viernes, 23 de abril de 2021

Sergey Egupov, futbolista

A Sergey Egupov, in memoriam.

Últimamente escucho más que nunca la palabra épica relacionada con el mundo del fútbol. Se habla de esos equipos humildes que a fuerza de esfuerzo y coraje consiguen en ocasiones doblegar a los poderosos. Escuadras en las que sus jugadores pierden los dientes en campos embarrados y que se duchan con agua fría en vestuarios con aroma a sobaco y a Linimento Sloan. Esto, por lo que me dicen, tendría los días contados en Europa si los clubes más poderosos deciden crear un torneo elitista y hacer la guerra por su cuenta. En esta liga sólo participarían estos equipos ricos y algún invitado elegido por ellos. La competición sería financiada con millones a paletadas por un banco americano. De este modo, los clubes millonarios podrían saldar sus deudas y, con el sobrante, fichar a los mejores jugadores del mundo. La brecha entre los opulentos y los modestos sería ya infranqueable.

No acabo de caerme de un guindo, por lo que intuyo que esto no deja de ser un tira y afloja entre millonetis para seguir ganando pingües pastizales. Total, de arruinarse ya se encargarían los gobiernos de sacar adelante las deudas con nuestro dinero. Ya lo hicieron con los bancos y lo harían con el fútbol, porque sin fútbol no habría paz.  Dicho lo cual, me adhiero a la opinión más o menos interesada de algunos futbolistas y entrenadores que opinan que no merece la pena esforzarse si no existe la recompensa. ¿Qué más da ganar o perder si de igual modo ves a estar siempre dentro o fuera de la máxima competición europea?

De todos modos, y mientras escribo esto, parece que el asunto se desinfla. Se conoce que a los clubes ricos ya les han untado los organismos de fútbol europeos.

Pero todo este embrollo me ha evocado una historia de fútbol verdaderamente épica. La leí no sé dónde y no recuerdo con precisión la fecha en la que ocurrió, aunque debió ser por los años setenta del pasado siglo.  Por entonces el FC  Avtomovil Zavod de Cheboksari, ciudad de la República de Chuvasia que pertenecía a la URSS, militaba en la Tercera División Soviética de fútbol. El Avtomovil Zavod disputaba sus encuentros en el Novyy Stadion de Cheboksari. Los colores de su elástica eran celeste y burdeos. El FC Avtomovil Zavod era un equipo humilde. Buena parte de su plantilla estaba formada por trabajadores reclutados en la fábrica de coches y tractores que daba nombre al club. Se trataba de hombres rudos, broncos, acostumbrados a trabajar en la cadena de montaje y a meterse en peleas en cualquier tugurio tras gastarse el jornal en vodka. Sergey Egupov era uno de estos hombres. Sergey jugaba de lateral izquierdo.

Aquella tarde, el FC Avtomovil Zavod se enfrentó como visitante al FC Vintovka Ubiytsy, de la ciudad siberiana de Kémerovo. El Vintovka Ubiytsy vestía completamente de negro, excepto la hoz y el martillo rojos que adornaban su escudo, y su defensa pasaba por ser un tanto expeditiva. No en balde, contaban con el récord de fracturas de tibias rivales desde la década de los veinte. Sin embargo, este partido se preveía tranquilo. Era el último de la temporada y a ambos equipos les bastaba con el empate para salvar la categoría, por lo que el pacto de no agresión parecía la opción más razonable. Así, la contienda transcurría con normalidad, un ojo morado aquí un mordisco allá, y sin mayores contratiempos. Ambos equipos parecían conformarse con el empate a cero inicial. Fue entonces, a pocos minutos del final, cuando Aleksander Filimonov, portero del Avtomovil Zavod, vio a Sergey Egupov desmarcado y lanzó un soberbio y preciso pelotazo que cogió desprevenida a la zaga del Vintovka. Sergey controló el balón con elegancia y enfiló hacia la portería rival acompañado por varios camaradas de contraataque. Misha Yarostny, el sanguinario central de la escuadra de Kémerovo, vio peligrar la permanencia y corrió a neutralizar a Sergey. Entre Sergey Egupov y el guardameta rival sólo se interponía el carnicero Misha. Si Sergey conseguía esquivarlo el camino quedaría expedito. Pero Misha llegó al cruce y pese a la corpulencia de Sergey consiguió tumbarlo en el suelo tras una entrada criminal. El árbitro, temeroso sin duda de represalias, dejó seguir el juego. Sergey parecía roto, pero se levantó del embarrado, persiguió a Misha con pundonor, recuperó el cuero, avanzó por la banda y centró un balón medido a Yuri Zolotaya Golova, su delantero centro. El arquero salió a defender a la desesperada y arrolló a Yuri. El árbitro, a su pesar, no tuvo más remedio que pitar el penalti. El cronómetro marcaba el minuto noventa del choque. La tangana fue monumental y Sergey repartió tantas patadas y puñetazos como el que más. Al colegiado le zurró la badana el masajista del Vintovka y los linieres tomaron las de Villadiego. La afición rival se unió a la golpiza, pero los jugadores del Avtomovil no se dejaron amilanar. Finalmente, la policía bolchevique intervino con la diplomacia que les caracterizaba y templo gaitas a culatazos de Kalásnikov. El réferi, que se había acochinado debajo de una silla en el vestuario, regresó al barro por medio de la misma táctica conciliadora y señaló de nuevo el punto de penalti. Se le veía maltrecho, tembloroso y, por lo que imagino, acogiéndose a la voluntad del Dios ortodoxo. No podría despedirse de los suyos si el FC Avtomovil Zavod marcaba el penalti.

Sergey Egupov se prestó voluntario para ejecutar la pena máxima. La policía impedía que los aficionados del Vintovka Ubiytsy invadiesen la cancha. El portero se ubicó bajo palos y Egupov colocó el cuero con mimo sobre el punto de penalti. El árbitro encomendó su alma al Cristo Pantocrator y sopló su silbato.

Lo que ocurrió después forma parte, como se dijo, de la historia épica del balompié. Basta con consultar la Wikipedia para rememorar la efeméride.

El FC Avtomovil Zavod ganó el partido y mantuvo la categoría.

Sergey Egupov perdió la pierna. Sufrió una fractura de tibia y peroné después de la entrada del carnicero Misha. Aun así, se mantuvo en el terreno de juego durante minutos, peleó bravamente contra los jugadores rivales y ejecutó el penalti que dio la victoria definitiva a su equipo. En Cheboksari hay una calle que le homenajea. A su entrada, una escultura tullida se erige en honor a su memoria.

El árbitro compadrea con la familia Romanov en la parcela rusa del inframundo. No existe escultura alguna que le recuerde.

El muro de Berlín cayó en 1989.

Diez de los doce equipos fundadores de la Superliga europea abandonaron el barco dos días después de su fundación.

 

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