jueves, 2 de julio de 2020

En las casas y el transporte urbano


Hace un calor de justicia. Aunque poca justicia se encuentra en este infierno inclemente. De hecho, y al parecer, la expresión deriva de un tipo de tortura que consistía en abandonar a un prisionero bajo el sol durante horas sin ningún tipo de protección, alimento o bebida. Sería Dios quien decidiese si el acusado era o no inocente. A la mayor parte de los reos se les achicharraban los sesos pero el que sobrevivía quedaba libre, aunque es de suponer que bastante pasado de punto.

El sol caía a plomo esta mañana. Aun así, he acompañado a mi amigo -el que se muda- a ver pisos. Me encanta ver casas, pisos y barcos e imaginar qué vida llevaría en ellos. Siempre que paso por delante del escaparate de una inmobiliaria me quedo mirando las fotos y los precios de las casas, aunque no tenga ninguna intención de cambiar de domicilio. Me ocurre lo mismo cuando paseo por el puerto y veo algunos barcos que me llaman la atención por algún motivo, sabiendo que nunca tendré uno. Supongo que es una afición muy común. Imaginar es gratis y da gustito. Recuerdo una peli, “La boda de Muriel”, en la que la prota imaginaba su propia boda probándose trajes de novia en las tiendas del ramo. A mí me ocurre lo mismo con las casas. Me gusta acompañar a quienes necesitan comprar o alquilar y pienso que soy yo quien se muda. Me doy una vuelta por el barrio y me fijo en las ferreterías, los quioscos y los bares. También estudio el transporte urbano para saber cómo y cuánto tiempo me costaría llegar al trabajo. Y una vez en el metro o el autobús, fantaseo sobre las vidas de la gente, aunque, a decir verdad, últimamente la mascarilla me tapa algunos rasgos que considero fundamentales para adivinar quiénes podrían ser unos u otros. Así, una nariz de garfio o unas encías piorréicas me dicen tanto de una persona como sus ojos. Otra cosa es que acierte. Estoy seguro de que no doy ni una con las vidas que imagino, porque tiendo siempre a la astracanada. Veo a una mujer con obesidad mórbida y la imagino tirándose en paracaídas. El setentón asténico de hombros caídos y mentón huidizo fue, hasta hace poco, El Último Hombre Bala.  O las adolescentes gemelas, con faldita a cuadros, que mastican chicle sin parpadear y que, sin lugar a dudas, están poseídas por Satanás.

A veces  especulo con que el autobús o el vagón de tren en los que viajo quedan aislados del mundo por una paradoja espacio-temporal. Entonces reflexiono sobre los papeles que adquirirían cada uno de los pasajeros. Los “seguratas”, como es obvio, impondrían su ley por mor de sus galones privados y sus porras. El revisor y el conductor se unirían a ellos por lo civil. El chico y la chica, jóvenes, guapos y tatuados, tontearían enseguida. El matrimonio octogenario anunciaría su defunción inmediata sin las provisiones de su camello del ambulatorio y sin pegamento para la dentadura. Los guiris, que iban de camino a la playa, tardarían en comprender que no disfrutaban de una performance folclórica. El tipo de la corbata se liaría a hostias con el Cobrador del Frac. El resto del pasaje, muy variopinto, oscilaría entre el abatimiento y la histeria. Yo, como siempre, optaría por el escaqueo, esperando que no se confundiese mi reserva con sabiduría. Pasadas las horas, y en vista de que los teléfonos móviles no funcionarían y conscientes de que el rescate podría demorarse, comenzaríamos a tomar algunas decisiones importantes: qué comer, dónde dormir y dónde situar el baño. Comeríamos lo que hubiera, repartido y racionado convenientemente. Los asientos siempre serían más cómodos que el suelo para dormir, por lo que se cederían a los mayores y a los niños. Las mujeres reclamarían su derecho a la intimidad para obrar con discreción en la cabina del conductor.

Casi desde el primer instante se crearían camarillas por sexos, edades o estatus social. A los tres días la situación sería insostenible. El chico guapo, italiano para más señas, rompería la ventanilla con el martillito reglamentario y, contraviniendo las leyes elementales de la cobardía y la prudencia, se adentraría en la espesa niebla que rodearía los vehículos desde el primer momento. Le oiríamos lloriquear “Mamma, ay mamma” y nunca más sabríamos de él. Un idiota menos. Para entonces, el autobús o el vagón apestarían. La histeria devendría en desesperación. El séptimo día se cometería el primer asesinato. Surgirían y se derrocarían líderes de un día para otro. Uno de ellos propondría comerse el cadáver a falta de otra cosa que llevarse a la boca. Los menos remilgados apoyaríamos la propuesta. A partir de ese momento se abrirían la veda y las puertas del infierno.

(Elipsis y cambio de tono).

La niebla se disipó. La chica guapa murió junto a su bebé prematuro durante el tercer parto. Los huesos de ambos, junto con los del resto del pasaje, yacían apilados al fondo del vehículo. Algo tenía que darles de comer a mis dos hijos, ¿no?

Y en estas paso el rato cuando veo casas o viajo en transporte público. No hay nada como fantasear de un modo saludable.

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