Los insomnes no queremos serlo. El insomnio nos desordena la
vida. Si de mí dependiera, sin ir más
lejos, organizaría de otro modo mis horarios laborales. Pero comprendo que el
día es por naturaleza el mejor momento para trabajar. Aunque la verdad es que
se hace muy difícil cuando no descansas por la noche. Somos, según dicen,
animales diurnos, aunque yo empiezo a funcionar relativamente bien sobre las
siete de la tarde y apenas durante un par de horas. Y esto en el mejor de los
casos y si, con suerte y por una de esas, he descabezado una siestecita después
de comer. El caso es que, por lo que he comprobado, no hay trabajo que soporte
esta raquítica dedicación. Después de las siete de la tarde divago y la mayor
parte de mis ideas son bazofia, cuando no peligrosas. Así que paseo al perro mientras escucho
música o algún podcast, intentando alejar de mí ideas macabras o suicidas.
Después, ceno y me acuesto temprano odiando la cama de antemano porque preveo
otra nochecita de mierda.
Lo que sigue es fácil de resumir: me voy a la cama temprano,
leo un rato, me duermo y me despierto tres o cuatro horas después cagándome en
lo más sagrado y, de paso, también en lo civil. Y así una noche tras otra. Así
funciona mi insomnio. Además, durante esas tres o cuatro horas de sueño poco
profundo suelo tener pesadillas, algunas recurrentes. Entonces me araño sin
darme cuenta las muñecas, los pies y la espalda hasta hacerme sangre. Mis
pesadillas están cargadas de personajes, lugares y objetos muy nítidos, casi
palpables, a veces hasta los huelo, y son tan vívidas que recuerdo hasta el
último detalle. Se trata de historias complejas, a todo color, con una trama
lineal que se bifurca en multitud de subtramas que saltan de un tiempo y un espacio
a otro con cierta coherencia onírica. La verdad es que, y no es por chulear,
mis pesadillas son de óscar freudiano. Por cierto, soy de los que piensan que
los sueños sólo interesan a quienes los sueñan y a los psiquiatras. Yo le tengo
dicho al mío que debería pagarme en vez de sacarme hasta los empastes. Entre
las historias más o menos ciertas y las que me invento por completo tiene para
aburrir a sus colegas del Club de los Alegres Pillastres de Eros. Por eso tan
sólo pergeñaré unas pocas líneas a cuenta de mi peor y más contumaz pesadilla.
En mi peor pesadilla hordas de personas, conocidas o no, invaden mi casa cual
plaga bíblica. Esta invasión hostil suele ir acompañada de desastres de todo
tipo como aludes de lodo, pestes bubónicas, disoluciones radiactivas o
festivales folclóricos con gaitas. No hay nada peor que tener que cocinar para
cientos de personas que toman al asalto tu casa, la saquean, la arruinan y no
te dan ni las gracias. Y cuando hablo de mi casa me refiero a la de verdad, a
la gran casa familiar de mi infancia, y no al pisito en el que vivo de modo
provisional desde hace veintiséis años. Me imagino que estas pesadillas se
deben a que creo ser una persona de izquierdas pero también defiendo con
fanatismo la propiedad privada, de ahí que mi consciente y mi subconsciente
colisionen con violencia cuando sueño.
En estos desvelos puedes adoptar diversas posturas. De
entrada, se trata de descartar cualquier consejo, incluso los profesionales.
Recuerdo como si fuera ayer mi primer día insomne. Fue un sábado de verano, a
los quince años, de vacaciones. Yo mismo me sorprendí cuando me levanté al
mismo tiempo que mis padres. No le di ninguna importancia, de hecho me pareció
hasta elegante pasar una noche en blanco sin haber salido de farra. No supe ver
la que se me venía encima. Desde entonces he recibido todo tipo de
recomendaciones, unas más o menos razonables y otras completamente absurdas. Me
han recetado yerbas, opios y meditaciones. Me han hablado de respiraciones,
paredes en blanco y masajes. De gimnasias masturbatorias del pene y letanías
tibetanas. También de terapias esotéricas con constelaciones, agujas,
piedrecicas, vapores aromáticos y antepasados muertos. Y hubo quien me habló de
maleficios y males de ojo perfectamente subsanables a través de sacrificios de
reptiles o, en su defecto, de pequeñas mutilaciones de diversos seres de sangre
caliente. Además, por supuesto, cualquier remedio ha de ir acompañado de ejercicio y una dieta
sana ajena al jamón, al vino y al resto de todo lo bueno.
Desechadas, pues, tan absurdas recomendaciones, he decidido recurrir
a mis propias terapias, que no funcionan en absoluto. Pero antes de empezar a
aplicarlas hay que adecuar el entorno. Lo obvio y esencial es una cama,
oscuridad y silencio. Las dos primeras son fáciles de conseguir, pero el
silencio no sólo depende de mí. Vivo en un primero. Las ventanas de mi piso
recaen sobre una avenida. Por la avenida petardean camiones, coches y motos. Y
por las noches los camiones de la basura vacían los contenedores. Mis favoritos
son los del vidrio que, casualmente, están a escasos diez metros de la ventana
de mi dormitorio. Cuando el camión de la basura vacía el contenedor del vidrio
provoca un maremágnum sonoro sólo comparable al que crearía una orquesta de
psicópatas dodecafónicos. Por si esto fuera poco, los horarios de recogida
coinciden con los de mi primer y único sueño, por lo que, a lo largo de los
años, he incubado un odio profundo hacia los concejales de residuos sólidos. Para
colmo de mis males, el cabecero de mi cama está pegado al tabique que separa mi
dormitorio de la escalera del edificio, de manera que cualquier vecino que
quiera salir a la calle pasa a un palmo escaso de mi cabeza. El peor de todos
es el vecino del perro que ladra. Al vecino del perro que ladra, que tiene la
costumbre de bajarlo a pasear a la hora que yo me acuesto, le cercenaría todas
las glándulas. El ruido, indudablemente, contamina más que el plástico. Y no
hay tapones que valgan.
Así las cosas, los insomnes nos volvemos maniáticos. Yo, por
ejemplo, necesito un número determinado de almohadas, cinco para ser exactos, con
unas formas, tamaños y texturas determinados. Tres de ellas me las pongo debajo
de la cabeza, otra, más pequeña, encima, y la quinta sólo la utilizo en verano
para separarme las piernas e impedir que rocen entre sí. También evito que mi
aliento caiga sobre mis brazos, por lo que he de cubrirlos con la sábana o con
un pañuelo. Por las noches deberíamos dejar de respirar y mantener nuestras pulsaciones
bajo mínimos. En invierno uso pijama, pero ha de ser muy ligero y de cuello
abierto, porque de no ser así sudo como un pollo y padezco ahogos menopaúsicos.
Además, tanto en invierno como en verano saco de vez en cuando uno de mis pies
por debajo de las sábanas para que se enfríe. Duermo con un rascador de
espaldas y una botella de agua que dejo en el suelo, junto a la cama. En la
mesita de noche, además del flexo y el libro del momento, no pueden faltar el
nebulizador y los pedacitos de papel higiénico, por si se me tapona la nariz.
Por supuesto, ahí está omnipresente el reloj despertador, que no he utilizado en
esta vida más que para torturarme viendo pasar los minutos y las horas. Lo del
orinal lo abandoné hace años, pero siempre procuro acostarme en el lado de la
cama más cercano al baño. Y para qué hablar de las sofisticadas posturas que
adopto para sentirme cómodo, dignas del mejor yogui o del más hábil
contorsionista. Como se comprenderá, me es muy complicado viajar y alojarme en
hoteles con semejante lastre de manías e impedimentas, de las que este párrafo
no es más que un breve resumen.
Como decía, hace tiempo que renuncié a las pastillas y otras
terapias. Y como soy incapaz de dejar la mente en blanco, tal y como se me
aconseja, procuro al menos no pensar en temas desagradables y evito a toda
costa organizar mis agendas de trabajo. Así,
me enfrasco en extrañas cavilaciones o invento historias que, por el día, me
parecen gilipolleces. La semana pasada le di vueltas al mejor sistema para colonizar
la luna. No entraré en detalles, pero los robots tendrán que trabajar de firme.
Y esta semana ando metido en una película con aires de saga en la que se
combinan paisajes bucólicos con cruentos magnicidios.
No dormir es un sindiós. El insomnio es el infierno,
una de las peores invenciones de Satán. Y os lo cuento -y que se me perdone la
coquetería- desde el punto de vista de
quien ha padecido todo tipo de miserias. Ninguna, os lo aseguro, comparable a
no pegar ojo