miércoles, 2 de noviembre de 2022

Una mañana casi perfecta

 

El Cabanyal, Valencia, 31 de octubre de 2022, unos 22 o 23 grados, puente de Todos los Santos.

Lunes festivo. ¿Existe algo mejor? Me levanto tarde, a eso de las ocho y media, y me lo tomo con calma. Desayuno mis pastillas, evacuo y salgo de paseo con la perrita, que también hace lo propio (evacuar, no le dejo que tome pastillas sin mi supervisión). Visto unas elegantes bermudas que, como sea que son mi uniforme habitual en la cocina, lucen extensos lamparones de sofrito. Parecen de camuflaje. Me cubro el tronco con una camiseta negra escasa de lustre y bastante escotada por el decaimiento. Calzado cómodo para el paseo: pinkies y manoletinas.

Regreso a casa y obro de nuevo. En esto de soltar lastre soy de podio. Más desde que me extirparon algunas tripas que, dicho sea de paso, nunca me devolvieron. Poco les hubiera costado meterlas en un túper y dármelas para que las exhibiese, las churruscase a la brasa o, simplemente, las enterrase en el jardín. Cierto es que los médico me salvaron la vida, pero les faltó tacto en este asunto.

Salgo de nuevo a la calle, esta vez sin la perrita. Me encuentro una pequeña cama elástica circular junto al contenedor de residuos orgánicos, pero, cuando voy a trincarla, se manifiestan desde la nada cinco adolescentes imberbes que me la arrebatan y cruzan la calle. Los veo aparecer y desaparecer a saltitos por encima de los techos de los coches aparcados junto a la acera de enfrente. Se burlan un poco de mí, pero no me importa porque entiendo que he perdido reflejos y que he de dar paso a estas nuevas generaciones de chamarileros de poca monta. Enfilo la Calle de la Reina hacia La Batisfera, una de mis librerías de referencia. Nacho me ha escrito y dice que nuestro libro, inesperadamente,  gusta. Decido celebrarlo dejándome la friolera de menos de catorce o quince euros en libros. Y, si me sobra, me tomaré un vino blanco en una terracita. Brilla un sol limpio que no hace sudar. Los azulejos de mi barrio refulgen. Llego a la librería y la cosa se me va de las manos. Compro un bellísimo libro de Robert Frank con fotografías del Cabanyal de cuando el hombre anduvo por aquí el verano de 1952. También recupero dos libros de Eduardo Mendoza, que tuve en su momento y que intuyo en las estanterías de un buen amigo hijo de la gran puta. Tiro a pagar y veo en el mostrador una edición muy bonita de un relatito de Chirbes que adquiero por adicción. El demoniete que se posa sobre mi hombro izquierdo me dice que me lo merezco y que de aquí nada será mi cumpleaños, que estos libros no son más que un regalo anticipado. Le meto una hostia de revés al ángel que me sermonea desde el hombro derecho y camino hacia el mar. Cruzo por las Casitas Rosas como trabajo de campo. Por fortuna todo sigue igual de aristocrático, como requiere la estirpe y la endogamia. No entiendo porqué hay que elegir entre puros y bastardos, sobre todo porque no cabe una elección entre lo que existe y lo que no. Tampoco es el momento de diatribas. Pero, en cualquier caso, hoy no me importa que sea así.

 El mar nunca me defrauda, incluso cuando alguna vez me ha asustado mucho. Hoy estaba amable, plateado y quieto. Me entran ganas de hacerme un selfie con un crucero de fondo de unos quince pisos de altura y un calado abisal, como el de un iceberg. Hay gente que pasea, la justa para no molestar. Apoyo la espalda en el murete del paseo marítimo y entierro mis pies en la arena tibia, desprecinto el libro de fotografías y lo ojeo. Ni una pizca de brisa a un día de noviembre, los pies calentitos, me adormilo. Mis párpados filtran la luz del cielo, de ese azul limpio y apretado que sólo se ve aquí, y lo tiñen de un bermellón licuado. Sopor de duermevela.

Mi alcoholismo vence a la racanería y me siento en la terraza de un bar que no conozco. Cuando caigo en la cuenta de que la parroquia no es del lugar me cago en todo. El barrio se ha gentrificado (o así dicen) y en este garito nadie habla en cristiano. Todos andan preocupados de la wifi y de mirar la pantalla del Mac. Son rubios y gastan coleta o rastas. Estos pijos tienen la culpa de que todo sea más caro. Supongo que Robert Frank llamaría más la atención en 1952. Me resigno y leo un capítulo del libro de Chirbes mientras me empujo un vino blanco que, todo hay que decirlo, es bueno, está fresco y colma la copa.

Vuelvo a casa arrastrando los pies. Callejeo por donde me gusta y pienso que la mañana hubiera sido perfecta si no me hubieran cobrado 3 euracos por la copa de vino blanco. Puta gentrificación. Puta wifi.

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