jueves, 2 de abril de 2020

Amistad rota


02/04/2020 Vigésimo día. Sin novedad: nublado.

Cada vez es más difícil aprender idiomas. En el caso del español existe el idioma que aprendimos y, en paralelo, el que se está gestando a partir de la corrección política. Entre ayer y hoy me he enfrentado con  un par de casos al respecto.

Tengo un alumno húngaro, Ádám, que empieza a soltarse en español con la gracia de quienes todavía no dominan del todo el vocabulario pero que no temen meter la pata y preguntan cuando tienen dudas acerca de tal o cual palabra. Imaginad lo que se esfuerza mi alumno en una clase de guion impartida totalmente en español. Ayer, todos los alumnos tenían que exponer sus primeras ideas para desarrollar una historia. Ádám comenzó diciendo: “Mi historia va de unos viejos…” , se paró en seco y preguntó: “¿Se puede decir viejos?”. El caso es que no lo preguntaba creyendo que la expresión fuese incorrecta, sino porque pensaba que pudiera ser ofensiva. A los viejos ahora hay que llamarlos “mayores”. También cabe denominarlos “abuelos”, con cariño respetuoso y siempre y cuando haya confianza.

Pues bien, empezaba yo estas líneas con la intención de relatar la amistad fraternal y la posterior ruptura traumática entre dos mendigos. Una historia que ha sucedido en el banco de enfrente de mi casa y alrededores y que ha transcurrido en apenas tres o cuatro horas. Me parecía un magnífico ejemplo de cómo se puede resumir una historia, que habitualmente sucede por rencores adquiridos a lo largo de los años, en un lapso tan corto de vida. Y, de repente, he caído en la cuenta de que no podía llamar a mis protagonistas mendigos, porque está feo. Y nada más me faltaba a mí, que me paso los días de encierro hablando de los problemas de los ricos, abundar en mi frivolidad y falta de empatía con los que sufren de verdad (espero que esta vez se entienda la ironía). Así que me he puesto a darle vueltas al magín para encontrar un sinónimo respetuoso y me he dado cuenta de que no me gustan. “Sin hogar” o “sin techo” son traducciones mierdosas del yanqui, y “marginados” es demasiado genérico y poco literario. “Indigente”, “pobre” o “vagabundo” tampoco parecen tener cabida en lo correcto. Por no hablar de “pordiosero”, “menesteroso”, “necesitado” o “pedigüeño”, cuyo uso roza el delito. A ver cómo me las apaño.

Hoy he visto desde mi ventana cómo dos hombres que pernoctan en la calle y viven de la buena voluntad de las personas han iniciado una hermosa amistad. Se han conocido en la puerta del estanco donde apelan a los buenos sentimientos de quienes hacen cola para proveerse de tabaco o adminículos relacionados con el mismo. Por extraño que parezca, no les ha parecido mal compartir la clientela de dadivosos, de manera que han aunado sus fuerzas y, por turnos, deben haber sacado pingües beneficios a juzgar por lo que ha ocurrido después. Mientras uno de ellos seguía en su puesto, el otro se ha acercado a Mercadona,  y me imagino que tras la pertinente desinfección, ha comprado una docena de latas de cerveza barata. Contentos tras el esfuerzo se han sentado en un banco. Tras la ingesta de la primera cerveza reían y se abrazaban con gran efusión y alharacas. Tras la segunda, parecían contarse su vida hasta el punto de reír y llorar sin dejar de abrazarse. Se llamaban hermano el uno al otro y se prometían lealtad y amistad eterna. No hacía falta interpretar sus emociones, porque las compartían a voz en grito. Pero cuando llevaban cinco cervezas se ha torcido la cosa. A uno le ha dado por cantar en un idioma ininteligible y sin entonación alguna al tiempo que golpeaba con los puños el hombro de su amigo. Al amigo no le ha gustado la canción ni tampoco la golpiza y se ha quitado de encima de un empujón al púgil cantautor. Este ha trastabillado, se ha caído de culo y se ha erguido digno para continuar la función. Show must go on, como dijo aquel. Todavía les quedaba una cerveza a cada uno y se mascaba la tragedia. Como era de esperar han acabado a tortas aunque sin tino, hasta que al que no le apetecía el concierto ha decidido largarse. Entonces ha ocurrido una de las escenas más trágicas y a la vez tiernas que he visto en mucho tiempo. El barítono del absurdo ha enganchado la chaqueta de su amigo y no le dejaba marchar. El otro se ha zafado y se ha alejado poco a poco, con paso zigzagueante, dándose la vuelta de vez en cuando y señalando con el dedo al que fue su amigo del alma que, de rodillas, le suplicaba que no se fuese. Y así se ha quedado un rato, componiendo una figura patética, hasta que se lo ha pensado, se ha levantado, se ha acercado al banco, ha apurado los culos de las latas de cervezas y ha entonado su saeta particular:
“Ayyyy, yuuuuu, cargüeeeeeen, brrrrrrrrrrr, gñeeeeee, ayayayayayayyyyy, grumbleeeee…”, etc.

Y es que en el Cabanyal no nos resignamos a prescindir de la Semana Santa ni asfixiados por el bicho.

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