miércoles, 13 de abril de 2022

Formentera 80's

Formentera era una colonia alemana. Y ya me sabe mal decirlo, pero era el paraíso. Los alemanes empezaban a beber cerveza, vino blanco y licor de yerbas a primera hora, alrededor de las once a.m., y a eso de las diez p.m. llevaban una torta considerable y se retiraban a sus hoteles trastabillando. Se mostraban respetuosos con la limpieza de la isla y rara vez gritaban. Por la noche podías dormir sin mayores sobresaltos. Además los alemanes eran muy dados a desnudarse como yo, por lo que todo parecía fluir en primitiva y mística hermandad. La desnudez, el sol y la sal combinan maravillosamente bien, salvo cuando su piel, transparente como la de un feto de cuatro meses, se quemaba dolorosamente. Ese era el caso de muchos alemanes que, poco protegidos o mal avisados, se freían en las calas pitiusas. Una vez, sin quererlo, me quedé enganchado mirando sin disimulo los cojones pelados de un teutón. Los tenía refulgentes, tan rojos que imaginé que le hervían y que la salsa se le había espesado tanto que se le pegaría al fondo del forro. Desde luego, no creo que al alemán le preocupase su fertilidad.

Una tarde, años después, llegó un italiano. Al atardecer sonó un teléfono móvil, algo inaudito en la isla. “¡Ciao!”, gritó Giorgio. Y eso fue el principio del fin. Los italianos llenaron de gritos la isla, la vistieron y, lo que es peor con ellos, como en perfecta simbiosis, se instaló la Guardia Civil. Y los jipis, que para bien ya no lo eran, aprendieron a hablar con la i, y los alemanes se largaron a otros paraísos, y había motos abandonadas, y me robaron la ropa tendida, y me levantaron a la novia, y a mi novia le levantaron al novio, y me cagué en la puta madonna y no volví jamás.

Me gusta lo poco que conozco de Italia. Yo, cuando voy por ahí, no grito porque no me sale. Pero ganas no me faltan. ¡Porca miseria!

La belleza

 

Llegaba al apeadero del tren, siempre vacío, poco antes de que amaneciera. Después, subía la cuesta hacia la plaza de la iglesia. El paseo me llevaba unos veinte minutos. Las golondrinas madrugadoras bajaban en vuelo rasante por las calles del pueblo. Ya arriba, los primero rayos del sol de junio iluminaban la fachada de la iglesia. Aquellos días, mi trabajo consistía en subirme al andamio y limpiar la piedra de la parte superior, alrededor de la hornacina donde una escultura de la Virgen y el Niño bendecían a paisanos y forasteros. La Virgen y el Niño habían sufrido daños cuando se inició la Guerra Civil. Los ánimos andaban algo alterados por entonces y a alguien se le ocurrió que era necesario pegarle un martillazo a la imagen. Apoyaron una escalera de madera en la fachada e hicieron que un niño subiera con un martillo y la emprendiera a golpes con el mármol. Los trozos cayeron al suelo. Algunos de ellos fueron recuperados años después, pero la cara de la Virgen y una de las manitas del Niño desaparecieron para siempre. Un amigo escultor trabajaba ya en su taller para reponer ambas piezas. No fue un trabajo fácil, porque no había documentación alguna. Tan sólo una copia de un grabado de muy mala calidad y que no aportaba nada relevante. Datando la escultura, estudiando la iconografía y comparándola con otras contemporáneas se pudo realizar una restauración respetuosa y fiel al original. Como también hicimos con la puerta de la iglesia, retirando las planchas de metal, muchas corroídas, y sustituyéndolas por otras que repujó un artesano in situ replicando el dibujo primitivo. La puerta ya había sido parcheada anteriormente, y entre otras curiosidades encontramos recortes de las latas de leche en polvo del Plan Marshall, cuando los estadounidenses, allá por la década de los cincuenta del siglo pasado, nos dieron limosna. Y es que en aquellos tiempos se aprovechaba todo.

Existen muchos tipos de piedra y muy diversas formas de limpiarla. La más rápida y eficaz, pero también la más agresiva, es proyectar agua o arena a presión. Hace mucho que no trabajo restaurando y no sé si hoy en día hay técnicas mejores, pero a principios de los dos mil existía una, más cara pero menos agresiva que el agua o la arena, que consistía en disparar sobre la piedra microesferas de vidrio. Las minúsculas esferas estallaban en la fachada, rebotaban pulverizadas y caían sobre las losas de la plaza. Así, bajo el andamio y sin premeditarlo, creamos una playa tropical de fina arena blanca en un escarpado pueblo del interior. Todas las mañanas, cuando el sol calentaba sin quemar, un montón de niños se reunían debajo del andamio y jugaban en la arena con sus cubos, palas y rastrillos, como si estuvieran junto al mar. Las golondrinas gorjeaban sobre nuestras cabezas, componiendo una banda sonora mediterránea, onírica. A veces me parecía oír el ir y venir de las olas en la orilla de la playa. A los niños no parecía afectarles el roce de la arena de vidrio. Más de uno se hurgaba la nariz a fondo, inhalando el polvo, algo que me preocupaba un tanto. ¡Pero parecían tan felices! Poco a poco fui conociendo a los niños, a las niñas y a sus familias. Algunas madres se turnaban para limpiar la iglesia y me pedían que les echase un vistazo a sus niños desde la atalaya de mi andamio mientras barrían y sacaban el polvo del órgano y los candelabros.

Uno de los niños se llamaba Juan. Juan vivía con sus padres y su abuelo en una casa contigua a la iglesia. Todas las mañanas, Juan sacaba, por este orden, una caja con dos o tres sandías, una silla de madera y a su abuelo.  Sentaba al abuelo en la silla y se venía a jugar a la playa con sus amigos. Yo miraba al abuelo de vez en cuando. Tenía la piel curtida y un apósito enorme le cubría toda la calva. Se le caía la baba. Nunca le oí hablar ni le vi vender una sandía. Le pregunté a Juan que por qué dejaba al abuelo sentado junto a la caja de sandías si nunca le había visto vender ninguna. Me contestó que de lo que se trataba es de que al abuelo le diera el sol, que lo de las sandías no importaba. ¿Y si alguien quería comprar una  sandía?, comenté. Bueno, me dijo, pues me avisas y yo se la vendo.

La restauración nos llevó un mes y pico. Retiramos el andamio y pudimos contemplar con distancia nuestra obra. No había quedado nada mal. Los vecinos estaban muy contentos. Nos habían cogido cariño. Y nosotros a ellos. El párroco, agradecido, nos invitó a comer en su casa. Comimos de maravilla, bajo el fresco emparrado del patio trasero. También había una higuera que nos emborrachaba con su aroma dulce. La tarde y la sobremesa se alargaron. Conversábamos sobre esto y aquello. El cura nos contó que, después del terremoto, los vecinos reutilizaron columnas y capiteles del castillo para reconstruir sus casas. Ahora se ven integrados en las paredes del pueblo. Le hablé de Juan y de su abuelo, y de lo feliz que había sido aquellos días de andamio. El cura me dijo: “Sabes quién es el abuelo de Juan”. Le contesté que no. Y me contó: “El abuelo de Juan es el niño que rompió a martillazos la cara de la Virgen”. Y no hubo ni un asomo de rencor en sus palabras. Sólo la satisfacción de una historia bien cerrada. Y la felicidad de saber que lo importante no son las ideas, sino la belleza.

Insomnio

 Los insomnes no queremos serlo. El insomnio nos desordena la vida. Si de mí dependiera, sin  ir más lejos, organizaría de otro modo mis horarios laborales. Pero comprendo que el día es por naturaleza el mejor momento para trabajar. Aunque la verdad es que se hace muy difícil cuando no descansas por la noche. Somos, según dicen, animales diurnos, aunque yo empiezo a funcionar relativamente bien sobre las siete de la tarde y apenas durante un par de horas. Y esto en el mejor de los casos y si, con suerte y por una de esas, he descabezado una siestecita después de comer. El caso es que, por lo que he comprobado, no hay trabajo que soporte esta raquítica dedicación. Después de las siete de la tarde divago y la mayor parte de mis ideas son bazofia, cuando no peligrosas.  Así que paseo al perro mientras escucho música o algún podcast, intentando alejar de mí ideas macabras o suicidas. Después, ceno y me acuesto temprano odiando la cama de antemano porque preveo otra nochecita de mierda.

Lo que sigue es fácil de resumir: me voy a la cama temprano, leo un rato, me duermo y me despierto tres o cuatro horas después cagándome en lo más sagrado y, de paso, también en lo civil. Y así una noche tras otra. Así funciona mi insomnio. Además, durante esas tres o cuatro horas de sueño poco profundo suelo tener pesadillas, algunas recurrentes. Entonces me araño sin darme cuenta las muñecas, los pies y la espalda hasta hacerme sangre. Mis pesadillas están cargadas de personajes, lugares y objetos muy nítidos, casi palpables, a veces hasta los huelo, y son tan vívidas que recuerdo hasta el último detalle. Se trata de historias complejas, a todo color, con una trama lineal que se bifurca en multitud de subtramas que saltan de un tiempo y un espacio a otro con cierta coherencia onírica. La verdad es que, y no es por chulear, mis pesadillas son de óscar freudiano. Por cierto, soy de los que piensan que los sueños sólo interesan a quienes los sueñan y a los psiquiatras. Yo le tengo dicho al mío que debería pagarme en vez de sacarme hasta los empastes. Entre las historias más o menos ciertas y las que me invento por completo tiene para aburrir a sus colegas del Club de los Alegres Pillastres de Eros. Por eso tan sólo pergeñaré unas pocas líneas a cuenta de mi peor y más contumaz pesadilla. En mi peor pesadilla hordas de personas, conocidas o no, invaden mi casa cual plaga bíblica. Esta invasión hostil suele ir acompañada de desastres de todo tipo como aludes de lodo, pestes bubónicas, disoluciones radiactivas o festivales folclóricos con gaitas. No hay nada peor que tener que cocinar para cientos de personas que toman al asalto tu casa, la saquean, la arruinan y no te dan ni las gracias. Y cuando hablo de mi casa me refiero a la de verdad, a la gran casa familiar de mi infancia, y no al pisito en el que vivo de modo provisional desde hace veintiséis años. Me imagino que estas pesadillas se deben a que creo ser una persona de izquierdas pero también defiendo con fanatismo la propiedad privada, de ahí que mi consciente y mi subconsciente colisionen con violencia cuando sueño.

En estos desvelos puedes adoptar diversas posturas. De entrada, se trata de descartar cualquier consejo, incluso los profesionales. Recuerdo como si fuera ayer mi primer día insomne. Fue un sábado de verano, a los quince años, de vacaciones. Yo mismo me sorprendí cuando me levanté al mismo tiempo que mis padres. No le di ninguna importancia, de hecho me pareció hasta elegante pasar una noche en blanco sin haber salido de farra. No supe ver la que se me venía encima. Desde entonces he recibido todo tipo de recomendaciones, unas más o menos razonables y otras completamente absurdas. Me han recetado yerbas, opios y meditaciones. Me han hablado de respiraciones, paredes en blanco y masajes. De gimnasias masturbatorias del pene y letanías tibetanas. También de terapias esotéricas con constelaciones, agujas, piedrecicas, vapores aromáticos y antepasados muertos. Y hubo quien me habló de maleficios y males de ojo perfectamente subsanables a través de sacrificios de reptiles o, en su defecto, de pequeñas mutilaciones de diversos seres de sangre caliente. Además, por supuesto, cualquier remedio  ha de ir acompañado de ejercicio y una dieta sana ajena al jamón, al vino y al resto de todo lo bueno.

Desechadas, pues, tan absurdas recomendaciones, he decidido recurrir a mis propias terapias, que no funcionan en absoluto. Pero antes de empezar a aplicarlas hay que adecuar el entorno. Lo obvio y esencial es una cama, oscuridad y silencio. Las dos primeras son fáciles de conseguir, pero el silencio no sólo depende de mí. Vivo en un primero. Las ventanas de mi piso recaen sobre una avenida. Por la avenida petardean camiones, coches y motos. Y por las noches los camiones de la basura vacían los contenedores. Mis favoritos son los del vidrio que, casualmente, están a escasos diez metros de la ventana de mi dormitorio. Cuando el camión de la basura vacía el contenedor del vidrio provoca un maremágnum sonoro sólo comparable al que crearía una orquesta de psicópatas dodecafónicos. Por si esto fuera poco, los horarios de recogida coinciden con los de mi primer y único sueño, por lo que, a lo largo de los años, he incubado un odio profundo hacia los concejales de residuos sólidos. Para colmo de mis males, el cabecero de mi cama está pegado al tabique que separa mi dormitorio de la escalera del edificio, de manera que cualquier vecino que quiera salir a la calle pasa a un palmo escaso de mi cabeza. El peor de todos es el vecino del perro que ladra. Al vecino del perro que ladra, que tiene la costumbre de bajarlo a pasear a la hora que yo me acuesto, le cercenaría todas las glándulas. El ruido, indudablemente, contamina más que el plástico. Y no hay tapones que valgan.

Así las cosas, los insomnes nos volvemos maniáticos. Yo, por ejemplo, necesito un número determinado de almohadas, cinco para ser exactos, con unas formas, tamaños y texturas determinados. Tres de ellas me las pongo debajo de la cabeza, otra, más pequeña, encima, y la quinta sólo la utilizo en verano para separarme las piernas e impedir que rocen entre sí. También evito que mi aliento caiga sobre mis brazos, por lo que he de cubrirlos con la sábana o con un pañuelo. Por las noches deberíamos dejar de respirar y mantener nuestras pulsaciones bajo mínimos. En invierno uso pijama, pero ha de ser muy ligero y de cuello abierto, porque de no ser así sudo como un pollo y padezco ahogos menopaúsicos. Además, tanto en invierno como en verano saco de vez en cuando uno de mis pies por debajo de las sábanas para que se enfríe. Duermo con un rascador de espaldas y una botella de agua que dejo en el suelo, junto a la cama. En la mesita de noche, además del flexo y el libro del momento, no pueden faltar el nebulizador y los pedacitos de papel higiénico, por si se me tapona la nariz. Por supuesto, ahí está omnipresente el reloj despertador, que no he utilizado en esta vida más que para torturarme viendo pasar los minutos y las horas. Lo del orinal lo abandoné hace años, pero siempre procuro acostarme en el lado de la cama más cercano al baño. Y para qué hablar de las sofisticadas posturas que adopto para sentirme cómodo, dignas del mejor yogui o del más hábil contorsionista. Como se comprenderá, me es muy complicado viajar y alojarme en hoteles con semejante lastre de manías e impedimentas, de las que este párrafo no es más que un breve resumen. 

Como decía, hace tiempo que renuncié a las pastillas y otras terapias. Y como soy incapaz de dejar la mente en blanco, tal y como se me aconseja, procuro al menos no pensar en temas desagradables y evito a toda costa organizar mis  agendas de trabajo. Así, me enfrasco en extrañas cavilaciones o invento historias que, por el día, me parecen gilipolleces. La semana pasada le di vueltas al mejor sistema para colonizar la luna. No entraré en detalles, pero los robots tendrán que trabajar de firme. Y esta semana ando metido en una película con aires de saga en la que se combinan paisajes bucólicos con cruentos magnicidios.

No dormir es un sindiós. El insomnio es el infierno, una de las peores invenciones de Satán. Y os lo cuento -y que se me perdone la coquetería-  desde el punto de vista de quien ha padecido todo tipo de miserias. Ninguna, os lo aseguro, comparable a no pegar ojo

Formentera 1999

Advertencia. Contenido adulto: lenguaje soez, desnudez, drogas, racismo, machismo, niños manipulados, violencia. Formentera era el puto pa...