lunes, 30 de marzo de 2020

Manías y supersticiones


30/03/2020 Decimoséptimo día. Llueve de nuevo.

Con el tiempo me he convertido en alguien bastante maniático. Quizá lo he sido siempre y es ahora, con los años, cuando se me ha acentuado. Mis manías tienen que ver fundamentalmente con el orden. Con el mío, claro. En realidad son chorradas, pero de ese tipo que sacan de quicio a quienes viven contigo. Por ejemplo, no soporto que las pilas de libros que dejo sobre las mesas reposen en paralelo a los cantos de la propia mesa. Las prefiero en una ligera diagonal y siempre separadas de los bordes. Tampoco aguanto que los objetos estén pegados a la pared, bien sean cajas, teléfonos, macetas, fotografías, fruteros, jarrones o cualquier tipo de cachivache decorativo. Y cuando dejo caer algo en cualquier sitio, ese es su lugar hasta que yo decida lo contrario, ni un centímetro más acá o allá. Y ojito, que en cuanto llego a casa hago un barrido visual, a lo Terminator, y descubro cualquier objeto desubicado. Limpiar en mi casa es un infierno. Si lo hace otro, debe colocar unas marcas en el lugar exacto donde se encuentra el objeto, al modo de los golfistas en el green o los CSI junto a los casquillos de las balas, levantar la pieza, pasar el paño y dejarla caer con sumo cuidado en su posición original. Por no hablar del contenido de los cajones o, sin ir más lejos, de la distribución del escritorio del portátil que comparto con mis hijos y con el que escribo en estos momentos.

Sin embargo, nunca he sido supersticioso. Sé que si me cambian las cosas de sitio no caerán sobre mí las siete plagas bíblicas. De pequeño sí que hice ese tipo de retos absurdos, como no pisar las rayas blancas de los pasos de cebra, pasar por encima de algunas baldosas concretas, adelantar a un tipo antes de que llegase a la esquina o calzarme los zapatos al revés. Tendría un día mejor si seguía estos rituales. Pero se me pasó pronto por pereza y al comprobar que mis días eran tan buenos o miserables con los zapatos al derecho. Además,  me dolían menos los pies. El caso es que estos últimos días me ha dado por regresar a uno de estos juegos tontos. Cuando desayuno mis pastillas me asomo a la ventana y cuento los coches amarillos. Como sea que desayuno muy rápido, que el tráfico es muy escaso y que casi nadie compra coches amarillos, todavía no he visto ninguno. El día que lo vea nos darán el alta y los chinos abrirán los bares. Seguro.

domingo, 29 de marzo de 2020

Un domingo soleado y ultracorpóreo


29/03/2020 Decimosexto día.

Es un clásico: un tipo despierta tras un coma prolongado o regresa a la tierra después de un largo viaje interestelar y se encuentra con un mundo que no conoce. Su planeta es ahora el de los simios, el de los zombis o está gobernado por los idiotas. Así me he sentido yo en algún momento a lo largo de estos últimos días. Sin embargo hoy me han dejado caer en la película “La invasión de los ultracuerpos”. He salido a la calle a tirar el vidrio y el plástico, a comprar verdura y al quiosco a por el periódico y me he sentido observado. Hacía muchísimo tiempo que no sentía nada parecido. Hasta me ha dado miedo pensar que no llevaba el DNI encima. Tenía la impresión de que estaba haciendo algo terrible y de que se me observaba desde las ventanas y los balcones. “Me van a denunciar, me van a denunciar”, pensaba. Pero el colmo de la paranoia me ha llegado cuando me he cruzado con un señor que me ha mirado fijamente. He doblado la cerviz y he suplicado: “Por favor, por favor, que no me señale”. Estaba convencido de que si me señalaba y abría la boca emitiendo un prolongado gemido, otros como él, trastornados por el encierro, se unirían al coro delator y acabaría en la comisaría.

Estos últimos dieciséis días sólo he bajado a la calle para hacer cola en la puerta de Mercadona. Ni tan siquiera he regresado a casa por la acera, porque tengo acceso desde el garaje. Creo, además, que es lo que hay que hacer, que es lo correcto. De hecho, me encanta que a los defensores del holocausto geriátrico les infecte el bicho. Boris Johnson ha caído. El príncipe Charles, también. Este pobre me parece a mí que al paso que va no llega a Rey. Otro asunto es el daño que el confinamiento está haciendo a muchísima gente. Ya se verá. Pero esa sensación de estar haciendo algo malo, sin saber muy bien qué, me ha perseguido hasta que he llegado a casa. He recordado mi adolescencia, cuando cruzaba de acera cada vez que veía a un guardia civil, aun siendo consciente de que, a veces, no tenía nada que ocultar. Y eso que desde que peino canas casi nadie se fija en mí. Pero ese resabio temeroso hacia la autoridad competente ha quedado ahí,  en algún rincón de mi subconsciente.

Mañana no olvidaré el DNI y pondré cara de ciudadano ejemplar mientras espero a ser desinfectado en la puerta de Mercadona.

viernes, 27 de marzo de 2020

Algún día saldrá el sol


27/03/2020 Decimocuarto día

Han pasado catorce días de confinamiento y el balance es el siguiente: leo menos y trabajo más. Los horarios desaparecen cuando uno trabaja delante de un ordenador y no tiene escapatoria. Y el móvil, para bien y para mal, se ha convertido en un emisor constante de parpadeos y temblores. No hay sosiego. Mañana es sábado. Intentaré dedicar un tiempo a mis asuntos. Igual, hasta me peino. Tengo algunos amigos calvos a los que envidio en este momento. Se afeitan la cabeza y tienen la faena hecha. No descarto hacer lo propio con mi hermosa cabellera, como Jo en Mujercitas.

Soy un tipo sedentario. No me gusta viajar, aunque, cuando lo hago, soy un viajero sumiso al que se le pasea sin que reniegue. Porque raro es que viaje solo y si lo hago es siempre por causas de fuerza mayor: por trabajo o para reconocer algún cadáver, por ejemplo.  Sin embargo, ahora mismo, cuando todo el mapamundi está pintado de rojo infeccioso, no me importaría viajar adonde me llevasen, hasta a las Fosas Aleutianas.

Ayer comentaba que el virus no nos cambiará cuando volvamos a la normalidad. Sigo pensando lo mismo. Pero es cierto que hoy no soy la misma persona que era hace una semana. La azotea se ha convertido en mi paraíso perdido en el que disfruto de mi vértigo, no me importaría volar en avión a pesar de mi fobia a los artefactos que despegan y, lo que es peor, ayer a las ocho aplaudí a la pasma. Malo, malo.


jueves, 26 de marzo de 2020

Fresquete


26/03/2020. Decimotercer día.

El otro día comenté que evito escuchar las noticias porque me disgusto. Y es así por tres motivos: porque me entristece profundamente el sufrimiento de otros, porque me indigna que haya tipejos que saquen tajada de le situación y por la candidez de otros cuantos.

Quería escribir sobre este último punto. Hace tiempo que se utiliza el término “buenismo” para calificar a la gente de buena voluntad que, aparentemente, vive engañada por no darse cuenta de que se mueve en un entorno hostil. Si “buenismo” equivale a comportarse como una persona buena y se utiliza de modo despectivo, mal vamos. No es lo mismo ser bueno que ser cándido, iluso o fácil de timar. Insultar a alguien llamándole bueno equivale a loar a quien saca provecho de la bondad, al cabrón hijo de la gran puta. Pero tampoco cabe sentir conmiseración por el ingenuo.

Un ejemplo de bueno, aun a pesar de la moraleja, sería el personaje de Marcello Mastroianni en “Splendor”, una película dirigida por Ettore Scola. El personaje de Mastroianni es el propietario de un cine en un pequeño pueblo, el Splendor, que poco a poco va muriendo por la competencia del vídeo y la consiguiente ausencia de espectadores. Su situación económica es desesperada, y aunque Mastroianni resiste hasta lo imposible, finalmente no tiene más remedio que claudicar ante la oferta del rico especulador del pueblo, un tipo odioso que pretende reformar el local y convertirlo en unos grandes almacenes. Mastroianni se reúne con el empresario y le dice que acepta su oferta, e incluso la rebaja en unos cuantos miles de liras, si el tipejo se deja abofetear por él en el casino, delante de sus amigos, los próceres del pueblo. Después de una elipsis, nos encontramos a Marcello entrando en el casino y acercándose a la mesa donde está sentado el especulador acompañado de sus amigotes. Marcello se acerca tranquilo. El malote permanece sentado. Y entonces Mastroianni le atiza una hostia, se da la vuelta y se aleja digno hacia la salida del casino. Cuando alcanza la calle, le entra una risa floja que comparte con su mejor amigo, el proyeccionista del Splendor. Volvemos al casino donde, indiferentes a lo ocurrido, los amigotes del malo palmean su espalda, brindan y le felicitan por haberse ahorrado unos miles de liras a cambio de una bofetada. Es un magnífico trato a su entender.

El personaje de Mastroianni, tal y como yo lo veo, no es tonto. El tonto es el que prefiere ahorrar algo de dinero a cambio de una hostia indigna.

Pero estoy seguro de que quienes piensan que esta situación que vivimos cambiará la perspectiva de las cosas, que de golpe y porrazo todos seremos mejores personas, son unos pardillos. Porque me da que hace falta más de un virus para acabar con tanto hijo de la gran puta.

P.D: Tanto la cita de la peli de ayer como la de hoy están descritas de memoria, como quedaron en mi recuerdo, así que no os fiéis demasiado.

miércoles, 25 de marzo de 2020

Llueve. Siempre llueve.


25/03/2020. Duodécimo día.

No sé por qué hay un tipo de autodenominados intelectuales que dicen que no ven en absoluto la tele, como si fuera algo vergonzante. La tele, por lo general, es mala. Muy mala. Pero sería muy difícil no encontrar algún partido de baloncesto o a un cocinero interesante entre tantísimos canales.
Afortunadamente, hay gente menos pretenciosa.

Tengo un amigo capaz de tragarse del tirón un par de películas de Bergman sin pestañear y, después, engancharse a un programa de ovnis y fantasmas o a otro de asesinatos en Norteamérica sin avergonzarse en absoluto. Cuando me cuenta las virtudes de estos programas que tratan de lo paranormal o de asesinos en serie, me acuerdo siempre de “Caro Diario”, la película de Nanni Moretti. La película está formada por varias historias que protagoniza el propio Nanni Moretti. En una de ellas se embarca con un amigo suyo, un escritor que rechaza la vida moderna y vive absorto en su trabajo, para recorrer algunas islas italianas. Durante uno de los trayectos entre isla e isla, el escritor se queda mirando la tele en la que emiten un culebrón yanqui, al estilo de “Dallas” pero en cutre. Navegando en ferri de una isla a otra va enganchándose al serial hasta que llegan a una pequeña isla en la que no hay electricidad. Huérfano de tele (por aquel entonces no había internet) el escritor deambula desesperado por la islita hasta que, a lo lejos, distingue a unos turistas que parecen ser  yanquis.  El intelectual no puede resistirse y les pregunta a gritos si son americanos y si han visto la serie. “¿Qué ha sido de Jenny?”, les pregunta. “¿Sobrevivió a la operación de cambio de sexo?”. “¿Y de Larry? ¿Se acostó por fin con la monja enana?”.

Desde que hubo escritura se han tratado todas las pasiones, desde las más nobles y elevadas hasta las más bajas y abyectas. También ha sido así en el cine. Y las historias fantásticas, trágicas o dramáticas han enganchado desde siempre a los lectores y a los espectadores. Hay miles de ejemplos de ello. A mí, de pequeño, me encantaba el periódico “El Caso”, donde se describían los crímenes más atroces de la España profunda. No faltaban entre ellos las envenenadoras, los descuartizamientos o los escopetazos en la sesera. Una truculencia de lo más didáctica para un niño de diez años. También me gustaba mucho la revista “Más Allá”, dirigida por el doctor Giménez del Oso, en la que se contaban historias de fantasmas, se hablaba de casos de lobizón o vampirismo y se referían avistamientos de UFOS e, incluso, raptos de humanos por extraterrestres. A los extraterrestres, que viajaban en platillos  a la velocidad de la luz desde Alpha Centauri, les encantaba experimentar con paletos, a los que sodomizaban una y otra vez para luego abandonarlos en algún descampado extremeño.

Después, se pusieron de moda las pelis de catástrofes. Transatlánticos hundidos, rascacielos en llamas, aviones en apuros, terremotos, amenazas nucleares… los pobres yanquis no ganaban para sustos. Y al cabo de un tiempo, a rebufo del VIH  y el ébola, llegó la moda de las infecciones. La humanidad se extinguiría por culpa de un virus descontrolado. Creo que fue en una de estas películas cuando escuché por primera vez la palabra pandemia. Lo mejor es que, después de que la humanidad las pase putas, todas estas películas tienen un final feliz. Espero que no me toque el papel del mejor amigo negro del prota.

martes, 24 de marzo de 2020

E un mondo difficile (aunque hoy, tímidamente, asomó el sol)


24/03/2020. Undécimo día.

Poco puedo escribir hoy. Como preveía, el trabajo telemático me devora. Otro timo.

Parece mentira, pero estoy estresado.

En este caso no es una cuestión de vejez, sino de convicción. No creo que haya habido una moda más efímera que la de slow life. No encajaba en el devenir de los tiempos. Ahora hay que moverse deprisa para parecer que haces algo. ¡Y yo que pensaba atacar de una vez “La montaña mágica” aprovechando el parón vírico! Es este un mundo de hiperactivos. Un desastre para aquellos que disfrutamos con la lectura y las sobremesas largas.

Hablaré de nuevo sobre la casa.

Mis padres heredaron la casa de mis abuelos, una casa rodeada de naranjos, cerca del mar. Lo primero que hicieron fue quitar el teléfono. No existían los móviles por aquel entonces. Si querías cualquier cosa de un familiar o un amigo, tenías que cargarte los bolsillos de duros y pasear hasta la cabina más cercana. Casi nunca lo hacíamos porque casi nunca nada era tan urgente. Sin duda resultaba mucho más instructivo dejar los duros sobre los raíles del tren y ver cómo los afilaba con sus ruedas. O pasear por las vías hasta la casa de mis primos. Un camino no exento de peligros porque no siempre había espacio suficiente junto a la vía, por lo que, si se acercaba el tren,  teníamos que dejarnos caer por terraplenes a menudo muy empinados y plagados de zarzales. También resultaba emocionante cruzar el puente del río. En este caso porque la pasarela era de tablas de madera y faltaban algunas de ellas, de manera que tenías que saltar de unas a otras evitando mirar al vacío y rezando para que las tablas del otro lado no estuvieran podridas. Pero lo mejor quedaba para el final. Enfrente de la casa de mis primos había una acequia que desaguaba hacia el mar cuando llovía. La acequia discurría por debajo de las vías del tren y en verano estaba seca. La verdad es que a quien se le ocurrió esta pequeña obra de ingeniería civil habría que darle, si no el Nobel, como poco un abrazo. Creo que jamás he sentido tanto miedo y a un tiempo tantísima excitación como cuando me tumbaba en la acequia, debajo de las traviesas de la vía, y esperaba a que llegase el tren. Lo oías llegar de lejos, como los comanches de las películas que apoyaban las orejas en el raíl. Qué sensación tan extraña la de escuchar tu corazón desde dentro, palpitando en los oídos. Y cuando al tren le quedaban pocos metros para pasar por encima de ti, aguantabas la respiración y procurabas no cerrar los ojos, con los puños apretados y conteniendo el aliento. ¡Ostras! ¡Qué temblor y qué belleza!
Un fin de semana del pasado enero me acerqué a ver si todavía seguía allí la acequia. Fue un sábado por la mañana e iba en manga corta. Hacía calor y no me costó rememorar aquellos eternos días de verano. Ahí seguía, pero tapada con una rejilla soldada a los bordes que impedía tumbarse debajo de la vía. No sé si hubiera tenido el valor suficiente para hacerlo. Además, estaba anegada por un agua musgosa. Pero me supo mal que otros niños no pudieran disfrutar este próximo verano de lo que yo viví hace ya unos cuantos. Casi todo el trayecto de la vía está vallado. Hemos de vivir controlados, sobre todo los niños. No vaya a ser que se les meta una piedrecilla en el ojo y arruinemos a las compañías de seguros.

Ahora llevo el móvil en el bolsillo. Preferiría llevar los pocos duros con los que me sentía rico, libre y feliz.


lunes, 23 de marzo de 2020

Encapotado


23/03/2020 Décimo día, primero de las clases online.

Y hasta aquí he llegado. Es que salgo poco y lo que veo desde el balcón no da para mucha literatura. Tampoco veo la tele ni escucho las noticias en la radio porque me disgusto. Así que sólo me queda tirar de introspección y de memoria.

Hace unos cuantos años, creo que fue en 2004, ayudé a restaurar la fachada de la iglesia de Montesa. Todos los días cogía el tren y me pegaba un viajecito de una hora o así. Después, daba un largo paseo cuesta arriba hasta llegar a la plaza. Comenzaba el verano y hacía un tiempo muy agradable. Las golondrinas bajaban en vuelo rasante por las calles del pueblo. Cuando llegaba a la iglesia, me subía al andamio y me ponía a trabajar. Generalmente, nadie se acercaba a darme la lata, por lo que me concentraba en el trabajo y pasaba la mañana en gozosa soledad. Sin embargo, por la tarde, los niños solían acercarse a jugar debajo del andamio cuando salían del colegio. Unos días antes, mis compañeros de trabajo habían limpiado la fachada proyectando arena a presión y se había formado una playita artificial en el adoquinado. Los niños se traían cubos y palas, mojaban la arena, que era blanca y muy fina, y construían castillos que después pisoteaban con alegre saña. Todo, como se ve, muy bucólico y pastoril.

Para colmo de la felicidad, el día anterior había recibido una excelente noticia. Llevaba años peleando con el ayuntamiento de mi pueblo para que me dejasen vallar parte de la parcela de mi casa. La cuestión es que las lindes no habían quedado muy claras después del último PAI que desbarató lo poco que quedaba por desbaratar en el pueblo. Cada fin de semana levantaba una valla muy precaria con palés y alambre, y después de cada fin de semana, indefectiblemente, me tumbaban la chapuza y me robaban hasta las macetas. Todos los viernes desalojaba a un yonqui que dormía en mi terraza. Llegué a cogerle cariño. Hubiera podido empapelar el comedor con las denuncias que interpuse por aquel entonces. Me conocía el cuartelillo de guardia civil como si fuese el pasillo de mi casa. Allí pasé muy buenos momentos que referiré en otra ocasión. Como decía, el día anterior abrí el buzón y me encontré con una carta del ayuntamiento. Suponía que era una de tantas denegándome el permiso. ¡Pero no! Un funcionario atontao había metido la pata y había validado mi última propuesta de vallado. El pobre tipo se la ganó, según me contaron después algunos amigos que lo conocían. Sea como sea, me llevé un alegrón tremendo. Llamé a Quico esa misma mañana desde el andamio, un hombre estupendo y ya para entonces un buen amigo, que iba a ser el encargado de hacerme la obra. Se alegró tanto o más que yo. Mañana mismo, me dijo entusiasmado, meto las máquinas y empezamos, no vaya a ser que se arrepientan. Y así quedamos.

En la fachada de la iglesia hay una hornacina con una escultura de mármol que representa a la Virgen de Montesa. La imagen fue destrozada a martillazos los primeros días de la Guerra Civil.  Algunos trozos los encontraron y, años después, los reintegraron en la figura. La cara de la Virgen y una de las manitas del Niño Jesús no aparecieron nunca. Una de nuestras tareas era rehacer ambas piezas basándonos en un grabado anterior a la destroza. Era un mal grabado, pero era la única documentación gráfica de la que disponíamos. Alguien me contó cómo había sucedido todo. Los ánimos andaban un tanto alterados allá por el 36. Según para qué personas, los curas no eran gente de fiar y Dios y la Virgen tampoco. De manera que alguien, aprovechando que buena parte del pueblo había salido a la calle para vitorear a la República, apoyó una escalera en la fachada de la iglesia. Como la escalera era de madera y un tanto precaria, le dieron un martillo a un niño y le dijeron que subiera y le diera unos buenos golpes a la imagen. Y desde luego que se lo curro, el mozo.

Todas las mañanas ya entrado el verano, a eso de las diez y si hacía bueno, un chaval sacaba una sillita, un basquet con un par de sandías y un cartel: “Se venden sandías”. Al cabo de un rato, acompañaba a un abuelo, lo sentaba en la sillita y lo dejaba ahí una horita o dos. El abuelo estaba más pallá que pacá. Yo le saludaba, pero no se enteraba en absoluto. Ni se movía, ni la más mínima mueca, impertérrito. A veces, el chaval  pasaba por ahí, a ver cómo iba la cosa. Obviamente, el abuelo no hubiera podido vender las sandías. Me imagino que todo el pueblo sabía de qué iba la vaina y si algún forastero se interesaba alguien echaba una mano. Desde el primer día que lo vi me llamó la atención que llevaba un apósito enorme en la calva. Tenía pinta de que lo habían operado de algo muy chungo, y de ahí que se le cayera la baba. Un día me animé a hablar con el niño. Le pregunté que por qué sacaba al abuelo a vender sandías. Me dijo que era su nieto y que su iaio llevaba un montón de años vendiéndolas en esa misma esquina. Un derrame cerebral, que los médicos habían intentado drenar, lo había dejado así. Se podía mover, pero ni hablaba ni parecía entender nada. La familia decidió que lo mejor es que siguiese con su rutinita, como si nada hubiera pasado. Al chaval le parecía bien, así al abuelo le daba el solete.

Una semana después, comentando la conversación con el cura, que venía de vez en cuando a ver cómo avanzaba la restauración, me dijo: “¿Tú sabes quién es ese abuelo?” “Ni idea” – le contesté. “Pues ese abuelo fue el niño que se subió a la escalera y le pego un martillazo a la Virgen”.

Historias de pueblo.

Subí al andamio feliz. Se acabaron los palés y las denuncias. Hoy empezaban las obras. Por fin tendría una valla en condiciones.  Pensé en llamar a Quico, pero supuse que estaría liado con los ladrillos, el cemento y la hormigonera. A las diez y pico, al mismo tiempo que el chaval sentaba a su abuelo junto a las sandías, me sonó el móvil. Era mi madre.
-          ¿Sabes lo de Quico?
-          Sí, claro. Hablé ayer con él. Hoy empezaba la valla.
-          Pues me parece que no va a poder. Ha aparcado su coche en la cuneta de la carretera del Mascarat, ha dejado su documentación en el techo, debajo de una piedra, y se ha tirado por el puente.

Otra historia de pueblo.

Han pasado un montón de años. Kiko, el hijo de Quico, construyó la valla. Planté cipreses junto a ella y están preciosos. Y ya no se me cuela el yonqui.


domingo, 22 de marzo de 2020

Soleado, pero sin exagerar


22/03/2020. Noveno día.

Empiezo a escribir a las ocho y pico de la tarde. A las nueve quiero subir a la azotea para mi sesión de baile absurdo a solateras. Seré breve, pues.

Hoy va de abuelas.

Primera abuela.

Hay una abuela en la finca que es rara. No mide más de un metro cincuenta, es medio autista y cuando habla (rara vez) lo hace con una voz de pito extraña, como la de un ventrílocuo imitando a un niño repipi. Viste como una indigente y pasea mucho por la calle sin rumbo aparente. Yo siempre la he pescado en transición, sin saber dónde va de ida. De vuelta, obviamente, regresa a nuestro vecindario. El caso es que, a eso de las ocho y media de la tarde, se baja al zaguán y se sienta en la silla del conserje. Todo el año a la misma hora, haga calor o un frío pelón. A veces su hijo viene de visita y la acompaña. El hijo mide un par de centímetros más. Se sienta en la mesa del conserje, al lado del telefonillo, y deja colgar sus piernas como un polichinela. Antes del estado de sitio les saludaba todas las noches cuando sacaba a pasear a los perros.

-          Buenas noches – saludaba.
-          Buenas noches – me respondían al alimón con vocecilla de flautín.

Y claro, ya no están.

Segunda abuela.

Esta mañana he salido de compras a un súper de guardia. Mi hijo pensaba que salía a pasear con la bolsa vacía y se ha indignado al corroborar lo que ya sabía: que su padre sigue siendo un fraude sin remedio, aun en el peor de los escenarios. Pero no era cierto. Necesitaba manutención de primera necesidad, como aceitunas negras y aire fresco. (Inciso: mi hijo volvió de Budapest apretado en el avión. Iban tres personas mas la tripulación. De haberse matado, casi nadie los hubiera llorado).

De vuelta a casa se me ha acercado una abuela. No iba demasiado limpia, estaba sorda y se le caían las tuercas. Dadas las circunstancias, cualquiera hubiera salido por patas. Pero yo ya soy un novio de la muerte y  la salud me la suda bastante. La abuela no acertaba a abrir la puerta de su patio. Es normal, porque la llave no encajaba ni por hostias. Le he preguntado que si estaba segura de que ese era su portal. “Sí, sí, creo”, me ha contestado. Le he preguntado de nuevo: “¿lleva usted móvil?”,” no, hijo”. Así que, cuando estaba a punto de llevármela a casa o abandonarla a su suerte (esta segunda opción iba ganando muchos enteros) la puerta del zaguán ha empezado a crepitar y una voz oxidada ha hablado: “¿doña Remedios?, ¿es usted?, entre, entre”. La he dejado ahí  suponiendo que era doña Remedios. En el peor de los casos, estaba bajo techo.

Tercera abuela.

Tuve un amigo apodado “La Abuela”. Es yonqui, porque creo que sigue vivo. ¿Qué será de los yonquis estos días?

P.D: No puedo más de correos, whatasapps, meets y su puta madre. ¡Es domingo, coño!


sábado, 21 de marzo de 2020

Inestable


21/03/2020 Octavo día.

El cielo, nubladísimo, amenaza lluvia.
Estado de la mar: ni puta idea. Hace una semana que no veo el mar.

1
Las crónicas desde la ventana aportan hoy pocas novedades. La gente sigue haciendo colas en la puerta de los supermercados. Los supermercados abren a las diez y desde las ocho las colas dan la vuelta a las manzanas. A pesar de que han pegado diez o doce tiras de cinta adhesiva en las aceras para marcar la distancia de seguridad, nadie la respeta. Cuanto antes lleguen a las estanterías, mejor. Ahora, eso sí, la mayor parte de los compradores compulsivos llevan mascarilla y guantes, que una cosa es una cosa y otra,  otra.

Ayer tuve reunión telemática de trabajo y no pude bajar al súper hasta las dos o así. Intenté colarme por la entrada de los vecinos (mi supermercado está debajo de casa y puedo acceder desde el garaje), pero el segurata ya se ha coscado del truco y amablemente me sugirió que guardase mi turno en la cola, como el resto de seres humanos. Agaché la cabeza y salí a la calle humillado. Llovía. Para cuando pude entrar, el mismo segurata me dejó caer gel desinfectante en las manos y me dio una toallita para que no tocase el asa del carrito. Saqué la lista de la compra y allá que me fui contento, a intentar tachar el mayor número de productos posible. Cepillos de dientes sí quedaban, huevos no. A decir verdad, quedaba media docena, pero eran de codorniz. Así que regresé a casa con un montón de tonterías que no tenía previsto comprar. Me encantan las pipas de calabaza, pero no sé si será una dieta suficiente y equilibrada para un día completo.

Ya en casa, me asomé de nuevo a la ventana. Había una furgoneta parada en el semáforo con un cartel en el lateral que rezaba: Taxidermia. Me pareció que, dadas las circunstancias, la imagen era lo suficientemente inquietante como  para sacar de ella una historia. Otra de tantas que no escribiré por pereza.

Por la tarde, a las ocho, me uní encendiendo y apagando las luces de la terraza a los aplausos que todas las tardes dedicamos a la gente que se lo está currando. Recordé un chisme que salía en algunos programas casposos de televisión que llamaban el aplausómetro. Si tuviera uno comprobaría que ya no parece haber tanto entusiasmo como el primer día. La gente se cansa enseguida de estas cosas. Y a mí se me van a fundir las bombillas.

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Hay momentos en los que todo me parece irreal, como si viviera en el decorado de El show de Truman. Me han dado permiso para subir a la azotea. Algunos vecinos tienden ahí la ropa y no se les ha prohibido. Lo único que se nos pide es que guardemos la distancia de seguridad si coincidimos en la terraza. Yo subo sobre las nueve. Es de noche y no hay nadie. El paisaje es metafísico, como un cuadro de de Chirico. Me gusta tanto que mañana me subiré con la cámara y haré algunas fotos. Menos mal que está oscuro y nadie me ve, porque aprovecho esos instantes de libertad para hacer mucho el mongolo. Pego saltitos, hago música dodecafónica con las cuerdas de los tendederos y paseo con un ritmo tonto y pautado, como los pobres bichos que llevan encerrados un montón de años en su pequeña jaula del zoológico.

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Anoche me bajé la basura. En una mano llevaba el vidrio y el plástico. En la otra, la orgánica. Tiré el vidrio y el plástico en sus respectivos contenedores. La bolsa con la basura orgánica me la llevé de paseo un rato. Ahora es mi mascota.

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A los que aman el orden y el control por encima de la libertad se les pone dura con esta situación. No digo que no debamos respetar las normas en un caso de emergencia como el que vivimos, pero tampoco es sano disfrutar del momento.

P.D: Me da la impresión de que el whatsapp también ha decaído un tanto.

jueves, 19 de marzo de 2020

Nublado


19/03/2020 Sexto día. San José

Lo de la cacerolada de ayer fue para pedir que el Rey golpista Juan Carlos devolviese los cien millones que ha robado y los ingresase en la Seguridad Social para ayudar a acabar con el virus. Sesenta y cinco millones ya se los gastó en puta, y el resto me imagino que también, quizá en plural.
¡Estos borbones! Son como chiquillos. Es lo que tiene procrear con primas hermanas, que luego  la progenie sale seca de seso. Que no de semen (los varones, se entiende) porque riegan por aspersión cuanto coño se les pone a tiro.
Pero de esto ya escribí mucho hace treinta años y me aburre.

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Si lo llego a saber me compro un telescopio, porque de lo que alcanzo a ver desde mi terraza poco puedo contar. Las calles, desiertas. Todo cerrado. La vecina que lleva dos días sacando brillo a la barandilla de su balcón. La ha dejado como una patena. Yo creo que lo hace porque es de las más activas a la hora de aplaudir y cacerolear y quiere que todos veamos lo limpio que lo tiene todo.
Con un telescopio puede que viese algo más detrás de las ventanas. Quizá un asesinato, como James Stewart en La ventana indiscreta. O ver caer a los suicidas que sin duda comenzarán a lanzarse al vacío dentro de pocos días. O niños amordazados y atados a las sillas por sus padres. O padres amordazados y atados a una silla por sus hijos. O chicas en topless encerando la encimera de su cocina. O jóvenes desnudas enjabonándose y duchándose con una manguera en la azotea… Me da la impresión de que esto se me ha ido de las manos.

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Hasta las gaviotas parecen alicaídas e inapetentes. Hoy he visto como compartían una paloma atropellada entre tres. ¿Y qué será de las palomas vivas sin abuelos que las alimenten? ¿Y de los arbolitos de los parques sin jardineros que las rieguen? Me imagino que habrá un plan de contingencia para estos asuntos. De no ser así, la naturaleza saldría adelante y acabaría por devorarnos. Las palomas buscarían ventanas abiertas para entrar en nuestros hogares y devorarnos los ojos. Las raíces de los árboles levantarían el asfalto de las calles, buscarían agua en las tuberías y acabarían empalándonos en el váter cuando nos sentásemos a cagar. La verdad es que me encanta este panorama.

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Mi hijo está en Budapest. Trabaja en la embajada de Ecuador. Comparte piso con un húngaro y dos turcos. Contado así parece el argumento de una sitcom. El caso es que le convencimos para que volviese unos días a casa. Cuando nos confirmó que ya tenía el billete de avión, nos acercamos a un súper que tiene mucha variedad de comida vegana. Mi hijo no come carne. Así que cargamos el carro de hamburguesas verdes, nuggets de espinacas y tofu. Y va hoy y el capullo nos dice que prefiere quedarse a currar, no vaya a ser que después no pueda regresar. Nos va a tocar comer y cenar toda esa mierda repugnante durante una semana.

4
Y en estas estaba yo, alicaído e inapetente cual gaviota, cuando un tipo ha comenzado a tocar el trombón. Al poco, otro se le ha unido con un clarinete. Después, un tercero con un tambor. Y así hasta montar una orquesta en condiciones que tocaba acompasada de un balcón a otro. Es cierto que en Valencia das una patada a una piedra y te encuentras a un músico debajo. Ha sido bonito y emocionante, la verdad.
 Una vecina se ha asomado al balcón vestida de fallera. Supongo que hará la ofrenda online. Otra, una niña, ha salido con una tarta de cumpleaños y todo el barrio le ha cantado el cumpleaños feliz. Y después, de postre, el Resistiré del Dúo Dinámico, una canción que, por lo que sea, siempre he aborrecido.  Me gustaría acercarme a la plaza del Rosario, a ver como lo llevan los gitanos. Si aquí estamos de juerga aquello será un pandemónium.

Mañana, lo malo.

miércoles, 18 de marzo de 2020

Hoy alternan las nubes y los claros


18/03/2020. Quinto día.

Hoy alternan las nubes y los claros y parece que se despejan un tanto las brumas apocalípticas.

1
Me ha crecido el pelo. A mí el pelo me crece de un día para otro. Mi madre siempre me dice que es el mejor pelo de la familia. Tampoco lo tengo muy difícil: mi padre y mi hermano están calvos. El problema es que el pelo me crece hacia arriba, a lo afro. Me quedan dos soluciones: o dejármelo crecer sucio y que caiga por el peso de la mugre y los parásitos o gastar el salvoconducto de la peluquería. El gobierno catalogó los estancos y las peluquerías como comercios de interés ciudadano. Es comprensible, porque hay que evitar que las calles se llenen de jipis desgreñados  sin filtros ni papel.

2
He subido a la azotea, a ver si me daba el aire, y me he encontrado con un vecino que me ha saludado de lejos y ha huido escaleras abajo como alma que lleva el diablo. Son muy extrañas estas reacciones. Este mismo vecino, hace cinco días, era de los que te abrazaban mucho y te hablaban desde muy cerca rociándote de monaguillos. Ahora no sale a tirar la basura sin escafandra. De manera que me he quedado tranquilito, dando unas vueltas alrededor de la terraza y escuchando un podcast muy interesante de un tipo que dice que de esta no salimos, que todo es un complot entre los ayatolas, el grupo Bilderberg y los darwinistas. Y de repente, sin que viniera a cuento, han repicado las campanas de Santa María del Mar mientras una serie de ciudadanos montaban una cacerolada desde sus balcones. Algún sentido tendrá todo esto, pero no sabría decir cuál. Por cierto, aborrezco las caceroladas y las batucadas, aunque sean por una buena causa.

3
Mi hija se llevó a la perrita al pueblo. Echo de menos a la perrita. También a Mago, mi entrañable perromierda, que se fue a olfatear culos celestiales. Si la perrita estuviera aquí podría dar largos paseos con permiso gubernamental. Necesito pasear. Las peores ideas, que son las que me gustan, se me ocurren siempre de paseo. Además, es el único ejercicio que hago. Pensé en subir en ascensor hasta el último piso y bajar las escaleras con cuidadito, pero me han comentado que eso no sirve demasiado. Tampoco parece conveniente agarrarse con fuerza al pasamanos, por aquello de los vértigos, porque está infestado de bichos Covid. Y gratificarse en solitario sin parar, al final aburre. A partir de mañana voy a hacer un tutorial de yoga asthanga que he encontrado en youtube. Lo dirige un nativo de Alaquas que dicen que es el nuevo Osho.

Epílogo
Un amigo me ha escrito y me comenta  que lo de las peluquerías ya no es así, que también están cerradas. También me dicen que van a cerrar las zonas comunes del edificio. Como esto siga así acabaré gordo y peludo, como Demis Roussos. Y con las uñas largas de Fu Manchú, las cejas de Leonidas Brezhnev  y la boca y los dientes negros como un panteón. Pero esto último por dejadez y cierto gusto por la estética decadente, ojo (echo mano de referentes generacionales porque ahora todos se depilan y casi todos se cortan las uñas).

A lo mejor empiezo a fumar.

P.D: “Oh mama, esto puede ser el fin, atascado con el blues de Menphis y sin poder salir”.

martes, 17 de marzo de 2020

Y encima llueve


17/03/2020. Cuarto día.

Y encima llueve. Ya son cuatro días de reclusión y nunca pensé que lo llevaría tan mal. De hecho, soy una persona a la que le gusta estar en casa. Siempre hay algo que hacer: adelantar trabajo, leer, escribir, dibujar, escuchar música, ver alguna serie, cocinar, limpiar estanterías, regar las plantas, hacer chapuzas… Pero hay algo definitivamente triste estos días que me empuja a la indolencia y a la apatía. Y encima llueve.

Hace unos días, cuando todavía se podía salir a la calle, visité a mis padres. Mucha gente me lo desaconsejó, porque son viejos y la enfermedad  se ceba con ellos. Temían que les contagiase, porque cualquiera puede ser portador del virus. Yo, al parecer, también soy carne de cañón. Al menos a juzgar por las caritas que me ponían mis compañeros de trabajo más jóvenes cuando nos despedíamos chocando el codo o las puntas de nuestros zapatos. Más que “hasta la vista” parecían decir: “nos vemos en tu funeral”. La verdad es que ando flojucho después de un año de mala salud. Por eso procuro seguir las normas de este toque de queda, porque no es otra cosa lo que estamos viviendo.

Mis padres estaban bien. Para ellos es peor la soledad que el virus. Mi padre lleva años jubilado y todas las mañanas se pega unos paseos kilométricos, de los que vuelve muy contento por la inigualable contención de su vejiga. Vamos, que no suele parar a mear más de dos o tres veces cada hora. No sé cómo podrá renunciar a ellos. Pasé un buen rato con mis padres. Me bebí su vino blanco y me comí media bolsa de anacardos. Estaban buenos y lo que va por delante va por delante. Hice bien, porque en cuanto volví a la calle percibí síntomas de cierto resquemor ciudadano que muy bien podría derivar en histeria colectiva. Mi papá y mi mamá viven en un barrio de gente de bien, que vota a quien toca y que cumple devotamente con sus deberes cristianos. Es sin duda por esto que le habían regalado una mascarilla y unos guantes de látex al pobre de la esquina. Pero lo que de verdad me asustó fue ver las colas que se estaban montando delante de los supermercados. Si los ricos necesitaban hacer acopio de víveres no quería ni pensar cómo estarían las cosas en mi barrio. Temí por la salud de mi nevera, porque a mí San Ramón me conserva siempre el apetito, sea cual sea mi estado de ánimo. Así que regresé pitando a mi casa, en un desolado vagón de metro que parecía predecir el fin de la civilización occidental tal y como la conocemos.

Mis convecinos cabanyaleros no me defraudaron. Sólo les faltaban las antorchas para superar a la turbamulta que linchó al monstruo de Frankenstein. Las puertas de Mercadona vomitaban cabanyaleros iracundos que, después de haber asaltado la farmacia y el estanco, arramblaban con todo lo que les cabía en los carros y las bolsas. Por lo que pude colegir, tras un somero estudio de campo, daban una importancia capital al pollo y al papel higiénico, antídotos infalibles para acabar con el maldito virus.

Y el caso es que tendría que haberme dado cuenta días atrás, cuando empezaron  las primeras señales de que el fin del mundo se acercaba. Para empezar, los chinos cerraron sus bares y comercios, dejándonos huérfanos de quintos a un euro y de herramientas de guardia. Después, suspendieron Las Fallas. Y, por si esto fuera poco, quieren empapelar al Rey Juan Carlos I.

Hoy parece que todo está más tranquilo. He bajado a Mercadona y quedaba sobrasada. Mañana me cuento.

P.D: Menos mal que no me lee nadie, porque si no ya tendría algún que otro ofendidito.

Formentera 1999

Advertencia. Contenido adulto: lenguaje soez, desnudez, drogas, racismo, machismo, niños manipulados, violencia. Formentera era el puto pa...