jueves, 23 de abril de 2020

Cuento de fantasmas


23/04/2020 Cuadragesimoprimer día.

Esta tarde he releído un cuento de fantasmas que escribí en 2004. Son apenas cinco páginas y me ha gustado. Es este un fenómeno extraño, porque en cuanto termino un texto deja de interesarme y rara vez regreso a él. En este caso ha sido porque recordaba que el cuento hablaba de la familia de un amigo y del viejo caserón en el que vivían. Ayer hablé por teléfono con mi amigo y me dijo que nunca le había enviado el relato. Supongo que fue por lo que he comentado hace dos líneas: simplemente me desentendí de él.

El cuento no está mal escrito del todo. De hecho, le encuentro cierta gracia. Desde luego, más de la que le encuentro a los textos de este diario. Son apenas cinco páginas, pero se nota que le puse interés. Lo curioso - ¡qué tontería!- es que la lectura del cuento me ha dejado cierto regusto melancólico que no consigo quitarme de encima por más que lo intento. Además, de golpe y sin venir a cuento, he recordado una secuencia de una película de Werner Herzog, “Donde sueñan las verdes hormigas”, que en su momento -y ahora al rememorarla- me sumió en una inevitable tristeza. La película cuenta la lucha legal de dos tribus australianas por defender unas tierras que consideran sagradas y que se ven amenazadas por una poderosa empresa minera. Finalmente, llegan a juicio. El abogado defensor de una de las tribus interroga a sus clientes con la ayuda de un traductor. Cuando le llega el turno al representante de la otra tribu, el resto de aborígenes le dicen que no podrá responder a sus preguntas porque está mudo. Sin embargo, el hombre comienza a hablar sin parar. Entonces el abogado, perplejo, les pregunta a sus amigos: “¿Pero no decíais que estaba mudo?”. Y sus defendidos le contestan: “Es que es el único hombre vivo de su tribu y nadie entiende su idioma”. La imagen de alguien completamente incomunicado me parece desgarradora. Una vez más hablo de memoria y puede que la cita no sea del todo literal. Vi la película en los años ochenta y, por algún motivo, los recuerdos de aquella época me vienen algo desenfocados.

Creo que mi subconsciente ha relacionado ambas circunstancias: el hecho de que mi prosa decaiga y la pérdida de un idioma. Me explico. Una de las razones por las que me gusta más el cuento de 2004 que lo que escribí ayer es que me preocupo menos por el idioma en 2020. Y no es por desgana, sino porque tengo un miedo atroz a parecer un pedante. No son buenos tiempos para la lírica. A poco que muestres cierto interés por el vocabulario corres el riesgo de que te acusen de críptico y elitista. Y como no utilices algún anglicismo, aunque tenga su equivalencia en castellano, eres un mierdas trasnochado. Estos últimos días, sin ir más lejos, me he pescado utilizando el término “muteado” en lugar de “silenciado” para referirme a un micrófono inactivo. Aunque también puede que esté perdiendo facultades.

La riqueza del vocabulario se está perdiendo por muchos motivos que me da pereza enumerar. Es un hecho constatable. Pero lo que sí tengo claro es que todo irá a peor si se pierde el hábito de la lectura. Y que no me vengan con milongas del estilo de que hoy se lee más que nunca. Los tuits no deberían contar, del mismo modo que no deberían hacerlo las rotondas como zona verde.

Hoy es San Jorge, día del libro. Algunos aprovechaban para regalar uno, que no es mala cosa.

¡Ah! Los cómics sí que cuentan como lectura.

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