24/03/2020. Undécimo día.
Poco puedo escribir hoy. Como preveía, el trabajo telemático
me devora. Otro timo.
Parece mentira, pero estoy estresado.
En este caso no es una cuestión de vejez, sino de
convicción. No creo que haya habido una moda más efímera que la de slow life. No encajaba en el devenir de
los tiempos. Ahora hay que moverse deprisa para parecer que haces algo. ¡Y yo
que pensaba atacar de una vez “La montaña mágica” aprovechando el parón vírico!
Es este un mundo de hiperactivos. Un desastre para aquellos que disfrutamos con
la lectura y las sobremesas largas.
Hablaré de nuevo sobre la casa.
Mis padres heredaron la casa de mis abuelos, una casa
rodeada de naranjos, cerca del mar. Lo primero que hicieron fue quitar el
teléfono. No existían los móviles por aquel entonces. Si querías cualquier cosa
de un familiar o un amigo, tenías que cargarte los bolsillos de duros y pasear
hasta la cabina más cercana. Casi nunca lo hacíamos porque casi nunca nada era
tan urgente. Sin duda resultaba mucho más instructivo dejar los duros sobre los
raíles del tren y ver cómo los afilaba con sus ruedas. O pasear por las vías
hasta la casa de mis primos. Un camino no exento de peligros porque no siempre
había espacio suficiente junto a la vía, por lo que, si se acercaba el tren, teníamos que dejarnos caer por terraplenes a
menudo muy empinados y plagados de zarzales. También resultaba emocionante
cruzar el puente del río. En este caso porque la pasarela era de tablas de madera
y faltaban algunas de ellas, de manera que tenías que saltar de unas a otras
evitando mirar al vacío y rezando para que las tablas del otro lado no
estuvieran podridas. Pero lo mejor quedaba para el final. Enfrente de la casa
de mis primos había una acequia que desaguaba hacia el mar cuando llovía. La
acequia discurría por debajo de las vías del tren y en verano estaba seca. La
verdad es que a quien se le ocurrió esta pequeña obra de ingeniería civil
habría que darle, si no el Nobel, como poco un abrazo. Creo que jamás he
sentido tanto miedo y a un tiempo tantísima excitación como cuando me tumbaba
en la acequia, debajo de las traviesas de la vía, y esperaba a que llegase el
tren. Lo oías llegar de lejos, como los comanches de las películas que apoyaban
las orejas en el raíl. Qué sensación tan extraña la de escuchar tu corazón
desde dentro, palpitando en los oídos. Y cuando al tren le quedaban pocos
metros para pasar por encima de ti, aguantabas la respiración y procurabas no
cerrar los ojos, con los puños apretados y conteniendo el aliento. ¡Ostras! ¡Qué
temblor y qué belleza!
Un fin de semana del pasado enero me acerqué a ver si
todavía seguía allí la acequia. Fue un sábado por la mañana e iba en manga
corta. Hacía calor y no me costó rememorar aquellos eternos días de verano. Ahí
seguía, pero tapada con una rejilla soldada a los bordes que impedía tumbarse
debajo de la vía. No sé si hubiera tenido el valor suficiente para hacerlo.
Además, estaba anegada por un agua musgosa. Pero me supo mal que otros niños no
pudieran disfrutar este próximo verano de lo que yo viví hace ya unos cuantos. Casi
todo el trayecto de la vía está vallado. Hemos de vivir controlados, sobre todo
los niños. No vaya a ser que se les meta una piedrecilla en el ojo y arruinemos
a las compañías de seguros.
Ahora llevo el móvil en el bolsillo. Preferiría llevar los
pocos duros con los que me sentía rico, libre y feliz.
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