23/03/2020 Décimo día, primero de las clases online.
Y hasta aquí he llegado. Es que salgo poco y lo que veo desde
el balcón no da para mucha literatura. Tampoco veo la tele ni escucho las
noticias en la radio porque me disgusto. Así que sólo me queda tirar de
introspección y de memoria.
Hace unos cuantos años, creo que fue en 2004, ayudé a
restaurar la fachada de la iglesia de Montesa. Todos los días cogía el tren y
me pegaba un viajecito de una hora o así. Después, daba un largo paseo cuesta
arriba hasta llegar a la plaza. Comenzaba el verano y hacía un tiempo muy
agradable. Las golondrinas bajaban en vuelo rasante por las calles del pueblo. Cuando
llegaba a la iglesia, me subía al andamio y me ponía a trabajar. Generalmente,
nadie se acercaba a darme la lata, por lo que me concentraba en el trabajo y
pasaba la mañana en gozosa soledad. Sin embargo, por la tarde, los niños solían
acercarse a jugar debajo del andamio cuando salían del colegio. Unos días
antes, mis compañeros de trabajo habían limpiado la fachada proyectando arena a
presión y se había formado una playita artificial en el adoquinado. Los niños
se traían cubos y palas, mojaban la arena, que era blanca y muy fina, y
construían castillos que después pisoteaban con alegre saña. Todo, como se ve,
muy bucólico y pastoril.
Para colmo de la felicidad, el día anterior había recibido
una excelente noticia. Llevaba años peleando con el ayuntamiento de mi pueblo
para que me dejasen vallar parte de la parcela de mi casa. La cuestión es que
las lindes no habían quedado muy claras después del último PAI que desbarató lo
poco que quedaba por desbaratar en el pueblo. Cada fin de semana levantaba una
valla muy precaria con palés y alambre, y después de cada fin de semana,
indefectiblemente, me tumbaban la chapuza y me robaban hasta las macetas. Todos
los viernes desalojaba a un yonqui que dormía en mi terraza. Llegué a cogerle
cariño. Hubiera podido empapelar el comedor con las denuncias que interpuse por
aquel entonces. Me conocía el cuartelillo de guardia civil como si fuese el
pasillo de mi casa. Allí pasé muy buenos momentos que referiré en otra ocasión.
Como decía, el día anterior abrí el buzón y me encontré con una carta del
ayuntamiento. Suponía que era una de tantas denegándome el permiso. ¡Pero no!
Un funcionario atontao había metido la pata y había validado mi última
propuesta de vallado. El pobre tipo se la ganó, según me contaron después
algunos amigos que lo conocían. Sea como sea, me llevé un alegrón tremendo. Llamé
a Quico esa misma mañana desde el andamio, un hombre estupendo y ya para
entonces un buen amigo, que iba a ser el encargado de hacerme la obra. Se
alegró tanto o más que yo. Mañana mismo, me dijo entusiasmado, meto las
máquinas y empezamos, no vaya a ser que se arrepientan. Y así quedamos.
En la fachada de la iglesia hay una hornacina con una
escultura de mármol que representa a la Virgen de Montesa. La imagen fue
destrozada a martillazos los primeros días de la Guerra Civil. Algunos trozos los encontraron y, años
después, los reintegraron en la figura. La cara de la Virgen y una de las
manitas del Niño Jesús no aparecieron nunca. Una de nuestras tareas era rehacer
ambas piezas basándonos en un grabado anterior a la destroza. Era un mal
grabado, pero era la única documentación gráfica de la que disponíamos. Alguien
me contó cómo había sucedido todo. Los ánimos andaban un tanto alterados allá
por el 36. Según para qué personas, los curas no eran gente de fiar y Dios y la
Virgen tampoco. De manera que alguien, aprovechando que buena parte del pueblo
había salido a la calle para vitorear a la República, apoyó una escalera en la
fachada de la iglesia. Como la escalera era de madera y un tanto precaria, le
dieron un martillo a un niño y le dijeron que subiera y le diera unos buenos
golpes a la imagen. Y desde luego que se lo curro, el mozo.
Todas las mañanas ya entrado el verano, a eso de las diez y
si hacía bueno, un chaval sacaba una sillita, un basquet con un par de sandías
y un cartel: “Se venden sandías”. Al cabo de un rato, acompañaba a un abuelo, lo
sentaba en la sillita y lo dejaba ahí una horita o dos. El abuelo estaba más
pallá que pacá. Yo le saludaba, pero no se enteraba en absoluto. Ni se movía,
ni la más mínima mueca, impertérrito. A veces, el chaval pasaba por ahí, a ver cómo iba la cosa.
Obviamente, el abuelo no hubiera podido vender las sandías. Me imagino que todo
el pueblo sabía de qué iba la vaina y si algún forastero se interesaba alguien echaba
una mano. Desde el primer día que lo vi me llamó la atención que llevaba un
apósito enorme en la calva. Tenía pinta de que lo habían operado de algo muy
chungo, y de ahí que se le cayera la baba. Un día me animé a hablar con el
niño. Le pregunté que por qué sacaba al abuelo a vender sandías. Me dijo que
era su nieto y que su iaio llevaba un montón de años vendiéndolas en esa misma
esquina. Un derrame cerebral, que los médicos habían intentado drenar, lo había
dejado así. Se podía mover, pero ni hablaba ni parecía entender nada. La
familia decidió que lo mejor es que siguiese con su rutinita, como si nada
hubiera pasado. Al chaval le parecía bien, así al abuelo le daba el solete.
Una semana después, comentando la conversación con el cura,
que venía de vez en cuando a ver cómo avanzaba la restauración, me dijo: “¿Tú
sabes quién es ese abuelo?” “Ni idea” – le contesté. “Pues ese abuelo fue el
niño que se subió a la escalera y le pego un martillazo a la Virgen”.
Historias de pueblo.
Subí al andamio feliz. Se acabaron los palés y las denuncias.
Hoy empezaban las obras. Por fin tendría una valla en condiciones. Pensé en llamar a Quico, pero supuse que estaría
liado con los ladrillos, el cemento y la hormigonera. A las diez y pico, al
mismo tiempo que el chaval sentaba a su abuelo junto a las sandías, me sonó el
móvil. Era mi madre.
-
¿Sabes lo de Quico?
-
Sí, claro. Hablé ayer con él. Hoy empezaba la
valla.
-
Pues me parece que no va a poder. Ha aparcado su
coche en la cuneta de la carretera del Mascarat, ha dejado su documentación en
el techo, debajo de una piedra, y se ha tirado por el puente.
Otra historia de pueblo.
Han pasado un montón de años. Kiko, el hijo de Quico,
construyó la valla. Planté cipreses junto a ella y están preciosos. Y ya no se
me cuela el yonqui.