jueves, 9 de diciembre de 2021

La pistola

 

Nunca antes había visto una pistola. Me la enseñó Emaús Juste en uno de los reservados de la discoteca de su padre. Emaús era el hermano pequeño de Luisa, una compañera de clase. Yo tenía dieciséis años. Él, catorce. Llevaba la pistola debajo del jersey, entre la cintura del pantalón y su barriga. La pistola tenía el cañón plateado y la culata negra. Recuerdo que en ese momento sonaba “I shot the sheriff” de Bob Marley. La discoteca del padre de Emaús estaba enfrente de la Comisaría Central de la Policía Nacional. En la discoteca se pasaba droga, sobre todo costo y coca. Pero es que el padre de Emaús era fascista y tenía bula.

La discoteca del padre de Emaús -no recuerdo su nombre- era cojonuda, un antro inspirado en la estética de “La naranja mecánica” de Kubrick en el que bebíamos cerveza gratis a pesar de ser menores de edad. Predominaba la luz negra y había unos maniquíes femeninos de cuyos senos manaba un sucedáneo decorativo del Moloko Vellocet. A esa edad, entre semana, tenía que regresar a casa antes de la diez, por lo que nunca vi la pista llena. A esas horas sólo pasaban por ahí algunos compradores de chocolate o farlopa y polis de la comisaría que se entonaban antes de empezar el servicio. Entre los habituales estaban los miembros de la Brigada 26, unos cabronazos que se dedicaban a atizar a maricones, negros, rojos y demás chusma sin mayor pretexto que la higiene social. Policías de ley que antes, durante y después de cumplir con sus deberes, altísimos de anfetamina, se iban gratis de putas al barrio chino.

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Emaús y yo nunca llegamos a ser grandes amigos. Yo empecé la carrera y me distancié de algunos de los conocidos del colegio. Nos encontrábamos de vez en cuando y la verdad es que, a pesar de tener pocas cosas en común, nos caíamos bien. Emaús era un tipo inteligente, cariñoso, muy perspicaz y divertido. Cuando nos veíamos nos fumábamos algún porro que otro, aunque a él se le quedaban cortos. Por entonces ya se metía caballo. Pasado el tiempo, le perdí definitivamente la pista.  

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Luisa y yo nos vimos hace poco. Coincidimos en la fiesta de cumpleaños de una amiga común. Me contó que antes de morir, Emaús salía y entraba de la cárcel con alguna frecuencia. No quise preguntarle de qué había muerto y la conversación derivó hacia temas ligeros, anécdotas del cole y demás. Luisa estaba estupenda.

 

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