30/03/2020 Decimoséptimo día. Llueve de nuevo.
Con el tiempo me he convertido en alguien bastante
maniático. Quizá lo he sido siempre y es ahora, con los años, cuando se me ha
acentuado. Mis manías tienen que ver fundamentalmente con el orden. Con el mío,
claro. En realidad son chorradas, pero de ese tipo que sacan de quicio a
quienes viven contigo. Por ejemplo, no soporto que las pilas de libros que dejo
sobre las mesas reposen en paralelo a los cantos de la propia mesa. Las
prefiero en una ligera diagonal y siempre separadas de los bordes. Tampoco aguanto
que los objetos estén pegados a la pared, bien sean cajas, teléfonos, macetas,
fotografías, fruteros, jarrones o cualquier tipo de cachivache decorativo. Y
cuando dejo caer algo en cualquier sitio, ese es su lugar hasta que yo decida
lo contrario, ni un centímetro más acá o allá. Y ojito, que en cuanto llego a
casa hago un barrido visual, a lo Terminator, y descubro cualquier objeto
desubicado. Limpiar en mi casa es un infierno. Si lo hace otro, debe colocar unas
marcas en el lugar exacto donde se encuentra el objeto, al modo de los golfistas
en el green o los CSI junto a los casquillos
de las balas, levantar la pieza, pasar el paño y dejarla caer con sumo cuidado
en su posición original. Por no hablar del contenido de los cajones o, sin ir
más lejos, de la distribución del escritorio del portátil que comparto con mis
hijos y con el que escribo en estos momentos.
Sin embargo, nunca he sido supersticioso. Sé que si me
cambian las cosas de sitio no caerán sobre mí las siete plagas bíblicas. De pequeño
sí que hice ese tipo de retos absurdos, como no pisar las rayas blancas de los
pasos de cebra, pasar por encima de algunas baldosas concretas, adelantar a un
tipo antes de que llegase a la esquina o calzarme los zapatos al revés. Tendría
un día mejor si seguía estos rituales. Pero se me pasó pronto por pereza y al
comprobar que mis días eran tan buenos o miserables con los zapatos al derecho.
Además, me dolían menos los pies. El
caso es que estos últimos días me ha dado por regresar a uno de estos juegos
tontos. Cuando desayuno mis pastillas me asomo a la ventana y cuento los coches
amarillos. Como sea que desayuno muy rápido, que el tráfico es muy escaso y que
casi nadie compra coches amarillos, todavía no he visto ninguno. El día que lo
vea nos darán el alta y los chinos abrirán los bares. Seguro.
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