11/05/2020 Quincuagesimonoveno día.
Me gustan los pájaros. Más desde que se supo que fueron los
únicos supervivientes de la extinción por meteorito de los grandes (y no tan
grandes) saurios. Reconozco como pájaros aquellos que no exceden de dos palmos
de envergadura como las golondrinas, los gorriones o incluso los mirlos. No así
a la gallina, la gaviota, el pavo, el buitre o el avestruz, que son otra cosa.
Ayer leí a uno que decía que no le gustaban los pájaros
porque siempre parecen estar nerviosos. Algo de razón tiene, pero a mí me
gustan igualmente.
Lo que no me parece bien es enjaularlos. Hace años construí
una pajarera en la que hubiese vivido sin estrecheces un matrimonio con gemelos
y un perro mediano. Comencé con dos canarios. Algunos años después volaban por
la pajarera unos cuarenta. Nunca comprendí muy bien la teoría de los guisantes
de Mendel, así que no le di importancia a que los hubiera de todos los colores,
desde verdes a naranjas, aun a pesar de que Adán y Eva, la primera pareja,
tuvieran las plumas de un intenso amarillo cadmio limón. Se dice que los
canarios macho no cantan en compañía de otros. Por ese motivo se les separa en jaulas
diminutas. No sé de dónde salió la creencia, porque los canarios de la pajarera
cantaban como castrati. Me encantaba escucharlos. En el interior de la pajarera
reproduje, hasta donde pude llegar, un hábitat cómodo para los pájaros en el que
no faltaban árboles secos, cuerdas en las que posarse y lugares donde anidar. Por eso me resultó tan traumático derribar la pajarera cuando el ayuntamiento
expropió los terrenos donde estaba. Sin otro espacio donde construir otra, no
me quedó más remedio que regalar los canarios a quien los quisiera. En ningún
caso hubieran sobrevivido en libertad. Todos acabaron en jaulas, como era de
esperar. Y no es que la pajarera no lo fuera, pero creaba cierta ilusión de desahogo
que los pájaros no volverían a disfrutar. Yo compré una jaula grande y me quedé
con una pareja, un macho que cantaba extraordinariamente bien al que llamé
Kraus y una preciosidad amarilla a la que bauticé como La Rubia. Como se ve,
siempre he tenido un talento especial para los nombres. Kraus y La Rubia anidaron
e intentaron tener polluelos, pero no hubo manera. Al cabo de un tiempo murió
La Rubia y unos meses después Kraus.
Cuando tenía trece o catorce años me regalaron un periquito
al que llamé Berto. Era un nombre corto y supuse que podría aprendérselo con
cierta facilidad. Por aquel entonces vivía en casa de mis padres a los que convencí
para que dejasen al periquito volar por las habitaciones a sus anchas. Berto resultó ser
un bicho muy listo, sin la mala hostia propia de la mayor parte de sus
congéneres aunque tan escandaloso como ellos. Con tiempo y paciencia conseguí
que dijese su nombre. También le enseñé a decir “Toni bonito”, en alusión a mi
granujienta y desgarbada belleza adolescente. Un día estábamos comiendo y soltó
un clarísimo “¡No me gusta!”. Mis hermanos y yo comprendimos avergonzados que
el pájaro lo había aprendido de nosotros y mi madre comentó: “Veis, esto es lo
que me tengo que oír yo todos los días”. Berto se cagaba por todas partes. Sólo
entraba en su jaula para comer y para dormir. Las partes superiores de los
marcos de los cuadros parecían almacenes de guano. Mi pobre madre iba loca
limpiando aquí y allá. Pero toda la familia adoraba al perico. Cuando oía la
puerta de la calle, volaba como una flecha para dar la bienvenida al recién
llegado. Mi padre lo paseaba orgulloso en el redondel de su calva y a mí se me
colgaba de las patillas de las gafas cuando me sentaba a leer.
Un buen día, no recuerdo por qué motivo, encerramos a Berto
en su jaula, lo dejamos en el balcón para que le diera el aire y salimos de
casa. A la vuelta encontramos la jaula vacía. Berto se las había apañado para
levantar la puerta de la jaula y escaparse.
He comentado por ahí arriba que no me gusta enjaular a los
pájaros, pero sí enjaular en general. Tengo unas cuantas jaulas. No se puede
decir que se trate de una colección, pero va camino de serlo. En una enjaulé a una
caracola. En otra, unos frascos con los dientes de leche de mis hijos. He
privado de libertad a varias peonzas. Y también tengo encerrado a un niño
pequeño de plástico que he ensartado con dos anzuelos e hilo de pescar para que
se quede bailando en el centro de la jaula. Lo malo de estos objetos es que no
cantan. Ni vuelan.
A mí no me gusta nada estar enjaulado. La próxima semana, si
por fin pasamos a la Fase 1, liberaré a una o dos peonzas.
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