28/04/2020. Cuadragésimosexto día.
Me considero una persona poco caprichosa. ¡Qué digo! Más
bien al contrario soy un rata, un miserable. No tiro nada hasta que no se rompe, deja de
funcionar o se cae a trozos. Guardo de todo, incluso aparatos obsoletos porque
sé que algún día algún tarado querrá devolverles la vida. Como algún otro
resucitará a Walt Disney, aunque imagino que en ambos casos será para decorar. En
realidad, lo mío no es tan raro. En muchas casas hay tecnología obsoleta como
decoración: máquinas de escribir, teléfonos negros de baquelita, cámaras de
fotos de fuelle, etc. Pero es que esos objetos tienen clase y hacen bonito. Es
una cuestión de clasismo y de tiempo. Un televisor en blanco y negro es todavía
un trasto viejo, no una antigüedad. Demasiado humilde. Tendrá que ganarse los
galones con los siglos, pero llegará su momento. No en vano, la profesión de
los vampiros es la anticuaria, porque tienen tiempo para dejar que los objetos
envejezcan. No así ellos, los magos póstumos, para los que, aunque cerúleos, no
pasa el tiempo. Por no tirar, tengo cajones y bolsas llenas de cables de todo
tipo. Y aquí mi tragedia de hoy. Quiero insistir en que vivo del aire para que
se comprenda la magnitud del drama. En verano, aguanto el mes con dos camisetas,
un bañador y unas sandalias cuyo velcro dejó de pegar hace un lustro, pero para
eso está el papel de celo. El asunto es que hace unos días dejó de funcionar el
micro de mi ya cascado ordenador portátil. Imaginad hasta qué punto es una
chatarra que un día me lo llevé a la escuela y un alumno me pidió permiso para
hacerle una foto. Le daba la risa. Hoy, gracias a la abnegada mensajería, he
recibido un micro nuevecito. Mola mucho. En cuanto lo he instalado me he
sentido como Iñaki Gabilondo. Tiene un aspecto muy profesional. Lo he
enchufado. Funcionaba. No cabía en mí de gozo, mas, de súbito, la cámara del ordenador
ha palmado. Así, de golpe, sin agonía previa a lo HAL 9000. Su ojillo luminoso
ha parpadeado un par de veces y ha expirado. Esto, en otras circunstancias, me
la sudaría un tanto la polla, pero como sea que he de dar clase y necesito de
audio y video me he sumido en la desesperación. Me he mesado los cabellos, he
comenzado a babear espumarajos, he sufrido varios espasmos que me han hecho
caer al suelo y cuando ya se avecinaba la apoplejía he caído en la cuenta de
que tengo una cámara de fotos con vídeo. “¡Hostia!” -he pensado en un arrebato
de genialidad-, “Conecto la cámara al portátil y todo resuelto”. He encontrado
la cámara. Es de mi hija. Estaba descargada. He cargado la batería. He buscado
el cable para conectarla y… ¡de entre los cientos de cables enredados que he
ido acumulando los últimos años no había ninguno que encajase! Entonces he
echado muchísimo de menos la sociedad de consumo, poder bajarme a la tienda de
informática de la esquina y comprar una webcam
baratita que me sacase del apuro. No me ha gustado verme estresado tras un día
de trabajo delirante. Porque, pensándolo bien, ¿qué más da? ¿No son estos problemas de ricos?
Me llaman para cenar. Mi abuelito decía: “A la taula i al
llit al primer crit”. Adeu.
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