15-05-2020 Sexagesimotercer día.
Me fumé mi primer cigarro a los doce años. Dejé el tabaco a
los treinta y uno, un dieciséis de agosto a la una y cuarto de la tarde. Quiero
empezar a fumar de nuevo, pero la verdad es que no me apetece. En realidad,
nunca acabó de gustarme. Lo de volver al tabaco es por ir contracorriente.
Después de todo lo que he pasado en vez de cuidarme quiero acumular vicios, siempre
y cuando sean placenteros. Desde luego, a estas alturas, lo que no quiero es
sufrir y ni mi cuerpo ni mi intelecto están para flexiones. Pero con el tabaco
he de esforzarme mucho porque no evoca en mi memoria situaciones especialmente placenteras.
Fumaba si me sentía mal, bien, muy bien o regular. Para sobrellevar el duelo o
para celebrar la alegría. Pero lo peor es que no me ayudaba a sentirme mejor o
peor. Fumaba y ya está.
Mi primer cigarro fue un Ducados, en el autobús del colegio
que nos llevaba de excursión a la Pobla de Farnals. El segundo, un Winston en
el mismo autobús pero de vuelta a Valencia. Más allá de cuestionar la trascendencia
cultural de la Pobla de Farnals en 1975, la permisividad con el tabaco era
sorprendente. De camino a una playa desierta en febrero, con un viento gélido y
una lluvia que jarreaba, no quedaba otra que buscar nuevos horizontes. Fue
entonces cuando un alumno de sexto me ofreció el ducaditos. El autobús hacía
rato que se asemejaba a un fumadero de opio. ¡Qué más daba un cigarrito más! Al
profe no parecía importarle tres cojones, absorto en sus quién me mandaría
meterme en esto. De hecho, él contribuía con su pipa a espesar el ambiente de
un modo hediondo. Así que acepté, me encendieron el cigarro y le di una calada.
Al de sexto le entró la risa y me dijo que así no valía, que había que tragarse
el humo. Aspiré y me entró la tos. Risas. Pero tres o cuatro caladas después le
pillé el tranquillo. Y una mierda como un piano. Todo me daba vueltas y me dio
por cantar la cabra la cabra la puta de la cabra la madre que la parió yo tenía
una cabra y la muy puta se marchó.
El viento y la lluvia me despejaron un poco cuando bajamos
del autobús. Tuvimos que echar una carrera para refugiarnos bajo el techado de
un restaurante cerrado. Allí, repartieron para comer unos bocadillos húmedos de
un pisto pasado por la Túrmix que los alumnos llamábamos “revueltillo de
pajarillo”. Después, el profesor y el chofer del autobús se quedaron en el
cobijo y nos obligaron a dar un paseo. Me imagino que querían pegarse una
siesta. Yo encontré un avión en un
descampado y me pegué al fuselaje, debajo del ala. Se veía el mar en el
horizonte. La imagen resulta del todo onírica, pero es absolutamente cierta. Cuando
era niño me gustaba estar solo. Ahora, también. Y allí estaba yo, tan ricamente,
cuando apareció el alumno de sexto. Me ofreció otro Ducados que rechacé. En
contra de lo que veía venir, el de sexto no me metió mano. De hecho, lo que
quería era charlar. Le caía bien. Hablamos de tebeos y de chicas. Yo, de
chicas, no tenía ni puta idea, pero le seguí la corriente. A las cuatro, como
nos habían mandado, regresamos al autobús. Y me fumé un Winston.
Al día siguiente todos estábamos constipados. Unos cuantos,
con fiebre, no vinieron a clase. En el recreo me encontré con mi nuevo amigo de
sexto. Me eché otro ducaditos. Y así hasta los treinta y uno.
Y ahora viene lo más divertido y la moraleja de esta
historia: yo, en realidad, quería escribir sobre una excursión memorable al
Museo de Onda donde había una sección dedicada a fetos y animales deformes que
marcaron para siempre mi manera de ser. Esto es lo divertido. La moraleja, que
dejé de fumar pero sigo sin tener ni puta idea de chicas. Aunque algo empiezo a
intuir. Igual paso a la Fase 1.
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