22/04/2020 Cuadragésimo día.
Imaginaba a esos rudos marineros, hediondos y desdentados,
que después de sobrevivir a terroríficas
tormentas en el Cabo de Hornos y tras interminables meses de navegación
escuchaban el grito del gaviero: “Tierra a la vista”. E imaginaba a esos
marinos, sedientos de mujeres y ron, cuando les obligaban a guardar cuarentena más
allá de la bocana del puerto. Supongo que el capitán tendría que imponer su
autoridad a fuerza de latigazos y arcabuz. O colgando al amotinado de los
pulgares a la botavara de la mesana.
Tampoco debe ser sencillo convivir en un submarino. El
espacio es muy pequeño y debes evitar tropezar con algún compañero, no vaya a
ser que caiga de culo sobre el botón rojo que eyecta los torpedos con ojiva
nuclear. Además, es muy improbable que se te permita salir a dar una vuelta (con
este chiste acabo de tocar fondo). No así en una estación espacial, donde no
paras de darlas. Tampoco aquí las relaciones deben ser como para echar cohetes
(y con este he caído en la más denigrante abyección). Andas de un lado para otro
ingrávido, sin saber si vas cabeza arriba o boca abajo. Y mucha suerte has de
tener para que te caigan bien tus compañeros. Casi merece la pena estar solo. Creo
que un cosmonauta ruso se tiró catorce meses en la MIR. Un año largo comiendo
pasta de dientes de colores, poniéndoles nombres a las moscas del experimento y
expulsando sus heces para que orbiten congeladas nuestro planeta.
Bien es verdad que tanto los marineros de la superficie como
los de las profundidades o las estrellas cobran por vivir confinados en esos
espacios tan reducidos. Es su profesión, voluntaria o no.
Dicen que a partir de cierta edad el tiempo pasa volando. En
mi caso es cierto y no me gusta. Siempre tengo algo que hacer y no acabo de
organizarme para llegar a todo. Pero me identifico y sufro por aquellos a
quienes se les está haciendo eterno el encierro por unas circunstancias u otras. Quería
dejarlo por escrito y he pensado que hoy era el día adecuado.
Cuarenta días.
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