27/03/2020 Decimocuarto día
Han pasado catorce días de confinamiento y el balance es el
siguiente: leo menos y trabajo más. Los horarios desaparecen cuando uno trabaja
delante de un ordenador y no tiene escapatoria. Y el móvil, para bien y para
mal, se ha convertido en un emisor constante de parpadeos y temblores. No hay
sosiego. Mañana es sábado. Intentaré dedicar un tiempo a mis asuntos. Igual,
hasta me peino. Tengo algunos amigos calvos a los que envidio en este momento.
Se afeitan la cabeza y tienen la faena hecha. No descarto hacer lo propio con
mi hermosa cabellera, como Jo en Mujercitas.
Soy un tipo sedentario. No me gusta viajar, aunque, cuando
lo hago, soy un viajero sumiso al que se le pasea sin que reniegue. Porque raro
es que viaje solo y si lo hago es siempre por causas de fuerza mayor: por
trabajo o para reconocer algún cadáver, por ejemplo. Sin embargo, ahora mismo, cuando todo el
mapamundi está pintado de rojo infeccioso, no me importaría viajar adonde me
llevasen, hasta a las Fosas Aleutianas.
Ayer comentaba que el virus no nos cambiará cuando volvamos
a la normalidad. Sigo pensando lo mismo. Pero es cierto que hoy no soy la misma
persona que era hace una semana. La azotea se ha convertido en mi paraíso
perdido en el que disfruto de mi vértigo, no me importaría volar en avión a pesar
de mi fobia a los artefactos que despegan y, lo que es peor, ayer a las ocho
aplaudí a la pasma. Malo, malo.
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