lunes, 19 de julio de 2021

Reflexiones sencillas

 

Lectura en papel o digital

No soy un fanático. Entiendo la comodidad de informarse a través de dispositivos digitales. Estás informado al segundo. Leer periódicos en papel cada vez tiene menos alicientes. Pero amo al papel como a la madera, al hierro o a la piedra. Lo prefiero al plástico y a lo inmaterial, a lo efímero y a lo inconsistente. Lo huelo, lo toco, dibujo sobre él y lo leo. Sería absurdo defender lo contrario cuando peleo junto a unos amigos tarados por editar una revista de papel. Mis libros están en las estanterías, no en una tablet o en la nube. Los consulto y los releo. Sé que lo que importa es leer, más allá del formato en el que lo hagas. Pero el libro es un formato útil y bello. Un fetiche. A veces, dentro de un libro, me encuentro recuerdos de quien fui o de quien fue otro. Notas en los márgenes o los marcadores de lectura, que siempre me dan pistas de la época en la que se leyó el libro.

Le pregunté a mi hijo qué beneficios encontraba (si es que los encontraba) a estudiar con libros de papel y me dijo que cansaban menos la vista, que podía dibujar pollas y que se despistaba menos que conectado a internet. Los de las pollas es, sin duda, un argumento irrebatible.

Formación online o cara a cara

Haría un flaco favor a mi profesión si eligiese el online.  Mi compañero de trabajo Walter lleva meses insistiéndome para que monte un curso de Narrativa Online. Y lo haré. Pero creo que la mayor virtud de un profesor es saber manejarse cara a cara. A mí me encanta debatir con mis alumnos, enlazar unos temas con otros y sacar conclusiones de ello. Para eso me he formado. El formato online, por mucho que se me lleve la contraria, no permite ese tipo de debate cercano. Es un formato encorsetado, nada dado a la improvisación. Yo llevo mis clases perfectamente estructuradas, pero me encanta cuando los alumnos abren nuevas vías de debate, aunque en ocasiones la deriva haga que acabemos comparando la atonía muscular de los prerrafaelitas con la exigua talla de calzoncillos de Pieter Brueghel (el Viejo).

Hoteles o camping

Hace muchos años que dejé de viajar con la mochila. Nunca me gustó. En los campings hay pulgas y compartes las duchas y las diarreas. Pero tampoco me gustan los hoteles, por lujosos que sean. En realidad, lo que no me gusta es salir de casa. En los hoteles no tengo mis almohadas, y las necesito para dormir, aunque sea poco. Y en los hoteles hay clientes. Algunos de ellos son niños. Si entiendo de algún modo las vacaciones es sin gente, y, desde luego, sin niños gritando. No soporto los bufetes. No aguanto compartir la piscina. Me siento culpable si alguien me hace la cama. Y, sobre todo, en los hoteles no descanso. Y las vacaciones están pensadas para descansar, digan lo que digan los hiperactivos. Yo entiendo el descanso como algo que uno hace solo, en silencio. Durante las vacaciones cocino, leo, escribo, dibujo y huyo de la gente. A veces, pierdo el tiempo. Sólo salgo de casa cuando me quedo sin comida o sin medicinas. Además, mi casa es un resort. ¿Para qué pagar por lo que ya tengo? Tengo una suerte y una antipatía que no me las merezco.

Cine o televisión

Si nos referimos a las cadenas habituales no me cabe duda: prefiero el cine. De hecho, no veo apenas la tele. En mi casa nadie la ve. Algún telediario de vez en cuando y poco más. Pero sí que es cierto que consumimos series y películas a través de Netflix o Filmin. Y encima gratis, porque las paga mi suegra.

Tengo que volver al cine. Hace tiempo que no voy. No hay nada como la oscuridad, una pantalla grande, un buen sonido y cualquier peli de Louis de Funès.

Comprar o alquilar

Aunque acaparo mucho, no le tengo apego a casi nada, excepto a la leña, a mi chatarra,  a los cientos de cachivaches que he amontonado, a mis vinilos, a mis plantas, a mi ordenador portátil, a mis utensilios de cocina, a mis zapatillas de ir por casa, a mis lápices, pinceles y libretas, a unos cuantos muebles, a mis libros, a mis gafas de ver de cerca, a las de ver de lejos, a los cuadros que me han regalado los amigos, a mis propios amigos, a mi cámara de fotos, a mi vida corpórea ( e incorpórea, si la hubiera), a todo aquello que deseo pero aún no tengo y a mi casa. Y cuando hablo de mi casa no hablo del piso en el que vivo en Valencia, sino de la de Altea.

He vivido de alquiler muchos años y me ha gustado. Tuve un casero cabrón, pero, en general, no tengo ninguna queja. En realidad, hasta echo de menos al casero cabrón. Me mandaba notas por debajo de la puerta para exigirme el pago mensual y me amenazaba con el desahucio. Era guardia forestal y tenía una escopeta, así que había que tener cuidado con no retrasarse demasiado con el alquiler. Cuando vives de alquiler sientes la casa como tuya. Lo único que me fastidia es haber dejado todos los pisos que alquilé más bonitos que cuando entré en ellos. Ahora soy propietario y la única diferencia que he encontrado es que he de asistir a las reuniones de vecinos. Bueno, también esto es mentira, porque paso de ir a las reuniones de vecinos. Total, para enfadarme y que finalmente hagan lo que les dé la gana… Es una pérdida de tiempo. Nuestro anterior administrador se fue con nuestra pasta. Si hubiera estado alquilado no me hubiera preocupado en absoluto. Con los administradores de fincas, con los hombres sin ojeras y con las lavadoras viejas hay que andarse con mucho cuidado.

La vida: ¿rápida o lenta?

Paseo al ritmo que me permiten mis piernas (no tengo carné de conducir ni patinete ni bici) y no me gusta viajar. No me interesa saber lo rápido que puedo correr porque no tengo prisa por llegar a ninguna parte. Lo cierto es que ya estoy donde quiero estar. He leído en un sobrecito de azúcar que lo importante es el camino. Puede ser, pero a mí me gusta caminar con calma y hacia un destino. No me gustan los finales abiertos. 

Aunque sí que hay algunas cosas que me gustan a toda velocidad, como los 100 metros lisos olímpicos, los golpes en la calva del viejo de Benny Hill, las peleas de los karatekas chinos y los lunes.

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