14-05-2020 Sexagesimosegundo día.
He trabajado muchas veces con prisa. Recuerdo una temporada
en la que me encargaban carteles para una discoteca un jueves y tenían que
estar impresos para el sábado. Se ve que a los dueños se les ocurrían las
fiestas de camisetas mojadas el miércoles de madrugada, entre un tirito y otro.
Teniendo en cuenta que por aquel entonces IBM era una marca de máquinas de
escribir y que Bill Gates todavía pedaleaba con ruedines, se entenderá lo titánico
de la tarea. Si lo conseguía, me pagaban en cubatas. Tampoco me parecía mal,
porque si me hubieran pagado en pesetas me las hubiera gastado en cubatas. Pero
ya entonces sabía que aquello no eran maneras. Obviando las profesiones aceleradas,
como la de velocista jamaicano o actor de cine mudo, un trabajo bien acabado
necesita de cierta meditación y sosiego. Casi todas las actividades que me
proporcionan placer requieren tiempo: la lectura, el paseo, la conversación, la
cocina… y alguna otra que no menciono por si me comprometo.
Por eso, cada vez soporto menos las ideas felices, a no ser
que vengan precedidas de la experiencia. Entonces, más que ideas felices, son
conclusiones exitosas. Cada vez más, parece que la prisa sea sinónimo de dinamismo
y eficacia. Y no es así. A la vista están estos artículos casi abocetados,
escritos a vuelapluma, sin cocción y cuando la telemática me lo permite.
Las oficinas están llenas de empleados que corren de aquí
para allá, como pollos sin cabeza, dejando una estela de papeles por los
pasillos. Así les da la impresión de que trabajan. Otro truco consiste en
teclear muy rápido y no embelesarse mirando el monitor. Más vale perder el
tiempo saltando de un documento a otro que meditar la frase correcta antes de
enviar un correo. Todo esto es de una imbecilidad supina. Vísteme despacio que
tengo prisa, dice el refrán que, por una vez y sin que sirva de precedente,
acierta.
Los futuristas amaban la velocidad. A mí me encanta viajar
en AVE y la prontitud con la que accedo a la información a través de internet.
Pero no mezclemos churras con merinas. Me encantaría saber la de horas de
trabajo reflexivo que llevó diseñar el tren de alta velocidad. O la de ensayos
y errores que se necesitan para acertar con el algoritmo adecuado para poder
espiar impunemente al prójimo. Por no hablar del tiempo que llevará desarrollar
una vacuna que nos inmunice de este puñetero virus.
Me voy de paseo, sin prisas y con los pies a rastras. Ante
todo, mucha calma. Y no es una idea feliz: os lo digo por experiencia.
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