sábado, 19 de diciembre de 2020

Esparza

 

“¿Qué es el viento? Las orejas de Esparza en movimiento”.

Esparza, en efecto, tenía las orejas muy grandes y de soplillo. Además, parecían no tener cartílago, como si fueran de goma, de manera que Esparza se las plegaba poquito a poco, cual trabajo de papiroflexia, y las dejaba encajadas en el oído. Después, se tapaba la nariz, cerraba la boca e hinchaba los carrillos y, pliegue a pliegue, las orejas se desdoblaban como por arte de magia.

Un día jugábamos al escondite en mi casa. Mis padres habían salido y nos reunimos unos cuantos amigos. No tendríamos más de diez u once años. Al que le tocó pagar contó hasta cien y buscó al resto. A mí me encontró en un armario, disfrazado de batín y colgado de una percha. Mi amigo Alfredo, que era pequeñito, se encogió dentro del horno. Y Belda se desnudó y se preparó un baño caliente de espuma con la intención de sumergirse en él cuando fueran a pillarle, pero no era bueno en apnea y fue descubierto. Los demás fueron apareciendo uno a uno. Menos Esparza. Nadie sabía dónde se había escondido Esparza. Algunos sospechamos que, contraviniendo las reglas que no permitían esconderse fuera de casa, en el rellano, en las escaleras, en el ascensor o en casa de un vecino, el tipo se había ocultado extramuros. Hasta que alguien gritó: “¡Está aquí. El tarado está aquí!”. Esparza, en efecto, se había escondido fuera de casa. El tío majara había abierto la ventana de un pequeña terracita que daba al patio de luces y había salido al exterior. Y allí estaba Esparza, agarrado al marco de la ventana y con los pies en una cornisita de no más de diez centímetros de ancho. Mis padres vivían en un séptimo. A mí me pudo el vértigo y me di media vuelta. Imaginaba a Esparza cayendo desde esa altura y batiendo las orejas en un intento desesperado de remontar el vuelo pero, finalmente, aterrizando de cabeza y esparciendo su magra sesera sobre el suelo del deslunado. Gracias a Dios, Esparza regresó a la terracita al grito de “¡He ganado! ¡Soy el mejor!”. Alguien le hizo notar que se había saltado las normas, que habíamos quedado en que nadie se podía esconder fuera de casa. Sin embargo, Esparza aludió que no estaba fuera de casa porque la terracita pertenecía a ella y sus manos, aferradas al marco de la ventana, estaban dentro. Y no supimos qué decirle porque Esparza era un subnormal, sí, pero esta vez no le faltaba algo de razón.

Una tarde, después del colegio, fui a casa de Esparza. Era un piso oscuro con un pasillo muy largo. “Ven”, me dijo. “Te voy a enseñar mi laboratorio”.  Al fondo del pasillo había una puerta con la pintura algo descascarillada y un cristal esmerilado en el cuarterón superior. En el laboratorio, que según supe más tarde era donde la hermana de Esparza trabajaba en sus prácticas de veterinaria, había jaulas y terrarios. En las jaulas había conejos y pequeños ratoncitos, y en los terrarios ranas y lagartijas. “Vamos a abrir un conejo”, me dijo Esparza. Y, ni corto ni perezoso, durmió al conejo con cloroformo y se dispuso a rajarlo con un bisturí. A mí aquello me horrorizó y le rogué que no lo hiciera. Pero Esparza me contestó que me encantaría, que no había nada más divertido que ver palpitar el corazón de un conejo dormido y que, después, lo coseríamos para que su hermana pudiera seguir practicando. En vista de que el psicópata, bisturí en ristre, se disponía a sajar al pobre animalito, me largué y no volví nunca a su casa.

De vez en cuando me cruzaba con Esparza en los recreos. Acabada la EGB desapareció y no supe de él hasta que quince años después fui a comprar tabaco en un kiosco de la calle Salamanca. Detrás del mostrador estaba Esparza, con sus mismas orejotas, si acaso más grandes y carnosas, y con el gesto de quien tiene problemas de convivencia neuronal. Esparza no me reconoció. Me cobró el paquete de Bonanza y, antes de salir, me giré para echar un último vistazo. Esparza acariciaba un bonito conejo blanco, de ojos rojos y amplias orejas. Aquella noche no dormí del todo bien.

 

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