a ver a la tía Carmen?

-        Creo que el Castellón.

A veces me lío con tanta letanía.

Por las noches me baño en la piscina antes de acostarme. Proyecto sombras chinescas sobre las teselas y mi pene parece enorme. Y en estas me entretengo. La sal de mi vida.

Finalmente, han traído las tumbonas. He tenido que montarlas. Mi madre se ha empeñado en dirigir la maniobra. Me ha vuelto loco. Me ha vuelto loco. Me ha vuelto loco. Me ha vuelto loco. Me ha vuelto loco. Me ha vuelto loco. Me ha vuelto loco. Me ha vuelto loco.

No conozco a ningún belga.

Viernes 5

Acabo de recordarlo. No sé cómo lo había olvidado. Sí que conozco a un belga. Es neonazi. Es el dueño de un restaurante con vistas a la bahía. Hacía por encargo un cous-cous exquisito. Tuve que elegir entre tratar con un gordo, gilipollas y rapado, que nunca se adaptó a la mediterraneidad -aun habiendo estudiado aquí la EGB- y su cous-cous ultradivino. Me vencieron el estómago y las papilas. Llevé por ahí a todos mis amigos que alabaron la magnificencia del cordero y la sémola. Hasta que un buen día, en buena compañía y a punto de servir la mesa, el belga antisemita (hay que tener el cerebro de una nuez para ser racista siendo belga) va y me suelta:

-        ¿Usted sabe cómo se come esto?

Le contesté que metiéndomelo en la boca, masticando y tragándomelo. Le puse la cruz. No he vuelto por ahí. Puto nazi. Seguro que tiene una moto de agua.

Mi padre se traga todos los malos humores de mi madre. Es el blanco injusto de sus diatribas. Él la adora y quizás la sobreproteja, pero no se puede dejar sola a alguien que no puede bajar un escalón, por poco alto que sea.

A Ana no le dice nada. No es de su familia directa y le puede su educación afrancesada.

Conmigo se rebota y yo aguanto con paciencia. Pero a veces me gana el zodiaco, emerge el escorpión y le largo una retahíla de reproches al más puro estilo Haddock. Y, ya me sabe mal, pero funciona.

-        ¿Hoy qué es, martes?

-        No, viernes.

-        ¿Hoy qué cenamos?

-        Por ahí, con la familia.

-        ¿Con la tía Carmen?

-        No, con el Castellón.

He cocinado pimientos rellenos de arroz, sin sofrito, algo especiados, poco más. Somos cuatro y uno de los pimientos se me ha deshecho en el horno. Se lo he comentado a mi padre que pasaba por la cocina y me ha dicho que le ponga el más bonito a mi madre.

Hergé, Uderzo y Gosciny eran belgas, creo.

Sábado 6

Las vidas de María Pura

Mi madre vive dos vidas que se entrelazan a su capricho: una basada en hechos reales, pasados o presentes, y otra fabulada. Todos los días, por ejemplo, quiere pasear hasta el cenador. Donde estuvo el camino hasta el cenador hay ahora una tapia y, detrás, los vecinos. Apenas quedan dos escaloncitos y un par de metros de suelo empedrado que se tropiezan de golpe con el muro. El paseo era muy bonito, rodeado de adelfas blancas y rosas, árboles frutales y naranjos. A mitad camino, hacíamos un alto en una pequeña glorieta circular, con bancos de obra a un lado y a otro, y nos sentábamos bajo la sombra de un enorme nisperero. A la glorietita la llamábamos el nisperero por metonimia. Si te colocabas en el centro del exacto del círculo -marcado en el suelo por un asbesto pulido- y pegabas un grito, se producía un eco que reverberaba dentro del cráneo. Después, proseguíamos hasta el cenador, otra bancada adornada con azulejos de aguas que rodeaba una pequeña mesa, también de obra. Cenar en el cenador no era cómodo. Bastaba con un par de platos para que no cupiese nada más sobre la mesita. Además, no había luz y las luciérnagas, aunque hacían lo que podían, no iluminaban lo suficiente, por lo que teníamos que pertrecharnos de linternas y velas. Al poco, nos rodeaba una nube de insectos de todos los tamaños y colores a los que parecía gustarles tanto la luz como el chopped. Mi madre quiere ir al cenador y no entiende por qué hemos levantado un muro.

A mi tío Ramón le gustaba dormir la siesta a la sombra del nisperero. Mi tío Ramón, hermano de mi abuela, se dejaba crecer el pelo de un lado para peinárselo de un parietal a otro y taparse la calva. También se lo teñía con agua oxigenada, logrando un hermosísimo brillo iridiscente. No creo que mi tío, que era oculista, se engañase del todo con esta ilusión óptica. Por lo menos a los demás no nos la daba con queso. Un día se le despeinó una guedeja y mi hermana tiró de ella diciéndole: “Tío, tienes un hilo en la cabeza”.

Mi tío intentaba dormir la siesta y los niños no parábamos de fastidiarle: “Tío, tío, tío, líanos un cigarrito, tío, tío, tío”. “¿Si os lío un cigarrito me dejaréis en paz?”. “Sí, tío”. Y entonces, sacaba  el librillo de Smoking y nos rulaba a cada uno un finísimo cigarrito sin tabaco, nos lo acercaba a los labios y los encendía con su mechero. Aquello, por muchas pipadas que le dábamos, no tiraba y se consumía solo. Ojalá nos los hubiera rellenado con algo de tabaco, porque mata más el alquitrán que la nicotina y, por lo menos, hubiéramos podido exhalar alguna voluta. Si no lo dejábamos en paz, jugábamos a los perros. Mi hermano, mi hermana y yo éramos sus mascotas y teníamos que obedecerle a cuatro patas. Mi hermana se llamaba Juno, mi hermano Saturno y yo Plutón. Y nos mandaba a correr por el campo a cazar pajaritos. Muy listo, el tío Ramón.

DE NUEVO

Quim Monzó

“En cuanto acaba el libro y lo cierra ya lo ha olvidado por completo. De modo que observa un instante la cubierta, con curiosidad, y acto seguido busca la primera página y empieza a leerlo”

Mi madre se ha leído el mismo periódico tres veces. Para ella las noticias son siempre nuevas.

No me dejan. Mañana sigo. Estoy agostado.

Domingo 7

-        ¿Me he tomado la pastilla de la memoria?

-        Sí mamá.

Cómo me gusta el silencio.

Las vidas de María Pura 2

Mi madre, como dije ayer, basa su vida en hechos reales, actuales o pasados, y en otros de ficción. Entre los ficticios le ha dado por pensar que en Valencia lleva una vida muy distinta a la de aquí (esto, claro, cuando sabe dónde está). Allí, en Valencia, no para. Allí, además de las tareas del hogar, que incluyen arriesgadísimos equilibrios sobre la escalera para cambiar las bombillas, tiene una agenda muy apretada. Más allá de las visitas al médico -al que va a mandar a paseo porque no le convence esta dieta sin anacardos- no para de asistir a recepciones y otros saraos de diversa índole, siempre en compañía de sus amigas Rosita y Maruja que, por lo que yo recuerdo, andan con la cadera craquelada. Si fuese así, no me perdería ni uno de sus guateques.

El otro día soñé que un ratón telépata me convenció de que no era un ratón cualquiera, sino la reencarnación de Sidney Poitier. Desconfié de él pero, finalmente, le dejé subir a mi brazo y me mordió en el bíceps, el muy cabrón. Anoche había un ratoncito en la puerta de la terraza, a dos palmos de mi cama. Nos miramos durante unos segundos y se largó. Adiós Sidney Poitier. Transmuta mejor en el futuro, si Buda te lo permite.

-        ¿Me he tomado la pastilla de la memoria?

-        Sí mamá.

Lunes 8

Mi padre nos prohibió comer chicles. Decía que masticar chicle era una americanada de muy mala educación. Yo le cogí manía a los chicles, sobre todo al ruido que hace la gente al masticarlos. Ahora mi padre le compra chicles a mi madre y mi madre acompasa ese ruido tan desagradable con su constante letanía. (No encuentro una onomatopeya que reproduzca ese sonido tan molesto).

-        ¿Qué hago? (Mastica)

-        Nada.

-        ¿Puedo bañarme en la piscina? (Mastica)

-        Es peligroso mamá.

-        ¿Qué vas a hacer? (Mastica)

-        Estar aquí, contigo.

-        ¿Dónde está tu padre? (Mastica)

-        Se ha ido a comprar el periódico.

-        ¿En invierno venís mucho? (Mastica)

-        Sí, siempre que podemos.

-        A ver si podemos venir en invierno un día, aunque sea para ir y volver.

Y así, con bifurcaciones y meandros, desde que se levanta hasta que se acuesta. A machamartillo.

El tren es blanco cuando viene desde la derecha y negro cuando viene desde la izquierda.

-        ¿Vamos al nisperero?

-        Ya no está. Todo está muy cambiado.

-        ¿Qué vas a hacer esta mañana?

-        Estar contigo.

-        ¿Y Ana qué hace? Vete con ella. Yo puedo quedarme sola.

-        Prefiero quedarme aquí, contigo.

-        Qué bonito está todo.

-        Sí.

Y de golpe se enfada. Desorbita los ojos y hace aspavientos.

-        ¡Es que no sirvo para nada!

Y se recuesta en la tumbona y se pega una cabezadita extemporánea que yo aprovecho para escribir estas líneas. Mi madre y yo no tenemos prisa. Su sueño es muy ligero y la despierta hasta el tictac de su reloj de pulsera. Pero el rumor de la depuradora de la piscina la adormece de nuevo. Todo pasa como en aquellos tiempos en los que las expectativas de vida eran más cortas y en los que, sin embargo, todo transcurría a cámara lenta. Esos tiempos en los que las moscas, en vez de zumbar, se detenían ingrávidas sobre las cabezas. Aquellos tiempos en los que podías escuchar la novena del tirón mientras te limpiabas las uñas con un mondadientes y observabas cómo un perro se revolcaba sobre un cadáver.

Marieta, la amiga de mi amiga Lola, me contó que de mayor se compraría un piso con mirador y mesa camilla en Zamora, “para verlas pasar”, me dijo.

Apenas han pasado unos días y ya no soy capaz de abstraerme. No me concentro. No leo y cuando escribo no tengo muy claro hacia dónde voy. La murga constante de mi madre es más poderosa que el suero de la verdad. Creo que me va a dar un ictus.

-        ¿Tú crees que yo estoy loca?

-        No lo sé, pero a mí no me queda nada.

Para mí que el jamón y los piñones no pueden hacer daño a nadie. Ni los anacardos.

Martes 9

Maruja, la amiga de mi madre, tiene una espléndida colección de carteles de cine. Yo creo que el papel nunca ha llegado a considerarse un soporte noble, como la piedra, la madera, el lienzo o el metal. Parece que se deteriora con rapidez, dicen. Y arde a 457 grados Fharenheit (desconozco su equivalencia en Celsius por culpa de Ray Bradbury). La información contenida en un ordenador desaparece sin necesidad de arder. Para mí que el papel envejece bien. Tengo libros del XVIII y el XIX en perfecto estado. Pero los contenedores rebosan papel. Buena parte de los libros con los que convivo acabarán en un contenedor. Lo sé. Cuando murieron sus padres, mi amigo Ramón seleccionó los libros que le interesaban y me dijo que me llevase todos los que quisiera.  Apenas cargué con unos cuantos, no tanto por falta de interés como de espacio. Después, llamamos a un librero de lance. Se llevó unos cincuenta por compromiso, aun consciente de que no les daría salida. El resto quedaron condenados. Hace unas semanas hice limpieza de libros en Valencia. Marqué los que tienen algún dibujo o dedicatoria de los escritores o los artistas que los ilustraron. Hay algunos buenos dibujos en estos libros. Tengo que hacer lo mismo aquí, en casa. No sé qué será de los carteles de Maruja. Mi hermana me dice que quiere comprarlos el mayor coleccionista de carteles de cine España. Hace años visité el Cine Martí, ya abandonado mucho tiempo atrás por aquel entonces. Había material para montar un museo. Pero, a pesar de que lo único que conservo de socialista -al menos según mis hijos- es la convicción de que el patrimonio siempre estará mejor en un espacio público que en un contenedor, empiezo a dudarlo. Ya no tengo fe ni en la capacidad redentora de la cultura (sea lo que ésta sea). Siempre será mejor que los disfrute un tipo que de verdad los valora que unos niños hiperazucarados de excursión con el colegio o algunos abuelos impertinentes de viaje con el Imserso. Y si no, al contenedor.

De momento han pasado por mi casa mi madre, mi padre, mi hijo, mi hija, mi hermano, mi hermana, mi cuñada, mi cuñado, mi sobrino Eduardo, mi sobrino Jorge, mi sobrina Paula, mi sobrino Enrique. También mi amigo, el jardinero Roberto, y sus secuaces. Y Mari, que ha venido hoy a echar una mano. Amenazan muchos otros de los que daré cuenta.

Esta mañana he quedado con Alberto, que ha tenido la delicadeza de no entrar en casa. Hemos tomado un café y me he comprado una jaula con nidos de arañas. Él, un cd de campanas tibetanas. No deja de sorprenderme.

15:30 p.m

-        ¡¡¡¡ANTONIOOOOO!!!!

-        ¡Aaaaaayyyyyy! ¿Qué, qué?

-        ¿Qué hago ahora?

-        ¡Mamá! ¡Qué susto! Acababa de coger el sueño y soñaba con bellas huríes.

-        ¿Qué hago ahora?

-        Naaaada.

-        ¿Fregar?

-        No.

-        ¿Qué hago ahora?

-        Nada.

-        ¿Y qué hago para cenar?

-        Ya la haré yo. Anda, vamos a la terraza.

Quiero mucho a mis hermanos.

-        (Mi madre a mi padre) Antonio, dame un chicle.

-        (Yo para mis adentros) Buf.

El silencio. Lo que más me gusta es el silencio. Y la soledad.

-        (Mastica, mastica, mastica) Entonces, ¿qué hago esta tarde?

-        Nada, mami. Además, estoy escribiendo. No pasa nada por estar en silencio. Es bueno.

-        (A mi padre en voz baja) ¿Qué hacemos? ¿Damos un paseo? (Mastica, mastica, mastica).

-        No te oigo María Pura (mi padre anda algo sordo).

-        Mamá, yo te oigo igual.

-        (A mi padre en voz baja y del mal humor) Ya me echaréis de menos cuando me muera. (Mastica, mastica, mastica).

-        Mamá, que te oigo.

-        Pues no pienso hablar hasta la seis.

-        ¿No te lo crees ni tú? ¿Qué apostamos?

-        Lo que quieras.

-        (A mi padre, que no se entera, en voz baja y gesticulando, haciendo como que se cierra la boca con una cremallera) Yo ni mú. ¿Qué hago? (Mastica, mastica, mastica).

-        Mira mamá, mejor nos vamos a dar un paseo.

Y ahora llega mi sobrino Jorge con un amigo. Y después, mi hermana y mi sobrino Eduardo. Me voy a limpiar la jaula.

Miércoles 10

Mi padre tiene 88 años. Mi madre, 85. Paul McCartney cantaba que uno era viejo a los 64. Ahora tiene 80 y es muy vieja. Es algo que le ocurre a algunos hombres como Paul McCartney y Tàpies, que se hacen mayores y se hacen viejas. Mis padres regresan esta tarde a Valencia. Nos hemos organizado para que tengan compañía. Esta tarde regaré el jardín y me lavaré el pelo, que ya ha crecido un poco.

-        A ver si podemos venir en invierno un día, aunque sea para ir y volver. (Mastica)

Sobre las seis y media de la mañana empieza a amanecer y cierro las puertas de la terraza. Me molesta que el sol me dé en la cara cuando estoy en la cama. A esas horas hace fresquito y, sin embargo, me suda el escroto. Sólo el escroto y sólo cuando me acuesto con un pantaloncito concreto.  Supongo que será por el tejido del pantaloncito, que no por el del escroto.

Mi madre está de un humor de perros, sin un motivo preciso. Por una cosa y por la contraria. Gesticula como si necesitase un exorcismo. Yo creo que voy a escribir menos cuando se vaya, porque me habré quedado sin excusa para escaquearme.

Mi abuela materna y mi abuelo paterno vivieron con mis padres, mis hermanos y conmigo durante unos años. Era lo normal. Yo llevo ocho días con mis padres, a los que adoro, en una casa enorme, y me quejo. Y encima cuento con la ayuda de mis hermanos. La diferencia es que mi abuelito tendía a lacónico y que a mi abuela era fácil hacerle la puñeta y echar unas risas. Y, sobre todo, que era mi madre quien se encargaba de ellos. Y de todos los demás. Hasta de sus amigos y de los nuestros. Siempre. Por eso ahora no soporta no hacer nada, no tanto por necesidad como por educación, por costumbre y por sentido de la obligación. Del mismo modo que no aguanta a mi padre pero no puede vivir sin él.

-        ¿Adónde ha ido tu padre?

-        A descansar un ratito.

-        ¡Ya estamos! ¡A descansar! ¡Ya estamos! ¡Dile que venga!

-        ¿Para qué?

-        ¡Uy! Pues para que esté aquí.

La movilidad de las piernas y de la cabeza de mi madre van parejas. Cuando se despierta, bien sea por la mañana bien tras la breve siesta, anda floja de remos y de entendimiento. Pero a medida que camina recupera un poco de ambas funciones.

-        ¿Qué hago ahora?

-        Nada mamá.

-        (Enfurruñada) ¡Pues qué bien! Ahora, cuando vuelva a Valencia que nadie me pida que haga nada, que ahí no paro.

Duermo mal. Nunca duermo bien, ni invierno ni en verano. En invierno sueño con las siestas que me pegaré en verano. Si no me dejan dormir la siesta estoy potroso.

-        Si venís en invierno un día, aunque sea para ir y volver, yo vengo.

-        Sí.

-        ¿Y a los chicos les gusta venir?

-        Sí.

-        ¿A quién le gusta más?

-        A los dos.

-        ¿Qué bien cuidado lo tenéis?

-        Sí.

-        ¿Y a los chicos les gusta venir?

-        Mucho, a los dos. Demasiado para mi gusto.

-        A ver si podemos venir en invierno un día, aunque sea para ir y volver. Y si hay que pasar la noche, me quedo en casa de mis primas.

-        Bueno. Aunque sólo vive Carmen.

-        (Dirigiéndose a mi padre) Un día vendremos en invierno, aunque sea para pasar el día.

-        No sé María Pura, yo tampoco estoy para muchos trotes.

A mi madre siempre le ha importado mucho lo que piensen los demás.

-        Qué suerte tienen los vecinos, que se asoman y lo ven todo verde.

-        Mamá, los vecinos me odian porque les he tapado las vistas a mi culo cuando me baño en bolas. Están empeñados en que tale el pino. El pino tiene más de cien años y ya estaba aquí mucho antes de que ellos llegaran. Que hablen con el ayuntamiento.

-        Pues a lo mejor podrías talarlo un poco.

-        Que se talen ellos el micropene.

Escribo y habla. Escribo y habla. Escribo y habla. Escribo y habla.

-        ¿Vosotros en invierno venís mucho?

-        Siempre que podemos.

-        (A  mi padre) Vendremos, aunque sólo sea un día.

Jueves 11

Nietzsche dijo que la ebriedad es “el juego de la Naturaleza con el hombre”. En un pasaje entre calles, cerca de aquí, hay un cartel que dice: “Prohibido jugar”. Es lo más triste que he leído nunca.

Hace días que no veo ninguna cucaracha barata. A la última que maté de un zapatillazo le desprendí el caparazón de la molla. En esto del caparazón y la molla las cucarachas se parecen a los cangrejos. Yo atribuyo la desaparición de las cucarachas a que me ha dado por escuchar a Schubert y estos bichos son más de AC/DC. También puede que el cianuro haya ayudado en algo.

Anoche nos dimos una vuelta, a comprar la cena en el chino. No nos apetecía cocinar y hemos pensado que mucha sal nos vendría bien. El paseo estaba lleno de guiris y de nuevos ricos. Soy un poco racista y muy clasista. No me gustan los tipos demasiado blancos ni los ricos de anteayer. A los blancos, si los conozco, suelo aceptarlos. A los nuevos ricos ni por hostias. Los nuevos ricos tienen un yatecito en el Club Náutico que tiene un ancla que lo rompe todo, gastan camisa blanca de lino con bermudas, zapatos mocasín y tirabuzones en el cogote. Y se perfuman como putos. Algunos son notarios sin oposición y otros construyen adefesios. Es gente a la que le gusta ver el mundo desde arriba. Yo soy más de a ras de suelo o de subsuelo.

En el chino nos atiende una niña de no más de ocho años. Hay una belga antipática en la mesa de enfrente que pide palillos para hacerse la chula. Decidimos volver por la parte sucia para evitar a la chusma. Pasamos por los bajos del mercado que siempre huelen a pescado. Junto al mercado hay un banquito donde se reúnen los yonkis. Esta noche sólo hay uno. Recoge colillas pastueño, arrastrado, sin prisa. Mas, de pronto, se pone a correr como un diablo loco. Se conoce que llegaba tarde a algún compromiso.

Me he rendido. Definitivamente, he repuesto mi antiguo equipo de música. Pero, como no hay mal que por bien no venga, he descubierto que ese sonido tan encantador y añejo de mis discos era debido a la de mierda que tenía la aguja. Ahora suenan frescos, casi como nuevos.

Viernes 12

Hoy vienen Cris y Ramón. Llegarán, según me dicen, a mesa puesta. Me han impuesto el menú y el punto de cocción y fritura de los ingredientes. Estos dos son de morro fino. Pero ya te digo yo quién va a cocinar el resto del fin de semana.

Llevo una hora y pico intentando vincular mi teléfono a este ordenador. Me encabrono y lo intento tozudo una y otra vez, aun a sabiendas de que no lo voy a conseguir. Soy muy tío para estas cosas y antes muerto que pedir ayuda. 

¡Hecho! ¡Conectado! El que la sigue, la consigue. No tenía ninguna fe. No creo que pueda hacerlo de nuevo, porque ha sido de pura chiripa. Voy a dejar el teléfono conectado al portátil lo que queda del verano. Así no me la juego.

Sigo con la lectura del libro de Hockney, que alterno con uno de ensayos de Antonio Escohotado y las primeras galeradas de “Psicosis” de Alberto Adsuara, este último sorprendentemente ameno.

Hay quien pensará que me gustan las personas en la medida en la que no me molestan. Tiene razón.

Cuando vamos al chino solemos pedir pollo con almendras. En una ración para dos hay aproximadamente dos. Hace ocho años plantamos un almendro. Me lo regaló Ana. Es el mejor regalo que me han hecho nunca. Está lleno de almendras. Están tan buenas que me da pena comérmelas.

Sábado 13

Poniente. 40º. El mar tiene el color y la densidad del mercurio.

Apenas he dormido. Cualquier mínimo movimiento supone un esfuerzo titánico. Me he cortado las uñas de un pie. Las del otro las dejo para más tarde. Quiero comprarme unas sandalias y me gustaría no asustar a la dependienta de la zapatería. Las sandalias no me hacen falta, pero mañana me invitan a comer y no puedo ir descalzo. A lo mejor, hasta me pongo calzoncillos.

He de ir a Denia. Iré en tren hasta Gata y desde ahí en bus a Denia. El problema es que hoy no ha pasado ni un solo tren. Estoy mosqueado. Me hace ilusión este pequeño viaje. Me siento muy viril y aventurero viajando en tren y autobús desde Altea a Denia. Espero que no me pique ninguna víbora.

Esta noche es el Castell de l’Olla. Es bonito. Lo disparan desde el mar. Después, los restos de las carcasas flotan en el agua durante meses. Cientos de personas arrasan las playas. Es el tipo de acontecimientos que enriquecen al pueblo.

Ramón y yo hemos pensado en hipnotizar a nuestro amigo Tx y casarlo de nuevo. Nos lo pasamos muy bien en su primera boda. Lo haremos en connivencia con su mujer y sus hijos, que ahora hay que pedir permiso para todo. Cuando Tx escuche la palabra “conquiología” entrará en trance y quedará a nuestra merced. Es mejor buscar una palabra difícil, no vaya a ser que cualquiera diga “pezón” y se nos desbarate el plan por hacer un mal chiste. Entonces, casaremos a Tx con un pelirrojo belga (en connivencia, de nuevo, con el  viejo pelirrojo belga, que como es actor se humilla todo lo que haga falta), aunque es de broma y por las risas. También hemos pensado que sería muy divertido que nos la chupase a todos en los urinarios del salón de fiestas. Pagando él, claro. Y ya está, que hasta a mí me cansa lo zafio y el mal retrogusto homófobo. Bueno, no.

Hace mucho calor. Muchísimo. El viento quema. Hoy no creo que pudiera erectar ni halagado por una docena de bellas huríes. Bueno, puede que no pudiera erectar en ningún caso, pero hoy menos que nunca. Hace mucho calor y sopla un viento fortísimo que quema. Igual va y se les jode el castillo de fuegos artificiales. Y la verdad es que me sabría mal. El calor me pocha.

Ramón se va mañana a entender el universo al cobijo de un tipi. Hemos comentado que, a estas alturas, el chamán y el tipi deben andar sobrevolando Madagascar.

La noche ha rolado en aires portuarios de borrachos tristes, ecos roncos, elegantes descompases y rimmel desteñido. Vuelan hojas secas por el pasillo que terminan flotando en la piscina. No creo que pueda dormir.

Domingo 14

 En el apeadero, una familia de italianos que sabían descifrar los arcanos de la web del trenet me ha dicho que hoy de tren niente di piu. Así que he vuelto a casa. Llevaba despierto desde las cinco y no ha pasado ninguno. No sé qué me ha hecho pensar que cambiarían las circunstancias. Ramón se ha ofrecido a llevarme a Denia y ahí me ha depositado, en el puerto. Qué bueno es. Me he sentado en una terracita a esperar a Nacho y Alberto, que venían desde Valencia. Así que ahí estaba yo, rumiando mi infortunio por no estar donde quería -mi casa-, cuando, de repente, me he dado cuenta de que estaba de puta madre, con un descafeinado del tiempo y una Perrier con hielo y limón, en un lugar maravilloso. Sonaban de fondo las fanfarrias de la fiesta de Moros y Cristianos y, por poco, se me cae una lagrimita. Tan poco nacionalista, tanto odio a los paletos y luego resulta que soy más de pueblo que las alpargatas. Café + Perrier 5€.

Nacho se ha comprado un bañador en un chino. Negro, elegante. 5 €. También hemos concluido que no se puede confiar en los comunistas hedonistas. Ni en los partidos liberales unipersonales.

Ya en casa de Fanny, Jose y Felicia hemos disfrutado de una buena comida y de un extraño silencio, casi surreal. Me explico, nuestra conversación ha sido muy agradable, pero a nuestro alrededor no se oía ni una mosca. Estamos en Denia, en agosto, en una bonita urbanización, a la hora de comer, junto a la piscina y el silencio estremece. Un par de jovenzuelos se han bañado en la piscina sin chapotear. Otro tipo regordete leía tumbado en una hamaca. Y ya está. Qué raro. Igual estábamos todos muertos.

Nacho no ha estrenado su bañador negro, elegante. 5€.

Lunes 15

Hay un incendio. La luz que se filtra a través del humo y las cenizas es hermosa. No sé cómo hacer para que la cámara comprenda los tonos. Pero claro, la cámara no me comprende por mucho que le insisto. La luz es hermosa. Los incendios no lo son. A los incendiarios habría que quemarlos en la plaza en horario infantil, de matiné, porque resultaría un espectáculo muy edificante y aleccionador para la ciudadanía de cualquier edad.

En el contenedor del vidrio hay un cartel adhesivo que especifica que el horario de uso es de 8:00 a 23:00 horas. El ruido de las botellas al caer sobre otras molesta a los vecinos. Sin embargo, el ayuntamiento lo vacía a las tres de la madrugada con un estruendo infartante y sobrecogedor. El horario de los servicios de limpieza públicos comienza a eso de la una y termina cuando termina. A veces, se solapa con el del primer tren de la mañana, que pasa por enfrente de mi casa a eso de las cinco y media. Entre estos servicios hay que referir el de los camiones que limpian la aceras -primero una, después la de enfrente- y el de desinfección de los contenedores por chorreo de agua a presión, que amenizan con percusiones dodecafónicas las noches estivales. De vez en cuando se une a la orquesta el macarra del tubarro. Este descerebrado piensa que las motos corren más cuanto más ruido meten. Es de agradecer que los chicos del botellón intenten aportar algo de ritmo reguetonero entre tanta insensatez musical. Suena de base el “Chiquetere” de Rafa Manuel Villalba. El graznido de las gaviotas no cesa. Las tórtolas se apuntan al coro en cuanto despunta el primer rayo de sol. Las cigarras, minutos más tarde. Si dejo abiertos balcones y ventanas no duermo. Si los cierro, me frío de calor. Hay que ver qué problemas tenemos los opulentos.

Ana se va a la playa y me quedo solo. Bueno, con la perra París, que se tumba a mi lado porque tiene calor y el suelo del comedor está fresco. Me gusta mucho estar solo. Para mí no existe el término medio cuando me quedo solo: o pienso demasiado o caigo en un letargo ensimismado, de tonto de baba. Hoy voy a intentar empapar de baba cuanto cojín se me ponga a tiro, al menos durante un rato. En ocasiones es muy conveniente el barbecho. Siempre he pensado que la actividad es buena, sobre todo la mental, y que es necesario ejercitarse a diario. Sin embargo, creo que la hiperactividad física es una absoluta pérdida de tiempo. No parar, querer hacerlo todo, ir como puta por rastrojo, com cagalló per sequia, vivir cada día como si fuera el último es asunto de indigentes mentales, que si se paran se asustan porque se dan cuentan de que, en realidad, nada de lo que hacen le interesa a nadie. Buf. Me parece que esta filosofía de azucarillo está agotando mis reservas neuronales. Y he de preservar mis neuronas para poder sacrificarlas en el frente de batalla alcohólico. Voy a leer un poquito el periódico de ayer y después igual me tumbo a ver un programa pixelado de chatarreros. Aquí la tele sólo se ve pixelada, así que la vemos poco. Aunque resulta entretenido rellenar los argumentos de las películas entre unos pocos segundos nítidos y los siguientes.     

Almuerzo galletas saladas, almendras, aceitunas amargas, queso y un vasito de vino. En la radio, Puccini. Todo va demasiado bien. ¿Mira que si el incendio llega hasta mi casa? Espero que venga por el flanco norte y que el edificio de al lado me sirva de cortafuegos.

Las chanclas nuevas me han lacerado los empeines. No he estrenado el bañador. No he ido al mar. Igual me acerco esta tarde.

Los talibán recobraron el poder en Afganistán hace un año. Se trata de una gente honrada, sensible y afecta a sus tradiciones. Y, al parecer, con un sentido del humor que te cruje la caja. Sus tradiciones, que no se las toquen. Es su cultura y hay que respetarla. Por eso aplauden cuando apuñalan en un escritor en un ojo y no somos quien para opinar sobre su manera de ser. Yo, como soy de izquierdas, no puedo juzgar sus barbudos puntos de vista. Ni mucho menos admirarles o imitarles, que eso es apropiación cultural. Ahora, eso sí, yo pido el mismo respeto por mis costumbres, de manera que cuidadito con cambiarme las fanfarrias de los Moros y Cristianos o la bocina de los autos de choque, porque desenvaino y dejo un montón de barbudos tuertos por el camino.

Adele y Nacho han estado un ratito por aquí. Nos hemos bañado en la piscina y hemos salido a tomar un café mientras Ana descabezaba un sueñecito. He estrenado el bañador. Adele y Nacho estuvieron en París y me han traído una de esas horrendas postales que colecciono. Les he pedido que me escribieran cualquier cosa y Nacho le ha dicho a Adele: “Dibújanos dando un paseo por París”.  Adele, confundida, pensaba que se refería a Nacho y a mí y nos ha dibujado cogiditos de la mano, indudablemente enamorados en la ciudad de las luces. Nacho se ha encargado de rematar el dibujo con la Torre Eiffel de fondo para que no cupiera ninguna duda.

Voy a regar y a dar de comer a Gata.   

Las vacaciones se acaban.

Mozart, de Requiem en la radio durante la fregada de la noche, horas después de haber escrito la línea anterior.

Sin Ana esta casa se vendría abajo. Mientras yo escucho sinfonías, cago sin parar y cavilo majaderías, ella lo hace todo.

Martes 16

(Anoto para mí: Jose Fuster por la mañana y Mari por la tarde).

Escuché a un adolescente que le comentaba a su amigo que le encantaría vivir en la Edad Media, entre dragones, gnomos, elfos, ogros y demás criaturas que daba por ciertas. Su compañero le secundó entusiasmado: “Sí, sí. Yo sería mago y caballero y me tiraría a una princesa bruja rubia y bellísima”. Yo pensé que, en efecto, les vendría bien una temporadita en la Edad Media. Desdentados y con bubones adelgazarían. Además, su tufo actual, acre, a requesón avinagrado, los mimetizaría de inmediato. Aunque de lo de tirarse a la princesa me da que pueden ir olvidándose. Yo, como mucho, los vi como bufones. O decapitados. O presa de algún maleficio que los convirtiese en esfínteres parlantes. ¡Ay la adolescencia! ¡Cómo no la echo de menos!

Me las prometía yo muy felices cuando, no bien terminada la siesta, se plantan por tandas mis sobrinos, uno de ellos con su novia, y mi hermana. Se acabó la lectura de Psicosis de Adsuara. Pero, a cambio, he conocido a la novia de Eduardo y me ha parecido adorable. Y ninguno olía mal.

Miércoles 17

Las laceraciones en mis pies parecen estigmas. Y mis zapatillas de ir por casa tienen más kilómetros que las sandalias del pescador. Voy camino de la santidad, si no fuera por algunos pecadillos menores que no cabe enumerar por falta de tiempo y de espacio.

No soy un fundamentalista de la paella. Cierto es que hay un modo ortodoxo de cocinar la paella y otro, llamémoslo creativo, que los puristas rechazan calificándolo despectivamente de “arroz con cosas”. Pero lo que sí soy es un enamorado del arroz. A la hora de comer hemos encendido la tele con la intención de conocer la evolución del incendio, que todavía tiñe el amanecer de cobre. Y entonces han aparecido en un anuncio Carlos Arguiñano y Carmen Machi perpetrando un atentado culinario sin precedentes. No puedo describir la magnitud de la catástrofe sin que me sobrevenga el horror y la nausea. Y es que una cosa es llamar paella a lo que en esencia no lo es y otra maltratar la materia prima, el arroz en este caso. La situación es la siguiente: la Machi chulea delante de sus amigas de lo bien que le sale el arroz, “mejor que al Arguiñano”, dice. Y entonces -qué cosas- aparece el Arguiñano. A partir de ahí no recuerdo con claridad lo que ocurre porque una imagen horripilante me eriza el vello del cogote y ofusca mi mente. Y es que la Machi, ni corta ni perezosa, vierte caldo frío de un brick en una paella en la que, por algún tipo de oscura perversión, han amontonado toneladas de arroz apelmazado. Cuando hierva el caldo infamante del brick, el arroz explotará como las palomitas de maíz y rebosará la paella,  transformando la comida en un engrudo vomitivo. No entro a valorar el hecho de que alguien utilice caldo de brick para cocinar la paella (todos hemos trampeado en algún momento), pero lo que sí que considero motivo de cárcel previa tortura es el hacer gachas con el arroz. El resultado final -que muestran orgullosos sin ningún recato- aunque ajeno a estas cocciones criminales no deja de ser incuestionablemente delictivo. Yo no serviría un plato de “eso” a ningún ser humano, a no ser que fuera belga y calzase sandalias con calcetines.

Jueves 18

Ha amanecido un día septembrino. No hace calor y corre una brisa fresca. Lo que no corre es la conexión a internet a través del móvil. También es verdad que la cobertura escasea y el pobre teléfono hace lo que puede.

Creo que voy a enjaular a Hulk Hogan y a otros mitos del pressing catch en mi jaula nueva.

Pereza. No me he quitado el pantaloncito de pijama en todo el día y ya son casi las siete de la tarde. El pantaloncito está empapado de fluidos de diversa índole. Huelo a pañal de geriátrico. Si me clonasen a partir de estos jugos saldría un doble muy poco atractivo.

He leído el texto de Alberto -irrefutable- y sigo con Hockney, del que apenas me quedan cincuenta páginas.

Los fantasmas de esta casa son unos cachondos. De un tiempo a esta parte les ha dado por replicar el sonido de los chorros de mis micciones poco después de que yo los haya soltado. Lo hacen unas décimas de segundo después de mí con la misma duración e intensidad. Pero anoche complicaron el juego  imitando mi respiración antes de que yo inspire o exhale. De manera que yo escuchaba como alguien respiraba y luego lo hacía yo. Para fastidiarles, he contenido la respiración, pero los muy ladinos saben cuánto puedo aguantar y expiran justo un momento antes que yo. Ya veremos qué se les ocurre hoy.

Le pregunté a Alberto que por qué sólo había fantasmas del Medievo para acá y no, pongamos por caso, fantasmas de neandertales. “Obvio -me contestó-, los fantasmas de los trogloditas están en las cuevas, y, ¿cuántas veces has pasado tú la noche en una cueva?”.

Voy a regar con mi pantaloncito de pijama. Pereza.

Viernes 19

Hemos ido al mar temprano, antes de que haya demasiada gente en la playa. Este mes no me había bañado en el mar, así que he estrenado mi bañador. Aunque mi bañador parece descolorido por el sol. Lo venden así adrede y a mí me gusta. También me gusta que la sal se seque sobre mi piel y apelmace mi pelo. Cuando navegábamos podíamos tirarnos semanas enteras sin ducharnos con agua dulce. No sé si será bueno para un hipertenso.

He releído un ensayo breve de Stefan Zweig titulado “El misterio de la creación artística”. En realidad, se trata de una conferencia con la que Zweig hizo bolos. En una carta a su primera esposa le cuenta que: “Ayer di una conferencia en francés; en Buenos Aires (y otros lugares) tengo que dar dos conferencias en español, una en inglés y otra en alemán”. ¡Qué tío! En la conferencia cuenta cosas que uno da por sabidas pero que da gusto leer tan bien escritas, con tanta elegancia y precisión.

La perra París está gorda. La han pesado antes de ponerle una vacuna y de recortarle los espolones. No lo entendemos. Por aquí corre que se las pela, persiguiendo cuanto bicho se le pone a tiro. Y, además, come de dieta. Puede que sea cosa de la tiroides, nos dice Paco el veterinario. Pero no tiene ninguno de los síntomas asociados al hipotiroidismo. Yo creo, más bien, que es su constitución, que es recia y tiene muy grande la caja del cuerpo. También puede que coma y beba a escondidas.

Cago y leo un extenso reportaje sobre la muerte de Ernesto (sic) Hemingway en un Blanco y Negro de 1961.  Está muy bien escrito. Entonces, los periodistas escribían bastante bien. En el artículo se le llama trotamundos. Se buscan explicaciones a lo que todavía no está del todo claro pero parece un suicidio. Se dice que dijo: “Yo no moriré en España. España es un país para vivir, no para morir”. La frase es tan tonta que o es apócrifa o la soltó borracho, algo más que posible si atendemos a las fotografías que acompañan al reportaje en las que se le ve libando sin moderación. DEP.

De aquí nada viene mi hija con dos amigas y un amigo.

Sábado 20

Diego, el espigado amigo de mi hija (1’95 o más), es vegano, Es más difícil cocinar para Diego que para mi madre. Por lo demás, es un tipo muy sensible que defiende -como yo- el hipnótico encanto de Benidorm. Una tarde de agosto en Benidorm debería convalidar un año de cualquier carrera de humanidades.

Me acabo de despertar de la siesta. Son casi las siete. He merendado gazpacho. Me dormiría de nuevo, con ese tañer lejano de campanas. Si tañen cerca es otra cosa. Si tañen cerca apetece atar el badajo del campanero al de la campana.

Con la edad, algunos diseñadores se cansan del utilitarismo de su trabajo y necesitan potenciar su vertiente más artística. Los que venían de ahí, es decir, los que comenzaron como pintores, grabadores, escultores, etc, redescubren el porqué derivaron hacia el diseño. Los que nunca hicieron otra cosa más que diseñar se dan cuenta de que ser artista a secas no es tan fácil. No deberían preocuparse tanto: un diseño útil y bello es Arte.

Me enervan esas personas que se dan importancia bajo una pátina de falsa humildad. Sobre todo los donnadies. Ayer por la noche entrevistaron en la tele 2  a Amancio Prada, un tipo que dijo ser cantor y/o trovador. Este pelanas, que quizá tuvo cierta repercusión casposa en los tiempos de la chaqueta de pana, gesticulaba ampuloso en un intento estúpido de disimular su vacío intelectual, del que, tristemente, no parecía consciente. Más bien al contrario, el tipo se mostraba condescendiente con todos aquellos proletarios, tan cercanos a su patata sensible, que no habían tenido la suerte de nacer con su talento. Un talento que, reconocía, le permitía vivir con lo justo. Pero, claro está, él nunca pretendió enriquecerse con su arte sino reclamar a través de la poesía de otros la justicia en el mundo. ¡Ay! De verdad. Es que me sabe mal, porque creo comprender las buenas intenciones de estos trovadores, pero se pierden cuando se ponen mesiánicos, salvadores de la clase trabajadora, y siempre a través de las palabras de Lorca o de Rosalía. Y es que estos tipos cuando escriben dan un poquito de vergüenza ajena. Sus versos me recuerdan a los del humorista Juan Carlos Ortega cuando compone canciones comprometidas por las risas. Por no hablar de sus musiquitas romanceras, capaces de noquear a la mismísima mosca tse-tse. Hasta me dio pena, el pobre, porque cuando le hacían una pregunta supuestamente profunda se trabucaba y no daba pie con bola. Pero, insisto, el problema no es tanto las pocas luces de estos personajillos como su soberbia encubierta de bonhomía. Si por lo menos tuvieran talento… como Antonio López, que va de atarse los pantalones con cuerda de palomar y está forrado, pero es un pintor grandioso.

En la playa hay piedras talladas con líneas de agujeritos que ocultan mensajes del mar profundo. Olé. Yo sí que soy un poeta, y no esos progres trasnochados. 

Domingo 21

Ayer fuimos a alquilar unas pizzas. No me apetecía hacer la cena. De camino a la pizzería nos encontramos un móvil en un banquito. Un chico, que se estaba tomando algo en la terraza de un bar, nos comentó que poco antes se habían sentado ahí unas chicas. Llevaban muletas, precisó. Un par de manzanas más allá las vimos. Efectivamente, una llevaba muletas. La otra sólo tenía vendada una pierna. Se las veía alteradas. Me acerqué y les dije que no se preocuparan, que su móvil estaba en el bar de al lado del banquito. La vendada echó a correr como alma que lleva el diablo. Ni dio las gracias, tal era su urgencia por recuperar el móvil. Entre tanto, Ana y yo encargamos las pizzas (una, vegana) y nos pedimos un vinito blanco para refrescar la espera. La de las muletas, cerca de nosotros, tampoco nos dio las gracias. De hecho, se alejó pasito a pasito a reencontrase con la vendada. La vendada y la de las muletas se abrazaron en la esquina. Es como si hubieran recuperado un rubí del tamaño de un huevo de avestruz. Y volvieron a pasar a un palmo de donde nos tomábamos lo vinos y, una vez más, pasaron olímpicamente de darnos las gracias. Será cosa del sistema educativo y de la sociedad, que las ha hecho así. O, quizá, de que les rehusaron la imprescindible hostia a tiempo, que es mano de santo.

El otro día compré una pequeña cerámica con un cuatro. El cartero se confunde a veces porque a la urba que consumaron aquí al lado le pusieron el nombre de mi casa, sin permiso y por rizar el rizo de la hijaputez. Así que pensé que estaría bien ponerlo junto al buzón. Pero hoy he pensado que lo voy a pegar dentro del buzón. Con esto no resuelvo nada, pero me parece uno de esos actos gratuitos que tanto me gustan. Y, además, no deja de ser una metáfora de lo que busco aquí: que no me den la murga. No tengo ni timbre y  no descarto la idea de electrificar la valla. Pediré presupuesto.

Al anochecer me voy a un concierto de música clásica. Es en una casa bonita, con vistas a la bahía. Entre pieza y pieza, salen rapsodas que recitan sus versos. Y después te dan vinitos y un piscolabis, así que llegaré a casa cenado. Ya veremos.

Lunes 22

El concierto fue precioso. Los músicos, un guitarrista y un violinista, excelentes. Unos virtuosos. El entorno es fantástico. Y el programa muy asequible, adecuado a públicos poco avezados como yo. Las salamanquesas trabajaban a destajo, pero, aún así, el guitarrista espantaba de su nuca a los mosquitos y las mariposas nocturnas y seguía veloz con la música. Al violinista no le hizo falta porque se agitaba como un bailarín de hula-hop. Ya estuve en uno de estos conciertos hace unos años, pero no recordaba el aspecto del público, más allá de que había una mayoría de mujeres de cierta edad. Le pregunté a mi tío, que fue quien me invitó, si era necesario que mejorase mi ya de por sí imponente aspecto. Me dijo que no me preocupase, que el ambiente era del todo informal. Como si iba desnudo, me dijo. Así que allí me planté con mis mejores galas, a saber: camiseta ala de mosca, pantalón corto quemado por la plancha y mis fantásticas chanclas lacerantes. Y va y me encuentro con un montón de damas y caballeros elegantísimos que olían como deben hacerlo los ángeles del cielo. Al menos, pude disimular mi falta de glamur con mi insultante juventud. Da gusto ser el yogurín de la fiesta. Eso sí, el piscolabis dejó bastante que desear: los ganchitos anidaban en las muelas y las patatas fritas en vez de crujir se plegaban. Por lo demás, mi tío pasó revista al lado lejano de la familia, que tengo muy perdido. Y casi mejor que no lo hubiera hecho, porque el que no duerme debajo de un puente se muere de algún cáncer o vegeta en un manicomio.

Hoy no he pegado ni chapa. Ana se ha ido. Apenas llevaba unas horas solo y ya estornudaba fortísimo. Tanto, que me he hecho daño en el tórax. Y me he tragado todos los programas de subastas y asesinatos que he encontrado en la tele. Pixelados, como siempre.

Ayer vi a Erizo y hoy a Ardilla. Más tarde, daré de comer a Gata. Esto parece el Arca de Noé.

A Mercadona.

La única solución es la belleza.

Martes 23

Hoy no he provocado al día, así que no me ha hecho nada. Llevo dos días sin hacer nada útil, si exceptuamos el masaje escrotal que siempre aprovecha. Me siento culpable. Busco en las estanterías “El derecho a la pereza” de Paul Lafargue para quitarme ese peso de encima y, de entrada, me encuentro con la cita que abre el ensayo:

“Seamos perezosos en todo, excepto en amar y en beber, excepto en ser perezosos” (Lessing)

Lafargue fue un tipo muy peculiar. En la edición que yo tengo hay un extenso estudio preliminar sobre su vida y su obra. Lafargue fue excepcional hasta para morir. Paul y su esposa Laura, hija de Karl Marx, pactaron suicidarse antes de cumplir los setenta. Voy a copiar la descripción que hace J.J. Morato, autor de un artículo de 1972 citado en el prólogo del libro:

“Paul y Laura Lafargue tenían resuelto no llegar a la edad en que el individuo es una carga para todos los que le rodean, y fijaron en sesenta y nueve años el límite de su vida. Todo lo prepararon para la distribución de sus bienes -como hija de Marx, Laura heredó parte de la fortuna de Engels-, cuidándose de la suerte de su doméstica y del jardinero, y hasta del perro Nino. Querían que su separación de la vida causara la menor cantidad posible de enojos. Y un domingo de noviembre de 1911, después de haber pasado la tarde en un cine de París y de haberse regalado con unos pasteles, volvieron a su casa semicampestre de Draveil y se acostaron para no amanecer…”.

Así lo cuenta Morato, aunque, por lo visto, se equivocó de día y no fue el domingo, sino el sábado, cuando se regalaron los pasteles.

Ha venido Roberto a podar con la sierra mecánica y a soplar y amontonar los restos con esa máquina infernal que te taladra el hipocampo. Es necesario para que el jardín esté limpio y tan vivo. Ni un día de calma completa. Y lo que pasa después es que tengo sueños recurrentes en los que se me llena la casa de gente sobre un telón de fondo de tragedias sinfín como inundaciones, terremotos o huracanes. Hoy, sin ir más lejos y dando un giro argumental a la saga -que ya debe contar los mil y pico capítulos- mi casa era el nido de una invasión alienígena. Mis invitados, que como siempre se contaban por docenas, pasaban olímpicamente de ayudarme a desalojarlos. En realidad, los extraterrestres eran muy sucios y molestos, pero poco agresivos. No se les veía más que algo parecido a unos tentáculos verdes sin ventosas, de diferentes diámetros, que parecían mangueras muy flexibles, resbaladizas y carnosas. Desde el nido que, cómo no, estaba sobre la puerta de mi dormitorio, planeaban la invasión del planeta. Pero, eso sí, sin matar a nadie. Se limitaban a enredarse alrededor de nuestras piernas haciéndonos tropezar constantemente y no dejándonos trabajar. Nunca se les veía el cuerpo, si es que tenían alguno, porque permanecían ocultos en el nido. Yo sugería practicar un agujero con la broca en el falso techo donde se ocultaban y darles bien de flit. Pero nadie parecía interesado en echarme una mano. Encima, los marcianos eran unos marranos que comían todo tipo de plásticos y los cagaban después derretidos, dejándome la casa hecha unos zorros. Les gustaban especialmente las muñecas Barbie y los pañales de talla grande. Me he despertado muy sobresaltado y taquicárdico cuando ha pasado el tren de las cinco y veinticinco. Yo creo que he visto demasiado cine de serie B.

Dicho esto, ya referiré estos días la de gente que se me viene encima.

Hablando de cine de serie B. Nunca he sido antiyanqui -tampoco es que haya estado a favor, porque no los conozco a todos- pero les debo y agradezco la absoluta licuefacción de mi cerebro gracias a todas esas películas infectas que he consumido con gula. Así nos colonizaron. Ya se lo veía venir Julio Camba en un librito estupendo de 1932 que voy releyendo a cagadas en el baño:

“Los Estados Unidos tienen un poder de expansión enorme, y poco a poco, no sólo Hispanoamérica, el mundo entero caerá bajo su influencia. Para una civilización como ésta, de carácter exclusivamente mecánico, no hay límites posibles. Los sabios alemanes montan en bicicleta, los negro de Tombuctú montan en bicicleta, y llegará un día en el que, por virtud de la bicicleta, o de la radio, o del cerebro automático, o de cualquier otra máquina, estaremos americanizados todos: hombres, monos y loros, blancos y negros, humanos y cuadrumanos…”.

Ahora, lo que no comprendo es lo de la facilidad que tienen en EEUU para comprar un arma, no tanto porque piense que son herramientas letales -que lo son- como por el uso mentecato que se hace de ellas. Yo, si tuviera una pipa, sé que acabaría por usarla. Y hasta puede que fuera contra mí, por no hacer daño a nadie.

Miércoles 24

Tercer día consecutivo de letargo.

He terminado “Una historia de las imágenes”, el libro de Hockney y Gayford. Creo que es un libro imprescindible para quien quiera iniciarse en los fundamentos de la cultura visual. Además, es un libro muy bien editado, muy bonito. El que se reproduzcan casi todas las imágenes a las que se refieren los autores a lo largo de su charla, hace que sea muy didáctico y que se lea de un tirón. Hacia el final hablan un par de veces de “La torre de Babel”, de Peter Bruegel el Viejo. Es un óleo sobre tabla que Bruegel pintó en 1563, cuatro siglos antes de que yo naciera. Es un cuadro fascinante, lleno de historias por todas partes. Siempre me ha encantado. A mí me gusta que los cuadros me cuenten historias. He buscado una lupa para mirarlo con detalle, pero ni el tamaño de la imagen ni mi cegarrutez me lo han permitido. Hockney tuvo en su estudio una reproducción fotográfica de tres metros y medio de alto. Buscaré en internet una imagen con buena definición y lo estudiaré con calma. El cuadro mide 114 X 154, un tamaño relativamente pequeño para un cuadro que contiene tantísima información con un acabado muy minucioso. El cuadro está en Viena. Yo no viajo porque estoy muy arraigado. Y, por lo que sea -de verdad que no lo sé-, Viena no sería mi primer destino si tuviera que desarraigarme. Pero, buf, me está apeteciendo horrores ver ese cuadro. Buf. Con un poco de suerte, lo sacan de gira y pasa por España.

Mañana viene Alberto. Voy a trabajar un rato en el jardín, para que se lo encuentre tan decadente como me sea posible, como a él le gusta.

Jueves 25

Hoy ha venido Alberto. Venía desde Valencia. Cuando ha llegado a Altea, yo todavía peleaba contra el insomnio. Llevo una mala racha. Alberto controla los bares que abren al amanecer y que tienen un buen aire acondicionado. Siempre me espera en uno de ellos, pero hoy ha preferido acudir a casa. Se ve que con las nuevas medidas energéticas el aire acondicionado no estaba a la temperatura adecuada. Para que el aire acondicionado esté al gusto de Alberto ha de haber pingüinos entumecidos en el suelo del local. Después de un largo baño, algo arrugados, hemos decidido ir al Rastro X, uno de esos lugares de ensueño de los que no conviene hablar demasiado, no vaya a ser que se llenen de gente limpia y pierdan su incomparable decrepitud. Los jueves, el Rastro X no está tan animado como los fines de semana. Aún así, el lumpen y todo tipo de personajes extravagantes crean un ambiente muy tranquilo y relajado. Alberto y yo convenimos que este lugar tiene un safari fotográfico de primera. Hemos visitado el tenderete de nuestro chamarilero favorito. El puesto está tan abigarrado que es imposible acceder a él, de manera que no se pueden vender los objetos que no estén a tiro de la envergadura del comprador. De hecho, durante un tiempo pensé que el chamarilero había muerto sepultado por su chatarra. Pero no, ahí estaba hoy. Esparcía con desgana el polvo de la primera fila de los trastos. Nunca le he comprado nada porque los objetos de interés son inaccesibles. Paella’s Thursday en el Rastro X. Ración de paella por un euro. Nos hemos abstenido, pero no de la cervecita, amenizada por un guitarrista de poca voz.

Ya en Altea, bañito y cocina. De fondo oímos el programa de jazz de Radio Clásica. Resulta que Alberto lleva años escuchándolo. Yo me he enganchado este verano, casi tanto al locutor como a la música. Resulta que el locutor es ese al que Alberto escribe de vez en cuando. A partir de esta circunstancia, nos enredamos en una charla que salta de lo poco valorado que está Duke Ellington como pianista hasta el sombrero de Joseph Beuys. Nos ponemos así de importantes cuando abrimos una botella de vino blanco. También intentamos resolver un par de temas de trabajo. Estamos tan a gusto que se nos pasa la hora y comemos tarde. Después, siestón. Entro en coma. Cuando me despierto me encuentro a Alberto en la piscina.  Me uno a él. Muuuucha calma, que rematamos con un vinito en el bar de los rumanos. Y a las diez y pico nos decimos adiós con la manita. Un día estupendo.

Alberto me ha traído uno de los primeros ejemplares de “Desmemoria”, el primer libro de la Editorial Nostromo. Hasta ahora, sólo habíamos editado las revistas que, por otra parte, son libros por su tamaño y lo cuidado de su edición. “Desmemoria” es un libro precioso. Se lo enseñaré mañana a Ramón. Sé que le va a encantar.

Viernes 26

Esta tarde vienen Ana, Cris y Ramón. Ramón y yo nos conocimos a los seis años. Nuestras madres nos bañaban juntos. A él le ha crecido la pilila.

Hoy creo que no voy a escribir más, a no ser que ocurra algo excepcional como el Apocalipsis o algo similar. 

Sábado 27

Ramón y Cris se han ido de paseo y Ana a la playa. Aprovecho para contestar correos y escribir un par de cosas. Mi prima Cristina, su marido, mi sobrino y su novia llegarán sobre las cinco. Mi sobrino es músico y actúa esta noche aquí, en Altea. El concierto empieza a las 12 de la noche. A esas horas suelo estar en mi primer sueño, que siempre es el último. Y mañana voy a Valencia para regresar por la noche. Preveo paliza. Ya no estoy para estos trotes.

Alberto escribió ayer a Luis Martín, el locutor de Sólo Jazz de Radio Clásica.

“Querido Luis, ayer fui a visitar a un buen amigo a su casa de la costa. Cuando se acercaba la hora del aperitivo, que jamás perdonamos, me preguntó si conocía a un tal Luis Martín que hacía un programa de Jazz en Radio Clásica. Él ya presuponía que le iba a decir que sí, en realidad era la suya una pregunta casi retórica. Mi amigo Antonio te había descubierto hace un mes y estaba abducido por tu programa hasta el punto de cambiar sus horarios cotidianos. Claro, mis comentarios no hicieron más que enardecer la conversación, pues mis conocimientos sobre tu programa son... cómo llamarlos, exhaustivos (porque te tengo controlado tanto en los directos como en los podcasts). El caso es que allí estábamos ayer escuchando tu programa sobre Ray Charles. Mi amigo, que es un fino analista, se dio cuenta en pocos días de cuál es tu posición con respecto a la corrección política y le gustó mucho (sobriedad, contención y sensatez), más allá de lo verdaderamente importante: la forma de expresar tus conocimientos siempre tan bien hilados. Bueno, el caso es que estuvimos hablando de ti y tu programa todo el día de ayer. Me destacó el programa que hiciste sobre el Duke Ellington pianista sabiendo que yo era un súperfan del músico y que tenía una barbaridad de discos de él. También le hablé de las cosas que nos separan a ti y a mí, ya que yo soy muy poco ecléctico en mis gustos, que son amplios pero restringidos valga la paradoja. Y a ti te gustan prácticamente todas las figuras que por sus indiscutibles méritos han alcanzado el éxito (ya sé que no todos ni todos igual pero a ti te gustan muchos más "estilos" que a mí). 

En fin, que ocupaste una buena parte de nuestras conversaciones de ayer y nos lo pasamos muy bien. Ya tienes otro fiel seguidor. Por cierto, el programa de ayer lo oímos desde la piscina y con un martini (blanco, seco y con olivas) en la mano.

Fantástico... y enhorabuena una vez más

 

Alberto”.

 

Diez minutos después, Luis le contestó:

 

“Envidiable forma de escuchar música, programas... vivir, en fin, Alberto. Con un martini seco al borde de la piscina. Muchas gracias por los elogios. Me ruborizan. Menos mal que tengo uno de esos escudos invisibles, de esos que llaman anticomplacencia, ya sabes... 

La complacencia es enemiga de la autoexigencia. Con la complacencia uno acaba viendo, únicamente, su propio centro. Yo llevo toda mi vida descubriendo centros que no están en mí, intentando respirar a través de otras pieles. En posible que otros lleguen al mismo punto, partiendo de otros lugares. En mi caso es imposible hacer algo así sin exigirme siempre algo más. Es una lata, ya lo sé, pero estoy hecho así. Y soy consciente de que puede parecer que mi vida la rige uno de esos principios judeocatólicos, pero no es cierto. Transcurren los años y sigo sin fichar por ninguna multinacional del espíritu. Es, simplemente, mi forma de entender la vida. 

Naturalmente, valoro los elogios. Naturalmente me agradan y los agradezco. Sin embargo, si un día acabase creyendo que me los merezco, caería en la complacencia. Todo lo que digo y hago está teñido por esta filosofía de vida, que, por cierto, no está reñida con la envidia que me provoca vuestra estampa en la piscina.

Recibe un abrazo, Alberto. Y hazlo, por favor, extensible a tu amigo también.

 

Luis”. 

 

¡Qué tipo tan estupendo!

 

Me despierto cada vez que me muevo. Paso las noches de vigilia con breves intermedios de sueño. Me sabe mal por Ana. Tampoco ella puede dormir. Y, para colmo, sigo con las pesadillas. No son pesadillas terroríficas, pero sí muy inquietantes. Esta noche, por ejemplo, he tenido un microsueño en el que trabajaba en una academia de dibujo. En la entrada había un rótulo muy grande de cinc, con un retrato a punta seca de mi hermano cuando tenía unos doce años y, junto a él, el nombre de la academia: “Academia Dibuja Mal”. ¡Chúpate esa Freud!

 

Domingo 28

 

Viaje de ida y vuelta a Valencia para pasar el día con mis padres. A la ida con Ramón, Ana, Cris y París. De vuelta, ya de noche, con Ramón y París.

 

Hemos cenado sobras al microondas. Estábamos cansados. Yo estoy pagando la resaca de los bailes de la madrugada del sábado. Mañana hablaré de ello. No tendría que haber provocado a la ciática, que parecía haberme abandonado pero sólo estaba escondida, al acecho, la muy ladina.

 

Lunes 29

 

No sé por dónde anda Ramón. Eso es lo mejor de Ramón, que a veces desaparece. Esta tarde nos acercaremos a Sant Lluís. Quiero que Ramón sienta el prodigio de viajar en el tiempo. La noche del sábado viajé a mi infancia. A la ermita se sube por un camino de tierra. Los caminos que la circundan también lo son porque así lo han querido los vecinos. La prefieren al asfalto, aunque sus casas se llenen de polvo cuando sopla el viento o todo se embarre cuando llueve. La ermita es muy pequeña. Más tarde, en un descanso de los músicos, pudimos visitarla porque Pere, el Clavari Major, algo aturdido después de una semana de fiesta, nos abrió las puertas. Fue un privilegio que le agradezco en el alma. Los niños tiraban petardos junto a la fachada. Los adolescentes veían de comerse una rosca, algo que yo, viajero en el tiempo, sabía por experiencia que no iba a ocurrir. Animalitos. Unas horas antes, los festeros más jóvenes habían paseado y plantado l’arbret. L’arbret está adornado con sus camisetas. Y de arbolito no tiene nada, porque yo le calculé sus buenos cinco metros de altura. Después del esfuerzo merendaron coca a la llumá y vino. En casa, en ese mismo momento, caía la tarde con una luz ámbar filtrada a través de la calima. Desde la ermita se ve al fondo el pueblo iluminado. Se intuye la línea negra del mar. Intentan invitarme a las copas, pero yo declino y, cuando no miran, las pago. Las máquinas del tiempo tienen componentes oníricos que deben costar un riñón y habrá que colaborar para que no se deterioren. Una chica me da el pésame -a grito pelado, por encima de la música y los petardos- por lo que hicieron con mi casa. Le digo que es muy joven y que no tiene ninguna culpa. Además, añado, no guardo ningún rencor. Mi casa es el paraíso. Me contesta que para ella Sant Lluís también lo es y que hará todo lo posible para preservarlo. Después me entero de que trabaja en el ayuntamiento. ¿Habrá esperanza? Sant Lluís, irreductible aldea alteana… ¡Ferpectamente! El grupo da caña. Pasan las horas y los festeros, lejos de aquietarse, se agitan espasmódicamente. Yo, sin embargo, voy entrando en un sopor muy agradable, casi un duermevela, fruto del sueño y el vino de la cena. Todo parece coreografiado: la pequeña ermita, las casitas encaladas, las bombillas y las banderitas de papel, el mediterráneo de fondo, la música y el baile. Manel parece percatarse. Manel toca cuatro o cinco instrumentos de diversa índole, y de vez en cuando se toma un respiro. En uno de ellos, baja del escenario y nos comenta que va a tocar un par de temas con la dolçaina y que después nos larguemos, que no parece que vayan a parar hasta el amanecer. Pienso en los pocos vecinos que, como es normal, forman parte de la fiesta. Aun así, los imagino pidiendo asilo en casa de algún familiar o alquilando una habitación para descabezar un sueñecito. Así que regresamos a casa a eso de las tres. Sigue subiendo gente a la ermita, atraídos por la música y las luces. Me acuesto agotado. Pero, por extraño que parezca, no me duermo. Acostarme feliz, lejos de relajarme, me excita. Ya estoy deseando que llegue el próximo Sant Lluís y que todo siga igual. Se lo pediré a los Reyes Magos.

 

Prima Cristina, Manolo, tremendo músico Manel, Lucía… gracias por el embutido y por el vino. Tiene delito que tengáis que venir de La Font para que descubra mi propio pueblo. Y gracias, sobre todo, por decirme que la casa huele igual que veinte años atrás, porque de eso se trata. El resto no hace falta que os lo cuente por escrito, porque ya lo sabéis. El próximo Sant Lluís, más.   

 

No ha llovido ni un solo día desde que llegué. Tendré que regar de nuevo. Mañana sin falta.

 

Martes 30

 

Esta mañana ha tronado y ha llovido un poco. Muy poco. Lo justo para que retirásemos las hamacas a toda prisa y parase de golpe. Tendré que regar de todos modos.

Nos hemos acercado al mar. Ramón quería estrenar sus gafas de buceo y yo pegarme un baño y leer un rato. Nos hemos pertrechado meticulosamente con todo lo necesario y hemos salido contentos. A mitad camino, Ramón se ha dado cuenta de que se había dejado las gafas de bucear en casa. Yo me he dejado el libro. El mar estaba limpio y en calma. El agua, demasiado caliente para nuestro gusto. En la playa había una mujer debajo de una sombrilla y nadie más.

Ya en casa, he duchado a París y Ramón ha hecho la compra.

 

Ayer por la tarde paseamos hasta Sant Lluís. Berlanguiano y evocador. Los niños y las niñas jugaban a tirar de la cuerda. Los abuelos seguían la competición sentados en sillas plegables. Había varios tontos. Pere sobrevive porque es hiperactivo o porque es mutante. Después, organizaron un concurso que consistía en colgar unas cintas con arandelas de un alambre atado entre el tronco del arbret y la barandilla de la antigua escuela. Las cintas quedan a cierta altura. Entonces, los chicos conducen sus motos con la novia de rodillas en la parte trasera del asiento. Las chicas han de desenganchar las cintas del alambre tirando de la arandela con un lápiz. No es sencillo, porque el conductor no puede poner los pies en tierra en ningún caso. No sé qué premio tenía el concurso, porque anochecía y nos vinimos de vuelta. Por el camino vimos cabras y murciélagos. Olía a dompedros, adelfas, higuera, algarrobas, jazmines y hierba seca. Cantaban los grillos. Casi lloro. Si sobrevivo, tardaré un año en volver.

 

Por la noche vimos en la tele “Cuando ruge la marabunta”. Una jartá de reír. Más allá de la tensión sexual entre Charlton Heston, muy macho pero eyaculador precoz, y Eleanor Parker, mujer iniciada en las artes amatorias -“un piano suena mejor cuando ya ha sido tocado”, dice ella-, lo divertido de la peli es que contrataron como nativos a tipos de muy diversas etnias, desde mexicanos a polinesios. Además de algún blanco mal maquillado. Basta con ponerles la misma patética peluca con una cinta para que no se les caiga y a correr, suponemos que pensaron. En un momento dado aparece un calvo con pinta de faquir al que, sin duda, se les olvidó ponerle la peluca aunque, curiosamente, no la cinta. Y en un plano hay otro nativo de dos colores, porque se les pasó pintarle las piernas. También hay uno de color morado, debido quizá a una reacción alérgica al maquillaje. En fin, qué buen rato. Hasta que empezó un docu sobre Asunción Balaguer, la viuda de Paco Rabal, que nos cortó el rollo.

 

Hoy viene Juanvi. A ver si cierro la presentación de “Sinvivir” en Altea.

 

Miércoles 31

 

Mucho viento y algo de lluvia esta madrugada.

 

1-     Yo quiero vivir aquí.

2-     Yo quiero vivir aquí.

3-     Yo quiero vivir aquí.

4-     Yo quiero vivir aquí.

5-     Yo quiero vivir aquí.

6-     Yo quiero vivir aquí.

7-     Yo quiero vivir aquí.

8-     Yo quiero vivir aquí.

9-     Yo quiero vivir aquí.

10-  Yo quiero vivir aquí.

 

Fin

 

 

                                                                                                                                                                                

 

 

 

   

 

 

 

 

                                                                                                                                         

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

  

 

 

 

 

 

 

Estafermo

Si llega el pasmo senil me reventaré la cabeza con una escopeta. Entonces consentiré que me expongan en el ataúd. Quiero que sustituyan mi c...