29/03/2020 Decimosexto día.
Es un clásico: un tipo despierta tras un coma prolongado o
regresa a la tierra después de un largo viaje interestelar y se encuentra con
un mundo que no conoce. Su planeta es ahora el de los simios, el de los zombis
o está gobernado por los idiotas. Así me he sentido yo en algún momento a lo
largo de estos últimos días. Sin embargo hoy me han dejado caer en la película
“La invasión de los ultracuerpos”. He salido a la calle a tirar el vidrio y el
plástico, a comprar verdura y al quiosco a por el periódico y me he sentido
observado. Hacía muchísimo tiempo que no sentía nada parecido. Hasta me ha dado
miedo pensar que no llevaba el DNI encima. Tenía la impresión de que estaba
haciendo algo terrible y de que se me observaba desde las ventanas y los
balcones. “Me van a denunciar, me van a denunciar”, pensaba. Pero el colmo de
la paranoia me ha llegado cuando me he cruzado con un señor que me ha mirado
fijamente. He doblado la cerviz y he suplicado: “Por favor, por favor, que no
me señale”. Estaba convencido de que si me señalaba y abría la boca emitiendo
un prolongado gemido, otros como él, trastornados por el encierro, se unirían al
coro delator y acabaría en la comisaría.
Estos últimos dieciséis días sólo he bajado a la calle para
hacer cola en la puerta de Mercadona. Ni tan siquiera he regresado a casa por
la acera, porque tengo acceso desde el garaje. Creo, además, que es lo que hay
que hacer, que es lo correcto. De hecho, me encanta que a los defensores del
holocausto geriátrico les infecte el bicho. Boris Johnson ha caído. El príncipe
Charles, también. Este pobre me parece a mí que al paso que va no llega a Rey. Otro
asunto es el daño que el confinamiento está haciendo a muchísima gente. Ya se
verá. Pero esa sensación de estar haciendo algo malo, sin saber muy bien qué,
me ha perseguido hasta que he llegado a casa. He recordado mi adolescencia, cuando
cruzaba de acera cada vez que veía a un guardia civil, aun siendo consciente de
que, a veces, no tenía nada que ocultar. Y eso que desde que peino canas casi
nadie se fija en mí. Pero ese resabio temeroso hacia la autoridad competente ha
quedado ahí, en algún rincón de mi
subconsciente.
Mañana no olvidaré el DNI y pondré cara de ciudadano
ejemplar mientras espero a ser desinfectado en la puerta de Mercadona.
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