miércoles, 13 de abril de 2022

La belleza

 

Llegaba al apeadero del tren, siempre vacío, poco antes de que amaneciera. Después, subía la cuesta hacia la plaza de la iglesia. El paseo me llevaba unos veinte minutos. Las golondrinas madrugadoras bajaban en vuelo rasante por las calles del pueblo. Ya arriba, los primero rayos del sol de junio iluminaban la fachada de la iglesia. Aquellos días, mi trabajo consistía en subirme al andamio y limpiar la piedra de la parte superior, alrededor de la hornacina donde una escultura de la Virgen y el Niño bendecían a paisanos y forasteros. La Virgen y el Niño habían sufrido daños cuando se inició la Guerra Civil. Los ánimos andaban algo alterados por entonces y a alguien se le ocurrió que era necesario pegarle un martillazo a la imagen. Apoyaron una escalera de madera en la fachada e hicieron que un niño subiera con un martillo y la emprendiera a golpes con el mármol. Los trozos cayeron al suelo. Algunos de ellos fueron recuperados años después, pero la cara de la Virgen y una de las manitas del Niño desaparecieron para siempre. Un amigo escultor trabajaba ya en su taller para reponer ambas piezas. No fue un trabajo fácil, porque no había documentación alguna. Tan sólo una copia de un grabado de muy mala calidad y que no aportaba nada relevante. Datando la escultura, estudiando la iconografía y comparándola con otras contemporáneas se pudo realizar una restauración respetuosa y fiel al original. Como también hicimos con la puerta de la iglesia, retirando las planchas de metal, muchas corroídas, y sustituyéndolas por otras que repujó un artesano in situ replicando el dibujo primitivo. La puerta ya había sido parcheada anteriormente, y entre otras curiosidades encontramos recortes de las latas de leche en polvo del Plan Marshall, cuando los estadounidenses, allá por la década de los cincuenta del siglo pasado, nos dieron limosna. Y es que en aquellos tiempos se aprovechaba todo.

Existen muchos tipos de piedra y muy diversas formas de limpiarla. La más rápida y eficaz, pero también la más agresiva, es proyectar agua o arena a presión. Hace mucho que no trabajo restaurando y no sé si hoy en día hay técnicas mejores, pero a principios de los dos mil existía una, más cara pero menos agresiva que el agua o la arena, que consistía en disparar sobre la piedra microesferas de vidrio. Las minúsculas esferas estallaban en la fachada, rebotaban pulverizadas y caían sobre las losas de la plaza. Así, bajo el andamio y sin premeditarlo, creamos una playa tropical de fina arena blanca en un escarpado pueblo del interior. Todas las mañanas, cuando el sol calentaba sin quemar, un montón de niños se reunían debajo del andamio y jugaban en la arena con sus cubos, palas y rastrillos, como si estuvieran junto al mar. Las golondrinas gorjeaban sobre nuestras cabezas, componiendo una banda sonora mediterránea, onírica. A veces me parecía oír el ir y venir de las olas en la orilla de la playa. A los niños no parecía afectarles el roce de la arena de vidrio. Más de uno se hurgaba la nariz a fondo, inhalando el polvo, algo que me preocupaba un tanto. ¡Pero parecían tan felices! Poco a poco fui conociendo a los niños, a las niñas y a sus familias. Algunas madres se turnaban para limpiar la iglesia y me pedían que les echase un vistazo a sus niños desde la atalaya de mi andamio mientras barrían y sacaban el polvo del órgano y los candelabros.

Uno de los niños se llamaba Juan. Juan vivía con sus padres y su abuelo en una casa contigua a la iglesia. Todas las mañanas, Juan sacaba, por este orden, una caja con dos o tres sandías, una silla de madera y a su abuelo.  Sentaba al abuelo en la silla y se venía a jugar a la playa con sus amigos. Yo miraba al abuelo de vez en cuando. Tenía la piel curtida y un apósito enorme le cubría toda la calva. Se le caía la baba. Nunca le oí hablar ni le vi vender una sandía. Le pregunté a Juan que por qué dejaba al abuelo sentado junto a la caja de sandías si nunca le había visto vender ninguna. Me contestó que de lo que se trataba es de que al abuelo le diera el sol, que lo de las sandías no importaba. ¿Y si alguien quería comprar una  sandía?, comenté. Bueno, me dijo, pues me avisas y yo se la vendo.

La restauración nos llevó un mes y pico. Retiramos el andamio y pudimos contemplar con distancia nuestra obra. No había quedado nada mal. Los vecinos estaban muy contentos. Nos habían cogido cariño. Y nosotros a ellos. El párroco, agradecido, nos invitó a comer en su casa. Comimos de maravilla, bajo el fresco emparrado del patio trasero. También había una higuera que nos emborrachaba con su aroma dulce. La tarde y la sobremesa se alargaron. Conversábamos sobre esto y aquello. El cura nos contó que, después del terremoto, los vecinos reutilizaron columnas y capiteles del castillo para reconstruir sus casas. Ahora se ven integrados en las paredes del pueblo. Le hablé de Juan y de su abuelo, y de lo feliz que había sido aquellos días de andamio. El cura me dijo: “Sabes quién es el abuelo de Juan”. Le contesté que no. Y me contó: “El abuelo de Juan es el niño que rompió a martillazos la cara de la Virgen”. Y no hubo ni un asomo de rencor en sus palabras. Sólo la satisfacción de una historia bien cerrada. Y la felicidad de saber que lo importante no son las ideas, sino la belleza.

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