15/04/2020 Trigesimotercer día. Llueve.
Hoy pensaba darle un giro a este diario. Algo así como un
punto de inflexión. Inventarme una historia y tirar por ahí unos días. Había
barajado la posibilidad de empujar a un vecino desde la azotea porque me
pescaba robándole una camiseta tendida de Led Zeppelin. Estas líneas hubieran sido
mi despedida mientras oía las sirenas de los coches de la policía derrapando y
subiéndose a las aceras frente a mi piso. A partir de mañana escribiría sobre
mi cautiverio, torturas, violaciones, abogados ineptos y jueces corruptos. Pero
también del vis a vis y de la camaradería con presos ilustres como el Rey
emérito, que está al caer, y otros. También pensé en ser yo quien me pescaba
robándome una camiseta tendida de las Fiestas Patronales San Onofre 1995 y, consciente
de mi ruindad, me lanzaba al vacío y aterrizaba sobre un coche de la policía con
las sirenas a todo trapo y los polis saludando con la manita a las ocho de la
tarde. Pero enseguida he comprendido que esta historia, más allá de la caída
entre aplausos y la estupefacción posterior de los policías y los vecinos, no
tenía mucho recorrido. De manera que he optado por continuar con la línea
absurda de este último mes, aunque también te (me) digo que tampoco le veo
mucho futuro. Ya se verá.
Siempre que ocurre algo excepcional surge la misma pregunta:
¿Dónde estabas ese día?
Fue así con el magnicidio de John Fitzgerald Kennedy, la
llegada del hombre a la Luna o el golpe de Estado del 23-F.
Lee Harvey Oswald le voló los sesos a JFK el 22 de noviembre
de 1963, el Apolo XI alunizó en 1969 y Antonio Tejero Molina asaltó el Congreso
en 1981.
Guardo vívidos y traumáticos recuerdos del asesinato de
Kennedy. Yo tenía dieciocho días. Tras pensarlo un rato, deduzco que lo vería
en diferido y algunos años después, merendando magdalenas y frente al televisor
Zenith que mi padre había comprado con mucha ilusión pero que daba calambre. ¡A
quién se le ocurre fabricar un televisor metálico! En fin. El caso es que estaba
allí en el suelo, con mis pantalones cortos (los niños siempre vestíamos con
pantalón corto, incluso bajo cero), atento a la pantalla cuando vi cómo la cabeza
de ese tipo reventaba como una sandía madura. Me quedé boquiabierto,
hipnotizado. Nunca había visto una escena violenta, porque mis padres me
enviaban a la cama en cuanto veían los rombos que calificaban los contenidos
como inadecuados para el público infantil. Tampoco entiendo cómo pudieron
colarse esas imágenes en horario infantil, sobre todo teniendo en cuenta que el
programador sólo tenía que vigilar dos cadenas. Pero ahí estaban los sesos de
ese hombre salpicando el vestido de su mujer. Al menos así lo recuerdo yo, que
tiendo al tremendismo. Baste decir que cada vez que pasaba una ambulancia por
debajo de mi casa, me asomaba corriendo al balcón y les gritaba a mis padres: “¡Mamá,
papá, he visto al muerto!”. La culpa es de mi padre que todavía se luce de que
la primera palabra que me enseñó fue “esqueleto”.
Lo del alunizaje sí que lo recuerdo con nitidez, sobre todo por
el entusiasmo de mi familia, en especial de mi abuelito, poco dado a efusiones,
salvo cuando el árbitro pitaba un penalti en contra del Valencia, pero dando
palmas cuando Neil Armstrong pisó la superficie lunar. De todos modos, hemos
visto tantas veces esas imágenes, tan bien rodadas por Kubrick, que es muy
posible que las memorizase a toro pasado.
La tarde del golpe estaba en casa, con mi madre y mi abuela,
preparando un examen de Historia para el día siguiente. Estudiaba COU. Mi madre
y mi abuela seguían por la radio la sesión de investidura del futuro Presidente
Leopoldo Calvo-Sotelo. Cuando entró la Guardia Civil, al mando del montaraz
Tejero, y empezaron los tiros, mi abuela lloró. “Como en el treinta y seis”,
dijo, y se puso a rezar haciendo pucheros. Yo cerré el libro y pensé: “Examen
no creo que haya y si esto les sale bien tampoco creo que empiece la carrera,
así que…”. Y me fui a la discoteca. Cuando salí no había ni un alma por la calle.
Lo que sí me encontré fue con varios tanques aparcados en la puerta de mi casa.
Pero no venían a por mí. El Capitán General Jaime Milans del Bosch y Ussía, al
mando de la Región Militar de Valencia, se había levantado contra la democracia
traidora, que no contra la Monarquía, a la que creía su aliada por lo que fuera.
A mis padres toda esta vaina del complot se la traía al pairo, como pude
comprobar cuando abrí la puerta y me encontré con un ambiente algo hostil. Mi
madre y mi abuela lloraban mucho y mi padre amagó una hostia. “¿Pero dónde te
has metido, imbécil?”, bramó. Y encima no me dejó hacer fotos de los tanques
desde el balcón por si nos metían un pepinazo. Desde luego, cuánto bien han
hecho los móviles y la geolocalización.
Ahora también vivimos momentos históricos, pero cuando nos
pregunten dónde estábamos cuando el coronavirus todos responderemos: “Encerrados
en casa”.
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