miércoles, 13 de abril de 2022

Insomnio

 Los insomnes no queremos serlo. El insomnio nos desordena la vida. Si de mí dependiera, sin  ir más lejos, organizaría de otro modo mis horarios laborales. Pero comprendo que el día es por naturaleza el mejor momento para trabajar. Aunque la verdad es que se hace muy difícil cuando no descansas por la noche. Somos, según dicen, animales diurnos, aunque yo empiezo a funcionar relativamente bien sobre las siete de la tarde y apenas durante un par de horas. Y esto en el mejor de los casos y si, con suerte y por una de esas, he descabezado una siestecita después de comer. El caso es que, por lo que he comprobado, no hay trabajo que soporte esta raquítica dedicación. Después de las siete de la tarde divago y la mayor parte de mis ideas son bazofia, cuando no peligrosas.  Así que paseo al perro mientras escucho música o algún podcast, intentando alejar de mí ideas macabras o suicidas. Después, ceno y me acuesto temprano odiando la cama de antemano porque preveo otra nochecita de mierda.

Lo que sigue es fácil de resumir: me voy a la cama temprano, leo un rato, me duermo y me despierto tres o cuatro horas después cagándome en lo más sagrado y, de paso, también en lo civil. Y así una noche tras otra. Así funciona mi insomnio. Además, durante esas tres o cuatro horas de sueño poco profundo suelo tener pesadillas, algunas recurrentes. Entonces me araño sin darme cuenta las muñecas, los pies y la espalda hasta hacerme sangre. Mis pesadillas están cargadas de personajes, lugares y objetos muy nítidos, casi palpables, a veces hasta los huelo, y son tan vívidas que recuerdo hasta el último detalle. Se trata de historias complejas, a todo color, con una trama lineal que se bifurca en multitud de subtramas que saltan de un tiempo y un espacio a otro con cierta coherencia onírica. La verdad es que, y no es por chulear, mis pesadillas son de óscar freudiano. Por cierto, soy de los que piensan que los sueños sólo interesan a quienes los sueñan y a los psiquiatras. Yo le tengo dicho al mío que debería pagarme en vez de sacarme hasta los empastes. Entre las historias más o menos ciertas y las que me invento por completo tiene para aburrir a sus colegas del Club de los Alegres Pillastres de Eros. Por eso tan sólo pergeñaré unas pocas líneas a cuenta de mi peor y más contumaz pesadilla. En mi peor pesadilla hordas de personas, conocidas o no, invaden mi casa cual plaga bíblica. Esta invasión hostil suele ir acompañada de desastres de todo tipo como aludes de lodo, pestes bubónicas, disoluciones radiactivas o festivales folclóricos con gaitas. No hay nada peor que tener que cocinar para cientos de personas que toman al asalto tu casa, la saquean, la arruinan y no te dan ni las gracias. Y cuando hablo de mi casa me refiero a la de verdad, a la gran casa familiar de mi infancia, y no al pisito en el que vivo de modo provisional desde hace veintiséis años. Me imagino que estas pesadillas se deben a que creo ser una persona de izquierdas pero también defiendo con fanatismo la propiedad privada, de ahí que mi consciente y mi subconsciente colisionen con violencia cuando sueño.

En estos desvelos puedes adoptar diversas posturas. De entrada, se trata de descartar cualquier consejo, incluso los profesionales. Recuerdo como si fuera ayer mi primer día insomne. Fue un sábado de verano, a los quince años, de vacaciones. Yo mismo me sorprendí cuando me levanté al mismo tiempo que mis padres. No le di ninguna importancia, de hecho me pareció hasta elegante pasar una noche en blanco sin haber salido de farra. No supe ver la que se me venía encima. Desde entonces he recibido todo tipo de recomendaciones, unas más o menos razonables y otras completamente absurdas. Me han recetado yerbas, opios y meditaciones. Me han hablado de respiraciones, paredes en blanco y masajes. De gimnasias masturbatorias del pene y letanías tibetanas. También de terapias esotéricas con constelaciones, agujas, piedrecicas, vapores aromáticos y antepasados muertos. Y hubo quien me habló de maleficios y males de ojo perfectamente subsanables a través de sacrificios de reptiles o, en su defecto, de pequeñas mutilaciones de diversos seres de sangre caliente. Además, por supuesto, cualquier remedio  ha de ir acompañado de ejercicio y una dieta sana ajena al jamón, al vino y al resto de todo lo bueno.

Desechadas, pues, tan absurdas recomendaciones, he decidido recurrir a mis propias terapias, que no funcionan en absoluto. Pero antes de empezar a aplicarlas hay que adecuar el entorno. Lo obvio y esencial es una cama, oscuridad y silencio. Las dos primeras son fáciles de conseguir, pero el silencio no sólo depende de mí. Vivo en un primero. Las ventanas de mi piso recaen sobre una avenida. Por la avenida petardean camiones, coches y motos. Y por las noches los camiones de la basura vacían los contenedores. Mis favoritos son los del vidrio que, casualmente, están a escasos diez metros de la ventana de mi dormitorio. Cuando el camión de la basura vacía el contenedor del vidrio provoca un maremágnum sonoro sólo comparable al que crearía una orquesta de psicópatas dodecafónicos. Por si esto fuera poco, los horarios de recogida coinciden con los de mi primer y único sueño, por lo que, a lo largo de los años, he incubado un odio profundo hacia los concejales de residuos sólidos. Para colmo de mis males, el cabecero de mi cama está pegado al tabique que separa mi dormitorio de la escalera del edificio, de manera que cualquier vecino que quiera salir a la calle pasa a un palmo escaso de mi cabeza. El peor de todos es el vecino del perro que ladra. Al vecino del perro que ladra, que tiene la costumbre de bajarlo a pasear a la hora que yo me acuesto, le cercenaría todas las glándulas. El ruido, indudablemente, contamina más que el plástico. Y no hay tapones que valgan.

Así las cosas, los insomnes nos volvemos maniáticos. Yo, por ejemplo, necesito un número determinado de almohadas, cinco para ser exactos, con unas formas, tamaños y texturas determinados. Tres de ellas me las pongo debajo de la cabeza, otra, más pequeña, encima, y la quinta sólo la utilizo en verano para separarme las piernas e impedir que rocen entre sí. También evito que mi aliento caiga sobre mis brazos, por lo que he de cubrirlos con la sábana o con un pañuelo. Por las noches deberíamos dejar de respirar y mantener nuestras pulsaciones bajo mínimos. En invierno uso pijama, pero ha de ser muy ligero y de cuello abierto, porque de no ser así sudo como un pollo y padezco ahogos menopaúsicos. Además, tanto en invierno como en verano saco de vez en cuando uno de mis pies por debajo de las sábanas para que se enfríe. Duermo con un rascador de espaldas y una botella de agua que dejo en el suelo, junto a la cama. En la mesita de noche, además del flexo y el libro del momento, no pueden faltar el nebulizador y los pedacitos de papel higiénico, por si se me tapona la nariz. Por supuesto, ahí está omnipresente el reloj despertador, que no he utilizado en esta vida más que para torturarme viendo pasar los minutos y las horas. Lo del orinal lo abandoné hace años, pero siempre procuro acostarme en el lado de la cama más cercano al baño. Y para qué hablar de las sofisticadas posturas que adopto para sentirme cómodo, dignas del mejor yogui o del más hábil contorsionista. Como se comprenderá, me es muy complicado viajar y alojarme en hoteles con semejante lastre de manías e impedimentas, de las que este párrafo no es más que un breve resumen. 

Como decía, hace tiempo que renuncié a las pastillas y otras terapias. Y como soy incapaz de dejar la mente en blanco, tal y como se me aconseja, procuro al menos no pensar en temas desagradables y evito a toda costa organizar mis  agendas de trabajo. Así, me enfrasco en extrañas cavilaciones o invento historias que, por el día, me parecen gilipolleces. La semana pasada le di vueltas al mejor sistema para colonizar la luna. No entraré en detalles, pero los robots tendrán que trabajar de firme. Y esta semana ando metido en una película con aires de saga en la que se combinan paisajes bucólicos con cruentos magnicidios.

No dormir es un sindiós. El insomnio es el infierno, una de las peores invenciones de Satán. Y os lo cuento -y que se me perdone la coquetería-  desde el punto de vista de quien ha padecido todo tipo de miserias. Ninguna, os lo aseguro, comparable a no pegar ojo

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