22-05-2020 Septuagésimoprimer día.
1
Como dijo alguien, gozo de una mala salud de hierro. Sería
una muestra de presunción por mi parte alardear de todas mis miserias
pretéritas, presentes o de las que intuyo por venir. Vendría a ser como si
Rafael Nadal chulease de sus Grand Slam
o Donald Trump de subnormalidad. Hace
unos días dejé escrito que no soporto a quienes se quejan de sus enfermedades.
En realidad, no es más que un modo vanidoso de llamar la atención. Ya que la
providencia no derramó sus dones sobre mí -se dicen- dejad al menos que
disfrute de mis padeceres. Pero por una vez, y sin extenderme, quiero comentar
dos problemillas leves, uno muy evidente y no tanto el otro, que derivan de las
mismas causas. Las causas son el sedentarismo y la cercanía de la nevera. Los
problemillas, una panza ridícula y un dolorcillo perenne en el hueso palomo. Lo
del barrigón va a tener difícil arreglo de cara al verano. Lo del coxis espero
que mejore en cuanto pueda levantarme de la silla que me tiene permanentemente
atrapado frente al ordenador.
El coxis es un apéndice vestigial. Según el diccionario es
“un hueso propio de los vertebrados que carecen de cola, formado por la unión
de las últimas vértebras y articulado por su base con el hueso sacro”. Es
decir, lo que nos queda de la cola que tuvimos cuando fuimos monos. Un absurdo
evolutivo como el dedo meñique del pie o los pelos del sobaco. Yo, ya puestos,
preferiría tener cola. La agitaría cuando estuviera contento, la metería entre
las piernas cuando no y espantaría con ella a las moscas en verano. En lo
cultural me reconozco anticuado, que no nostálgico. Pero en lo evolutivo
necesito acción. Prescindimos del rabo, un apéndice altamente expresivo y, sin
embargo, conservamos las muelas del juicio o los pelos mal distribuidos por
parroquias de pies a cabeza. Por no hablar de la constante secreción de
residuos pegajosos o malolientes que dejan constancia desagradable de nuestra mortalidad.
De entre todas las partes del cuerpo es la espalda la que peor ha asimilado la
bipedación. Caminamos erguidos a dos patas y la espalda acaba por cargar con
todo el peso. Yo estoy echando chepa. Demasiadas horas encorvado delante del
monitor. Y me duele el hueso palomo, una molestia que no consigo mitigar ni con
las friegas milagrosas de linimento Sloan.
Ya es hora de que nuestro cuerpo descanse y demos paso a la supremacía
del intelecto. Aprendamos a levitar.
2
Un día inhalé el humo del polen de la planta del kif, algo
que distorsionó mi percepción del entorno, lo que en algunos cenáculos intelectuales
se conoce como “ciego” o “cebollazo”. Estaba solo en el campo. Me sentí en
comunión con la naturaleza. Los árboles me susurraban poemas arbóreos y las
garrapatas querían anidar bajo el forro de mi escroto. Seguí el rastro de las
hormigas hasta su hormiguero. ¡Qué interesante la vida de las hormigas! ¡Y qué
disciplinadas! Ahí está la reina, cubierta por un rey provisional que muere en
cuanto acaba su cometido. La reina vive muchos años más, desovando sin parar.
Después está la plebe, una casta infértil y asexuada que se divide en soldados
y obreras. Las soldado, grandotas y cabezonas, protegen el hormiguero de
amenazas exteriores y obligan a currar a las obreras. Las obreras, curran. Todo
esto ya me lo sabía yo de las clases de ciencias naturales, pero verlo en
directo con mi sensibilidad alterada me dejó perplejo. ¡Qué gilipollas, las
hormigas! Pero, pobrecicas las hormigas que no pueden votar para cambiar el
sino de los tiempos.
3
Qué difícil es esto de la organización social. Un día eres antisistema
y el otro casta. Y al revés. Los de las banderitas se manifiestan en nombre de
la libertad para mantener su estatus y salir de compras. Los que lo consultaban
todo resultan ser felices en una situación que les permite no consultar nada.
Parece que a todos les ha venido bien tenernos preocupados por un solo tema. Pero,
eso sí, los seres humanos que vivimos en democracia, erguidos y a dos patas,
podemos votar o montar una revolución para cambiar nuestros destinos, como bien
sabía Lampedusa. Ya.
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