09/05/2020 Quincuagesimoséptimo día.
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Anoche vi la película “El hombre de al lado”.
Como la película es argentina, se me permitirá hacer una
parodia del cliché y psicoanalizaré al guionista en plan amateur, como hacen ellos
(los argentinos, digo).
El guionista es un burgués culto y de izquierdas al que le
pesa la culpa de serlo y pretende redimirse a través de la escritura. Así que
crea un alter ego y carga las tintas
sobre él. El personaje en cuestión es un diseñador de éxito que vive con su mujer
y su hija en una casa construida por Le Corbusier. La casa está en
Buenos Aires y es una rareza visitada constantemente por estudiantes de
arquitectura y turistas informados. Esta circunstancia parece molestar al
dueño, pero en realidad le llena de gozo. Es un vanidoso. En este punto al guionista,
que pretende ser sutil, le queda el trazo grueso. El tipo es un snob de mierda que se comporta como un
divo maleducado con sus alumnos y con la prensa, pero que de puertas para adentro
es un calzonazos pusilánime, ignorado por su hija y dominado por su mujer. En
el colmo de la imbecilidad, el diseñador es uno de esos cretinos que escucha
música dodecafónica interpretada por performers
mientras bebe vino caro.
El conflicto surge cuando un vecino del edificio colindante
decide abrir una ventana en su fachada que invade la intimidad de nuestro
protagonista.
Hablemos ahora, pues, de este vecino, el antagonista del
diseñador. Se trata de un tipo llano, de clase media baja que, según dice, sólo
anhela un rayito de sol de los muchos que le sobran al diseñador. Para ello
inicia una obra molesta e ilegal. Pero, ¿qué importancia pueden tener unos
cuantos martillazos y la cercanía de un mirón a cambio de su bienestar futuro,
de su rayito de sol? Seamos buenos vecinos, coño. Bastaría con instalar unos stores y listo. Pero el diseñador,
empujado primero por su idea de la dignidad y por la chulería de su mujer después,
decide plantarle cara al vecino. Este, un tal Víctor, resulta ser un hombre
duro pero dialogante. Está dispuesto a congeniar con el vecino pijo incluso
reclamando su amistad. Para ello – siempre en un tono muy viril y con un
vozarrón tremendo e intimidante- le invita a mate y a comer. Incluso le regala una
escultura, una interpretación de artista brut
de la concha de su madre armada a base de balas y culatas de rifle. Víctor,
no nos engañemos, es un matón de libro que sólo retrocede a su conveniencia. Un chulo que cada dos por tres amenaza al protagonista
con ironía y con un físico imponente. Pero el guionista, que quisiera parecerse
a él, lo trata con mimo y admiración porque es un rebelde que defiende sus
derechos aunque sea por encima de la ley. De hecho humilla a su protagonista,
el diseñador, hasta extremos maquiavélicos. Su mujer no folla con él porque
sabe que es un cobarde y un mentiroso, un bluf. Una de sus alumnas rechaza sus
requiebros amorosos. Su hija ni le habla ni le escucha. La misma que, en un
alarde de subnormalidad adolescente, parece enamorada de Víctor porque este le
monta teatrillos pedófilos de cartón - de una ventana a otra- en los que no
sobran los plátanos rampantes. Pero Víctor es la polla. Un gran tipo. Sólo
aspira a su rayito de sol, aunque cada vez sea más chiquito, apenas una rendija
de un palmo después de la últimas negociaciones. Es tan bueno que hasta cuida
de un tío con capacidades distintas (lo dice el personaje, no yo).
Y ahora voy a contar el final de la película y mis
conclusiones acerca del guionista, al que, dicho sea de antemano, admiro por su
capacidad de construir un guion de los más sólidos que he disfrutado en los
últimos años.
Unos malotes -uno de ellos enfundado en la camiseta de
Messi- irrumpen en la casa cuando el diseñador y su mujer han salido de viaje. Quieren
robar y maltratan a la adolescente y a la mujer de servicio. La alarma silenciosa,
que instalaron hace un tiempo, advierte a los padres de que algo malo está
ocurriendo en su casa. El diseñador, como es lógico, no quería vallar la casa
para no cargarse el diseño original. Dan media vuelta con el coche y regresan a
toda hostia. Entre tanto Víctor, que se ha coscado de lo que ocurre a través del
ventanuco en el que estaba montando una de sus obritas guarras, corre hacia la
casa armado con una escopeta. Es un macho que, según ha confesado en otra
secuencia, no tiene reparo en disparar a jabalíes y disfrutar de su agonía. Llega
a la casa y pone en fuga a uno de los ladrones pero el otro le dispara por la
espalda y sale a la carrera. Víctor cae malherido en la bonita casa de Le
Corbusier. Es un héroe mítico. En esto llegan nuestros protagonistas. El
diseñador empuja a su familia hacia el piso de arriba. Él llamará a la
ambulancia. Pero, cuando coge el teléfono, se lo piensa, deja que Víctor
agonice y muera. Se acabaron sus problemas. Es un perfecto hijo de la gran
puta.
Ahora nos toca elegir entre acomplejados gilipollas y
machotes nobles.
Fundido. Un obrero repone los ladrillos y ciega la ventana.
Esa misma ventana gracias a la que Víctor salvó a la familia del protagonista.
Moraleja: los ricos siempre ganan.
Y ahora pensemos en los vecinos mirones y tocapelotas que
agujerean las fachadas por la puta cara. Pues eso.
2
Conozco a una persona ignorante que tiene un truco para no
parecerlo. Cuando se reúne con otros, espera a que ellos hablen, los interrumpe
de golpe y retoma el discurso repitiendo palabra por palabra lo que han dicho.
Lo mejor es que cuela y que todo el mundo da por hecho que ha sido ella quien
ha aportado las mejores ideas. Yo ya no digo nada cuando la tengo delante. Pero
he de reconocer que noquearía a cualquier psiquiatra. Es una gran táctica.
P.D.1: Los gilipollas no saben de clases. La cultura es tan
buena como la intuición. Hasta deben ir de la mano. Pensar de otro modo es maniqueo
y poco de izquierdas, tal y como yo las entiendo.
P.D.2: Más vale maña que fuerza.