25/03/2020. Duodécimo día.
No sé por qué hay un tipo de autodenominados intelectuales
que dicen que no ven en absoluto la tele, como si fuera algo vergonzante. La
tele, por lo general, es mala. Muy mala. Pero sería muy difícil no encontrar
algún partido de baloncesto o a un cocinero interesante entre tantísimos
canales.
Afortunadamente, hay gente menos pretenciosa.
Tengo un amigo capaz de tragarse del tirón un par de
películas de Bergman sin pestañear y, después, engancharse a un programa de
ovnis y fantasmas o a otro de asesinatos en Norteamérica sin avergonzarse en
absoluto. Cuando me cuenta las virtudes de estos programas que tratan de lo
paranormal o de asesinos en serie, me acuerdo siempre de “Caro Diario”, la
película de Nanni Moretti. La película está formada por varias historias que
protagoniza el propio Nanni Moretti. En una de ellas se embarca con un amigo
suyo, un escritor que rechaza la vida moderna y vive absorto en su trabajo,
para recorrer algunas islas italianas. Durante uno de los trayectos entre isla
e isla, el escritor se queda mirando la tele en la que emiten un culebrón
yanqui, al estilo de “Dallas” pero en cutre. Navegando en ferri de una isla a
otra va enganchándose al serial hasta que llegan a una pequeña isla en la que
no hay electricidad. Huérfano de tele (por aquel entonces no había internet) el
escritor deambula desesperado por la islita hasta que, a lo lejos, distingue a
unos turistas que parecen ser yanquis. El intelectual no puede resistirse y les
pregunta a gritos si son americanos y si han visto la serie. “¿Qué ha sido de
Jenny?”, les pregunta. “¿Sobrevivió a la operación de cambio de sexo?”. “¿Y de
Larry? ¿Se acostó por fin con la monja enana?”.
Desde que hubo escritura se han tratado todas las pasiones,
desde las más nobles y elevadas hasta las más bajas y abyectas. También ha sido
así en el cine. Y las historias fantásticas, trágicas o dramáticas han
enganchado desde siempre a los lectores y a los espectadores. Hay miles de
ejemplos de ello. A mí, de pequeño, me encantaba el periódico “El Caso”, donde
se describían los crímenes más atroces de la España profunda. No faltaban entre
ellos las envenenadoras, los descuartizamientos o los escopetazos en la sesera.
Una truculencia de lo más didáctica para un niño de diez años. También me
gustaba mucho la revista “Más Allá”, dirigida por el doctor Giménez del Oso, en
la que se contaban historias de fantasmas, se hablaba de casos de lobizón o
vampirismo y se referían avistamientos de UFOS e, incluso, raptos de humanos
por extraterrestres. A los extraterrestres, que viajaban en platillos a la velocidad de la luz desde Alpha Centauri,
les encantaba experimentar con paletos, a los que sodomizaban una y otra vez
para luego abandonarlos en algún descampado extremeño.
Después, se pusieron de moda las pelis de catástrofes.
Transatlánticos hundidos, rascacielos en llamas, aviones en apuros, terremotos,
amenazas nucleares… los pobres yanquis no ganaban para sustos. Y al cabo de un
tiempo, a rebufo del VIH y el ébola,
llegó la moda de las infecciones. La humanidad se extinguiría por culpa de un
virus descontrolado. Creo que fue en una de estas películas cuando escuché por
primera vez la palabra pandemia. Lo mejor es que, después de que la humanidad las
pase putas, todas estas películas tienen un final feliz. Espero que no me toque
el papel del mejor amigo negro del prota.
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