jueves, 30 de abril de 2020

Baño de realidad


30/04/2020. Cuadragesimoctavo día.

Hoy he salido a la calle. Tenía que acercarme a la escuela para incautar una cámara. Llevaba salvoconducto. Y mascarilla.

Me he subido al metro y no había mucho ambiente. Cinco personas en cinco estaciones, desde el primer coche al furgón de cola. Los que somos nietos de ferroviario a los vagones les llamamos coches. Y sólo decimos las seis de la tarde para que nos entiendan los profanos, porque las seis son las dieciocho cero cero de toda la vida. Las cinco personas, entre las que me incluía, llevábamos mascarilla, aunque yo me la he bajado porque he intentado leer y se me empañaban las gafas. He echado mucho de menos a los pasajeros habituales: Finín, John Saxon, Angelina Jolie, Las Coconut, Dos tontos muy tontos, Dos tontos muy tontos segunda parte, etc. En mi estación no había un alma. He subido las escaleras y he paseado hacia la escuela por el cauce del río. Nadie. Por primera vez he sentido que de verdad vivía una ensoñación postapocalíptica. De pronto, por un camino paralelo, me han adelantado dos policías en moto. He disimulado y he proseguido la caminata a la mía. Pocos metros después he visto que los polis paraban las motos. Como sea que desde la adolescencia siento cierto resquemor por la autoridad, he esquivado el rumbo de colisión y he llamado a mi amigo Carlos para hacerme el longuis. Ni por esas. Uno de los polizontes ha salido a mi encuentro y me ha interceptado. Se conoce que estoy perdiendo facultades. Menos mal que las canas me justifican. Le he mostrado mi salvoconducto y hemos hablado de la familia y de lo dura que es la vida del pasma.

Una vez en la escuela, he hecho saltar todas las alarmas. Siempre se me ha dado muy mal teclear números. La empresa de seguridad ha llamado a mis socios y cuando ellos, a su vez, me han llamado a mí, me he justificado diciéndoles que las estaba probando para constatar que funcionaban correctamente. Creo que no ha colado. Después de intervenir la cámara y un par de vasos de plástico, que siempre vienen bien, he parado un taxi para regresar a casa y evitar encontronazos con los maderos. Pero que si quieres arroz Catalina. La ciudad está tomada. Nos han parado en un par de controles y ha sido un poco angustioso. Mi sensación de vivir en una película se ha agudizado. Sólo escuchaba el ulular de las sirenas de los coches de policía y de las ambulancias. También nos sobrevolaba un helicóptero.

Finalmente he llegado a mi piso. Ilusionado, he conectado la cámara full HD. He instalado el software necesario. Chutaba. Se me veían con nitidez los poros de la nariz y los pelos que asoman por las orejas. Mas, de repente, la cámara de mi portátil -como se recordará, palmera desde hace unos días-  ha decido resucitar y fulminar a su guapa competidora. Se ve que estaba celosa. Me sería más sencillo encender un fuego con dos palitos que comprender el porqué de estos enigmas informáticos. Después de combinar los puertos USB del micro, el ratón y la nueva cámara, he conseguido matar de nuevo a la resucitada. El muerto al hoyo y el vivo al bollo. Pero ahora resulta que la joven señorita ha decidido funcionar caprichosamente en Skype pero no en Meet.  No entiendo una mierda. Y mañana tengo una videoconferencia en la radio. En fin. Casi mejor, así no me ve nadie con estos pelos.

miércoles, 29 de abril de 2020

Miserias y cementerios


29/04/2020 Cuadragesimoséptimo día.

 1

A casi todos les gusta hablar mucho de sus miserias y de las de los demás. Por eso tienen tanto éxito las series de hospitales. A mí el tema me interesa lo justo, pero soy un tipo educado y por ello soporto con estoicismo los relatos de enfermedades que se empeñan en contarme unos y otros, aun a pesar de que sé que a muchos de ellos le gano por goleada. ¡Pues bueno soy yo enfermando! En ese ámbito soy de los mejores, un profesional de élite.

Este bicho está fomentando mucho esta afición quejicosa. Es lógico, porque una pandemia no es ninguna  broma. Pero la verdad es que desde el primer día he procurado informarme con moderación,  para evitar caer en el desánimo cuando no en el cabreo.

2

Y un tema lleva a otro en un país de entierros y lutos. En mi pueblo se mide la valía de una persona por el número de asistentes a su entierro. Aquello de las exequias en la más estricta intimidad familiar es para pelagatos y donnadies.

En los entierros, como en los exámenes, suele sentirse algo de tensión e incomodidad que provocan situaciones involuntariamente cómicas. Ayer recordé algunas.

Por ejemplo:

Mi madre, después de persignarse delante del féretro abierto del difunto, se acercó a la viuda y le dijo: “Pues tiene buen aspecto”.

Mi amiga María Amor, en la línea de mi madre, se puso en la cola del pésame y cuando le llegó el turno le soltó a la enlutada: “¡Me arrepiento!”. Dice que todavía no sabe porqué.

En el entierro del padre de un amigo nos perdimos. El cortejo fúnebre partió de Valencia hacia el cementerio de un pueblo cercano. Encabezaba la caravana el coche fúnebre, con sus coronas y el fiambre en la caja. Detrás, el coche de la viuda y los huérfanos. Y así hasta diez o doce coches en procesión. Todos seguíamos al guía, dando por hecho que conocía el camino al camposanto. Pero no fue el caso. Llegamos al pueblo y dimos la vuelta a la plaza para enfilar por la primera bocacalle. Al poco, sin darnos cuenta, habíamos regresado a la plaza. El conductor del coche fúnebre decidió girar por la siguiente. Pocos minutos después dábamos otra vuelta de honor a la plaza. Cuando nos disponíamos a afrontar nuestra tercera vuelta al ruedo, los balcones se llenaron de curiosos. La cuarta colmó la paciencia de mi amigo, el primogénito, que bajó del coche hecho una furia y le tiró la bronca al transportista del finado. Para entonces los amigos disimulábamos con dificultad la risa. Nuestra quinta vuelta fue apoteósica. Los vecinos aplaudían desde sus ventanas y balcones y los amigos nos meábamos de la risa. Nuestro amigo, que hacía rato que había sacado el brazo por la ventanilla del coche y le daba vueltas en molinete dando a entender lo hinchado de sus cojones, salió de nuevo del coche, trajeado de negro, se giró hacia nosotros y al ver que nos despelotábamos no pudo contener la risa floja. Total, que entre unas cosas y otras pasamos una tarde de lo más agradable.

Así que, como dirían los Monty Phython, always look on the bright side of life.



martes, 28 de abril de 2020

Problemas de ricos


28/04/2020. Cuadragésimosexto día.

Me considero una persona poco caprichosa. ¡Qué digo! Más bien al contrario soy un rata, un miserable.  No tiro nada hasta que no se rompe, deja de funcionar o se cae a trozos. Guardo de todo, incluso aparatos obsoletos porque sé que algún día algún tarado querrá devolverles la vida. Como algún otro resucitará a Walt Disney, aunque imagino que en ambos casos será para decorar. En realidad, lo mío no es tan raro. En muchas casas hay tecnología obsoleta como decoración: máquinas de escribir, teléfonos negros de baquelita, cámaras de fotos de fuelle, etc. Pero es que esos objetos tienen clase y hacen bonito. Es una cuestión de clasismo y de tiempo. Un televisor en blanco y negro es todavía un trasto viejo, no una antigüedad. Demasiado humilde. Tendrá que ganarse los galones con los siglos, pero llegará su momento. No en vano, la profesión de los vampiros es la anticuaria, porque tienen tiempo para dejar que los objetos envejezcan. No así ellos, los magos póstumos, para los que, aunque cerúleos, no pasa el tiempo. Por no tirar, tengo cajones y bolsas llenas de cables de todo tipo. Y aquí mi tragedia de hoy. Quiero insistir en que vivo del aire para que se comprenda la magnitud del drama. En verano, aguanto el mes con dos camisetas, un bañador y unas sandalias cuyo velcro dejó de pegar hace un lustro, pero para eso está el papel de celo. El asunto es que hace unos días dejó de funcionar el micro de mi ya cascado ordenador portátil. Imaginad hasta qué punto es una chatarra que un día me lo llevé a la escuela y un alumno me pidió permiso para hacerle una foto. Le daba la risa. Hoy, gracias a la abnegada mensajería, he recibido un micro nuevecito. Mola mucho. En cuanto lo he instalado me he sentido como Iñaki Gabilondo. Tiene un aspecto muy profesional. Lo he enchufado. Funcionaba. No cabía en mí de gozo, mas, de súbito, la cámara del ordenador ha palmado. Así, de golpe, sin agonía previa a lo HAL 9000. Su ojillo luminoso ha parpadeado un par de veces y ha expirado. Esto, en otras circunstancias, me la sudaría un tanto la polla, pero como sea que he de dar clase y necesito de audio y video me he sumido en la desesperación. Me he mesado los cabellos, he comenzado a babear espumarajos, he sufrido varios espasmos que me han hecho caer al suelo y cuando ya se avecinaba la apoplejía he caído en la cuenta de que tengo una cámara de fotos con vídeo. “¡Hostia!” -he pensado en un arrebato de genialidad-, “Conecto la cámara al portátil y todo resuelto”. He encontrado la cámara. Es de mi hija. Estaba descargada. He cargado la batería. He buscado el cable para conectarla y… ¡de entre los cientos de cables enredados que he ido acumulando los últimos años no había ninguno que encajase! Entonces he echado muchísimo de menos la sociedad de consumo, poder bajarme a la tienda de informática de la esquina y comprar una webcam baratita que me sacase del apuro. No me ha gustado verme estresado tras un día de trabajo delirante. Porque, pensándolo bien, ¿qué más da?  ¿No son estos problemas de ricos?

Me llaman para cenar. Mi abuelito decía: “A la taula i al llit al primer crit”. Adeu.

domingo, 26 de abril de 2020

Edades


26/04/2020 Cuadragesimocuarto día.

Los niños ya pueden salir a la calle. Se les permite a los que tienen edades comprendidas entre un día y catorce años, y siempre acompañados por un adulto. Yo entiendo que hay que acotar por edades los periodos de la vida humana, por motivos burocráticos entre otros, pero cada vez resulta más complicado. No hace tanto, era habitual leer en los periódicos noticias que hablaban de trágicas muertes de ancianos de sesenta años. Yo me acerco a esa edad y si yo soy un anciano -algo que, por otro lado, me la trae al pairo- qué serán mis padres. Lo digo por lo de los catorce años. Cierto es que a esa edad uno suele estar muy atontao, pero también que el aspecto de algunos no invita a llamarles niños. Yo no tuve un crecimiento precoz. De hecho, antes de acabar de crecer he empezado a menguar. Pero tenía compañeros de clase que a los catorce lucían bigotes que ya los quisieran para sí Stalin o el Káiser Guillermo. Había que ver cómo se los atusaban delante de las niñas mientras le pegaban caladitas al Ducados. Yo, que como digo no fui precoz en ningún sentido, a los catorce ya había visitado un par de paraísos artificiales. También es verdad que hoy por hoy a nadie se le ocurriría darle un cigarrillo a un niño en una boda (¡un día es un día, qué coño!), un culito de vino en la comida o café granizado a litros después del postre. Los tiempos han cambiado. Y los catorce ya no son lo que eran.

P.D: Dicen que si todo va bien nos dejarán salir a dar una vuelta a partir del próximo dos de mayo, dentro de seis días. Creo que la playa queda dentro de mi radio permitido de acción. ¡Qué ganas!

sábado, 25 de abril de 2020

Listas


25/04/2020 Cuadragesimotercer día.

Mi hermana me manda este Whatsapp: “¿Puedes decirme una de tus canciones preferidas? Me estoy haciendo una playlist de personas interesantes. Sólo una cada uno”.

Yo, que soy muy de listas, le he contestado: “Déjame un par de años y lo decido. O por lo menos un rato. Y yo no soy interesante. Me imagino que te refieres a los intérpretes”.

Y al cabo de un rato: “¡Imposible!”.

Lista, según la RAE, es: “Enumeración, generalmente en forma de columna, de personas, cosas, cantidades, etc, que se hace con determinado propósito”. Por lo que una lista de un solo elemento no es tal.

La lista de canciones la hará mi hermana con las aportaciones de las “personas interesantes”. Yo añadiré un título que me costará mucho elegir.  Es como el famoso Cuestionario de Proust, en el que has de contestar con una sola respuesta a cada una de las preguntas. Un reto imposible para personas dubitativas o polipolares como yo. Sí que es verdad que hace tiempo que me decidí por el Levante U.D. como equipo de fútbol , el negro como color (no lo es exactamente) y el cero como número (creo que es par). Pero no sabría elegir un libro, una película, un árbol o un pájaro, por ejemplo. Hasta puede que no te guste nada de nada. O una sola cosa. Conozco a un tipo que a casi todo contesta: “Mis cojones”. Pues eso.

Pero yo adoro las listas. Sobre todo las de cosas pendientes. Me pone burro ir tachando lo que voy haciendo. Y lo que no resuelvo, confío en que se olvide y ya está. También me gustan las aleatorias, casi automáticas, en las que relaciono sabores, aromas, objetos, recuerdos y lugares. Son listas azarosas y que sólo tienen sentido para mí. Por eso considero que ordenar es algo muy personal, puesto que cada cual lo concibe de una forma distinta. Creo que hay una tipa japonesa que se ha hecho famosa por dar consejos sobre cómo apilar los calcetines en un cajón o los billetes en la caja fuerte. No lo entiendo porque no existe un método universal de orden. Y nadie me ha de enseñar el modo de emparejar mis calcetines (todos son iguales) o de cómo amontonar mi dinero (me gustan los rulos atados con una gomica).

Dicho esto, qué curioso resulta que a la gente, con algo de tiempo libre por delante, le haya dado por hacer listas de buenos propósitos y ordenar la casa. Si todo va bien y el próximo diez de mayo podemos regresar “escalonadamente” a la  “nueva normalidad”, veremos lo que duran los buenos propósitos y el orden en los cajones.

Le voy a pedir a mi hermana que me pase la playlist. Tengo mucha curiosidad por escucharla.

viernes, 24 de abril de 2020

El futuro en imágenes


24/04/2020 Cuadragesimosegundo día.

¿Quién sería el tipo que inventó el recurso de hacer volar las hojas de un calendario para mostrar el inexorable paso del tiempo?: “(Cartel en fundido encadenado) Algunos años después”.

¿Quién inventaría lo de la portada del periódico girando en la pantalla hasta mostrar los titulares?: “(Off) ¡Extra, extra! ¡Todo el mundo a la calle! ¡Se acabó la distopía! ¡Extra, extra!”.

¿Y quién inventaría lo del hombre borracho que pasea de noche por las calles de la ciudad atraído por las bombillas y las luces de neón de los night club?: “(Música de jazz) (Off) El hombre pasea de noche atraído por las bombillas y las luces de neón de los night club que revolotean a su alrededor incitándole a caer en la dipsomanía y las más bajas pasiones”.

Quizá fuera el mismo tipo. Un genio.  

A veces lo más sencillo y eficaz es recurrir a lo que sabemos que funciona. Yo me imagino en un futuro lejano como protagonista de una película en blanco y negro y acogiéndome a todos esos tópicos: "Noche cerrada. Camino por la calle, todavía en pijama. Mis largos pelos hirsutos caen en cascada hasta la acera (incluidos todos los que no crecen en la cabeza). Aturdido por las luces refulgentes de los bares, comunicándome de lejos y mediante gruñidos subhumanos con mis congéneres, tarareo guturalmente el “Resistiré” sin saber de dónde viene ni qué coño significa. Ha pasado mucho tiempo y la calle me atrae tanto como me asusta. Un par de veces amago con dar media vuelta para volver a mi refugio. Pero necesito acodarme en una barra y el instinto supera al miedo. Entro en el bar de Paquito y…

(Fundido a blanco) (Música celestial) (Off).

La fotografía ha tornado del blanco y negro a un color desvaído (tampoco el local da para más). Mi aspecto es el de siempre, limpio dentro de lo que cabe y sin demasiadas greñas. Paquito me sirve un vino y me regala unas alcachofas rebozadas. Le doy las gracias en un español correctísimo. Él me contesta que de nada con su castellano exótico. Cojo el periódico y leo en la portada: “Corrupción generalizada en los partidos políticos de la Comunidad”, y más abajo: “El Levante UD salva la categoría en el último minuto”. Codo con codo, a mi derecha, un septuagenario apura su tercer pacharán. A mi izquierda, Penélope me mira con ojillos vidriosos y se humedece los labios con la lengua, un gesto que ella considera un mohín lascivo. Le sonrío un poco y aparto la vista. No tardará en caerse del taburete. Apuro mi vaso y pido otro tinto.

(Música celestial) (Off).

La verdad es que estoy en la gloria".

FIN

jueves, 23 de abril de 2020

Cuento de fantasmas


23/04/2020 Cuadragesimoprimer día.

Esta tarde he releído un cuento de fantasmas que escribí en 2004. Son apenas cinco páginas y me ha gustado. Es este un fenómeno extraño, porque en cuanto termino un texto deja de interesarme y rara vez regreso a él. En este caso ha sido porque recordaba que el cuento hablaba de la familia de un amigo y del viejo caserón en el que vivían. Ayer hablé por teléfono con mi amigo y me dijo que nunca le había enviado el relato. Supongo que fue por lo que he comentado hace dos líneas: simplemente me desentendí de él.

El cuento no está mal escrito del todo. De hecho, le encuentro cierta gracia. Desde luego, más de la que le encuentro a los textos de este diario. Son apenas cinco páginas, pero se nota que le puse interés. Lo curioso - ¡qué tontería!- es que la lectura del cuento me ha dejado cierto regusto melancólico que no consigo quitarme de encima por más que lo intento. Además, de golpe y sin venir a cuento, he recordado una secuencia de una película de Werner Herzog, “Donde sueñan las verdes hormigas”, que en su momento -y ahora al rememorarla- me sumió en una inevitable tristeza. La película cuenta la lucha legal de dos tribus australianas por defender unas tierras que consideran sagradas y que se ven amenazadas por una poderosa empresa minera. Finalmente, llegan a juicio. El abogado defensor de una de las tribus interroga a sus clientes con la ayuda de un traductor. Cuando le llega el turno al representante de la otra tribu, el resto de aborígenes le dicen que no podrá responder a sus preguntas porque está mudo. Sin embargo, el hombre comienza a hablar sin parar. Entonces el abogado, perplejo, les pregunta a sus amigos: “¿Pero no decíais que estaba mudo?”. Y sus defendidos le contestan: “Es que es el único hombre vivo de su tribu y nadie entiende su idioma”. La imagen de alguien completamente incomunicado me parece desgarradora. Una vez más hablo de memoria y puede que la cita no sea del todo literal. Vi la película en los años ochenta y, por algún motivo, los recuerdos de aquella época me vienen algo desenfocados.

Creo que mi subconsciente ha relacionado ambas circunstancias: el hecho de que mi prosa decaiga y la pérdida de un idioma. Me explico. Una de las razones por las que me gusta más el cuento de 2004 que lo que escribí ayer es que me preocupo menos por el idioma en 2020. Y no es por desgana, sino porque tengo un miedo atroz a parecer un pedante. No son buenos tiempos para la lírica. A poco que muestres cierto interés por el vocabulario corres el riesgo de que te acusen de críptico y elitista. Y como no utilices algún anglicismo, aunque tenga su equivalencia en castellano, eres un mierdas trasnochado. Estos últimos días, sin ir más lejos, me he pescado utilizando el término “muteado” en lugar de “silenciado” para referirme a un micrófono inactivo. Aunque también puede que esté perdiendo facultades.

La riqueza del vocabulario se está perdiendo por muchos motivos que me da pereza enumerar. Es un hecho constatable. Pero lo que sí tengo claro es que todo irá a peor si se pierde el hábito de la lectura. Y que no me vengan con milongas del estilo de que hoy se lee más que nunca. Los tuits no deberían contar, del mismo modo que no deberían hacerlo las rotondas como zona verde.

Hoy es San Jorge, día del libro. Algunos aprovechaban para regalar uno, que no es mala cosa.

¡Ah! Los cómics sí que cuentan como lectura.

miércoles, 22 de abril de 2020

El paso del tiempo


22/04/2020 Cuadragésimo día.

Imaginaba a esos rudos marineros, hediondos y desdentados, que después de  sobrevivir a terroríficas tormentas en el Cabo de Hornos y tras interminables meses de navegación escuchaban el grito del gaviero: “Tierra a la vista”. E imaginaba a esos marinos, sedientos de mujeres y ron, cuando les obligaban a guardar cuarentena más allá de la bocana del puerto. Supongo que el capitán tendría que imponer su autoridad a fuerza de latigazos y arcabuz. O colgando al amotinado de los pulgares a la botavara de la mesana.

Tampoco debe ser sencillo convivir en un submarino. El espacio es muy pequeño y debes evitar tropezar con algún compañero, no vaya a ser que caiga de culo sobre el botón rojo que eyecta los torpedos con ojiva nuclear. Además, es muy improbable que se te permita salir a dar una vuelta (con este chiste acabo de tocar fondo). No así en una estación espacial, donde no paras de darlas. Tampoco aquí las relaciones deben ser como para echar cohetes (y con este he caído en la más denigrante abyección). Andas de un lado para otro ingrávido, sin saber si vas cabeza arriba o boca abajo. Y mucha suerte has de tener para que te caigan bien tus compañeros. Casi merece la pena estar solo. Creo que un cosmonauta ruso se tiró catorce meses en la MIR. Un año largo comiendo pasta de dientes de colores, poniéndoles nombres a las moscas del experimento y expulsando sus heces para que orbiten congeladas nuestro planeta.

Bien es verdad que tanto los marineros de la superficie como los de las profundidades o las estrellas cobran por vivir confinados en esos espacios tan reducidos. Es su profesión, voluntaria o no.

Dicen que a partir de cierta edad el tiempo pasa volando. En mi caso es cierto y no me gusta. Siempre tengo algo que hacer y no acabo de organizarme para llegar a todo. Pero me identifico y sufro por aquellos a quienes se les está haciendo eterno el encierro por unas circunstancias u otras. Quería dejarlo por escrito y he pensado que hoy era el día adecuado.

Cuarenta días.

martes, 21 de abril de 2020

Hiperconectados


21/04/2020 Trigesimonoveno día. Llueve con ganas.

Me he sentado a escribir para constatar las pocas ganas que tengo de escribir. 

Mi padre me dijo: “Hijo, cuando hagas la mili intenta pasar desapercibido. No parezcas demasiado tonto ni demasiado listo. No hables demasiado ni te hagas el gracioso y, sobre todo, no te presentes como voluntario a nada”. No la hice y me evité problemas.

El consejo, en realidad, podría servir para la vida en general, pero nos puede la vanidad. Soy muy fan de la máxima de Bartleby: “Preferiría no hacerlo”, pero luego soy incapaz de llevarla a la práctica. Ni podría aunque me lo propusiera. A ver quién es capaz de pasar desapercibido o de rechazar sistemáticamente cualquier sugerencia en un mundo hiperconectado en el que estamos  hiperexpuestos. Escribo este texto sin ganas, cansado, entre una llamada telemática y otra. Son las ocho de la tarde y me he conectado a las nueve de la mañana. Y llamadme puto viejo cascarrabias desfasado de los cojones, porque probablemente lo sea, pero lo mío es el cara a cara. Gano mucho en las distancias cortas. Nunca fui lo suficientemente guapo como para no necesitarlas. No sé qué va a ser de mí a metro y medio de distancia y con mascarilla. Comprendo y alabo las bondades de Hangouts, Meet, Zoom, WhatsApp o Instagram. Las tengo todas. Pero es un sinvivir. Familia, amigos, compañeros de trabajo, alumnos… todos encerrados, todos conectados.

Voy a por la llamada, aunque preferiría no hacerla.

lunes, 20 de abril de 2020

Generosidad


20/04/2020 Trigesimoctavo día.

No somos generosos a la hora de compartir los lugares en los que disfrutamos, porque los queremos para nosotros y para nadie más. Ocultamos ese recóndito restaurante, a las afueras de la ciudad, donde dan un arroz insuperable a precio de risa. Pero también lo intentamos con pueblos, islas o países enteros, como si pudiéramos borrarlos del mapa. Tememos que se popularicen y se echen a perder. De hecho, uno de los actos de amor supremo es descubrir a una pareja o un amigo uno de esos lugares. “Confío en ti plenamente”, les dices, “Mi secreto está en tus manos”. Este afán de preservación de lo que consideras tuyo puede llegar a extremos enfermizos. Yo, por ejemplo, cuando escribo en este blog casi nunca pongo nombre (o me lo invento) a los locales que adoro o a los lugares donde soy feliz. Hay que ser muy imbécil y muy desconfiado, teniendo en cuenta que sólo dispongo de un lector ocasional.

Lo curioso es que sí que nos gusta mucho compartir los cómics, libros, películas o canciones con cualquiera que nos lo pida. Estos días en especial, y aunque no he dispuesto de tanto tiempo como pudiera parecer, he intercambiado recetas, títulos de libros, películas o series y listas de canciones.

Quería abundar en el tema de las recetas. De unos años a esta parte, gracias sobre todo a la popularidad de algunos cocineros televisivos, cocinar está de moda en este país. En mi entorno cercano tengo familiares, amigos y amigas que, sin ser profesionales, cocinan de lujo. La pregunta es: ¿por qué a todos les ha dado por hacer pan y dulces? Hay que ver el aluvión de fotografías de panes, bollos, rosquillas, magdalenas o pasteles de todo tipo que me han llegado por Whatsapp. Uno me envió por vídeo la receta de un Curd Lemon -con el que rellenó no sé qué tarta de frambuesa casera-  a medida que lo iba cocinando. Otra amenaza con encender mi horno de leña para hacer bizcochos cuando nos veamos después de la reclusión (por encima de mi cadáver, pues bueno soy yo apilando leña con avaricia por lo que pueda pasar en el futuro). Lo que no me han mandado son vídeos pegándose una carrerita por el pasillo o haciendo flexiones. Y no es que la cocina y el ejercicio físico estén necesariamente reñidos, pero los conozco bien y ninguno de estos estupendos cocineros aficionados destacan por sus marcas atléticas. A uno no le he visto nunca las piernas y otro no correría ni para huir de un incendio.

Este verano, cuando se coloquen al trasluz de las mamparas de las  playas y los restaurantes, se parecerán a la silueta de Alfred Hitchcock. Botero va a tener modelos para aburrir.

domingo, 19 de abril de 2020

Prismáticos


19/04/2020 Trigesimoséptimo día.

Buscaba unos prismáticos baratos que deben andar por alguna parte. Me los regalaron hace un montón de años dentro de una bolsa de promoción que contenía unos cuantos trastos de plástico. Los quiero para observar a las aves que rondan mi balcón. Es mentira. Desde mi balcón, que da a una avenida, sólo se ven palomas, tórtolas, vencejos y alguna gaviota que se los come. Por aquí no se acercan ni los mirlos ni las cotorras ni los pocos gorriones que sobreviven en un entorno que cada vez les es más hostil. En realidad, los quiero para mirar un poco más allá de mi paisaje habitual que es amplio pero finito. Y poco más, porque yo la vida de los otros prefiero imaginarla antes que conocerla.

En el primer cajón que he abierto me he encontrado unas fichas plastificadas con un montón de ilustraciones de especies del mediterráneo. Son muy completas, porque además del dibujo del animal y sus nombres en latín y vulgar, te explican en qué medio y a qué profundidad encontrarlos, si son mamíferos, la diferencia de tamaño y colores entre machos y hembras y si son urticantes o peligrosos.  Estas fichas se las regaló mi amigo Ramón a mi hijo cuando empezábamos a bucear juntos. A pesar de toda la información que contienen, son de un tamaño  reducido, de unos veinte centímetros de alto por diez de ancho. Están impresos por ambas caras y llevan una perforación para que puedas atártelas a la muñeca o al cordón del bañador. Mi hijo y yo nunca las utilizamos de este modo, porque siempre buceábamos a pulmón y resultaba engorroso. Ahora bucear a pulmón se llama snorkeling que es un nombre de mierda. Lo que hacíamos nosotros era señalar a los peces, memorizar su aspecto y consultar las fichas cuando salíamos arrugados del mar. A lo tonto, acabamos por reconocer una cantidad importante de bichos: salmonetes, gobios, serranos, salpas, obladas, lubinas, mojarras, fredis, sargos, congrios, pulpos, erizos, estrellas, calamares, cangrejos, quisquillas, medusas, langostas y muchos otros.

Todo este asunto me ha dado que pensar unos segundos. ¿Y si saco un ratito para estudiar más en profundidad las especies del mediterráneo? En internet se encuentra todo el saber y todo el mundo defiende las bondades del estudio online, así que ¿por qué no?

La respuesta es porque no.

De los prismáticos, ni rastro.  

sábado, 18 de abril de 2020

Péndulo


18/04/2020 Trigesimosexto día.

Ayer oí chillar a los vencejos que anticipan el verano. Hoy truena, llueve y hace fresquete. Así, como el tiempo, oscila mi ánimo, como un péndulo, entre la pereza de una tarde de sábado y la inquietud de un futuro que se vislumbra poco acogedor.

Siento mucho este breve instante de bajona que voy a extirpar de inmediato con unos taquitos de queso y un vaso de tinto…

Creo que no ha sido suficiente. Me voy a servir otro vinín y quizá algo de jamón…

Mucho mejor.

Si se piensa, lo del verano está sobrevalorado. Yo sudo mucho por las noches y hay gente devorada por el violento mosquito tigre. Y, por otra parte, por qué preocuparse de un futuro incierto que no adivino y sobre el que no puedo decidir.

Hay que ver lo que se ahorra uno en loqueros y lo que se gana en sobrepeso y cirrosis con una despensa selecta y una bodega abastecida.

Otro vasito, unas rodajitas de fuet y a esperar, que ya no queda nada para la cena.


viernes, 17 de abril de 2020

Calendario


17/04/2020 Trigesimoquinto día.

Mi hija está de cuarentena fuera de la ciudad. Me he instalado en su habitación para dar las clases, reunirme telemáticamente y escribir. Para evitar líos a su vuelta, me he limitado a dejar caer el ordenador en su mesa sin tocar nada. A mi derecha hay un flexo, una pecera llena de conchas y caracolas que recogimos en la playa cuando era pequeña, varios tarros de potingues y dos cajitas con bisutería variada. A mi izquierda, una taza con lápices, bolígrafos y rotuladores y un calendario. Ninguno de estos objetos debería perturbar mi trabajo, pero el calendario me corta el rollo. No sé de dónde lo sacaría, porque es de la SVC (Sociedad Valenciana de Crédito) y no veo -o no deseo ver-  qué relación puede tener mi hija con la usura. Pero lo que me inquieta es la fotografía que ilustra los meses de marzo y abril, dedicados a lo que los usureros llaman “Préstamo Pensionistas”. En la fotografía, un hombre con barba cana, elegante sombrero panamá, camisa blanca arremangada, chaleco y vaqueros, juega a la petanca y sonríe. Al fondo, desenfocados, dos mujeres y otro hombre jalean al jugador. Lo triste es que el hombre que juega a la petanca, dejando a un lado la elegancia, podría ser yo. De hecho, se parece a mí con cinco años menos. Y las mujeres, aunque difusas, todavía tienen un empujón.

Para no sufrir ante la idea de que los viejos de la foto son más jóvenes que yo, he volteado el calendario. Mayo y junio son los meses del “Préstamo Familia”. En la foto, un matrimonio de atractivos veinteañeros posan junto a sus hijos, una niña de unos siete años y su hermano, unos cinco meses mayor que ella y que ya apunta bozo. Esta imagen me ha espantado de tal modo que no he querido saber que ocurrirá de aquí a diciembre en el Calendario de los Horrores. Lo he escondido en un cajón y espero no volver a pensar en él. Tiempo habrá para estrenar otro en 2021, espero que con la vida más ajustada a lo normal. Eso sí, para evitar sustos me compraré el de Pirelli o el de los Bomberos Toreros desnudos.  


jueves, 16 de abril de 2020

Sobón


16/04/2020 Trigesimocuarto día. Sol.

No puedo ser de hoy porque lo estoy viviendo. Ni del mañana, porque aunque lo imagine no lo preveo. Es de Perogrullo. Por lo tanto, tiro de memoria mientras pueda. También me quedan los sueños y la ficción, pero no estoy dotado y me cuesta más escribir sobre ellos.

Y como echo mano de la memoria, me gustan los relatos distópicos, tan de moda de unos años a esta parte. ¿Y si hubiera sido así y no asá? ¿Y si tal tipo o tal otro no hubieran nacido? ¿Y si John y Paul no se hubiesen conocido? ¿Y si me llamase José Luis?

Leí una novela de Philip Roth en la que el aviador Charles Lindbergh, reconocido simpatizante nazi, ganaba las elecciones en EEUU y se negaba a participar en la Segunda Guerra Mundial. No nos hubiera ido muy bien, no. Hay una serie, “The man in the high castle”, que habla de este asunto. Muchas de las series y películas distópicas han descrito una infección mundial a través de un virus, bien generado por malotes sin escrúpulos bien por la propia naturaleza que se defiende como puede. Hay un buen puñado de ellas y en algunas se habla de una de las consecuencias del miedo al contagio: la distancia entre las personas. Nunca me he considerado un tipo sobón. De hecho, siempre me han molestado esas personas demasiado efusivas que te dan palmadas en el hombro o requieren tu atención con el dedito. Sin embargo, tras un mes de distanciamiento, me recuerdo como un hombre muy pegajoso. Demasiado, quizá. Reparto besos a hombres y mujeres y abrazo a todo el que se deja. Una paradoja más, teniendo en cuenta lo poco que me gustan las apreturas, sobre todo en locales cerrados. Tampoco las personas con las que convivo son demasiado aficionadas a lo empalagoso. Pero yo soy un tocón, aunque no palmee espaldas o asevere con el dedito. También es cierto que con los años intuyo a quién se puede besar o abrazar y a quién no. Es algo que se ve en los ojos y en los gestos de los demás. Yo tengo amigos besables y otros que no lo son, independientemente de lo cerrado de su barba. La cosa va también por sexos, edades y estamentos. Un banquero septuagenario no suele dejarse en público. Y un guardia civil, igual te mete una hostia. Tampoco conviene tomarse demasiadas libertades con los niños porque está penado. En cuanto a las mujeres, depende. Mi madre se deja. Mis amigas, con mayor o menor agrado, también. Pero si no hay confianza y se trate de quien se trate, mejor la mano sin demoras y ya está.

Ya veremos lo que ocurre en el futuro, sea el mes que sea. El abrazo, el beso cariñoso o el roce ligero forman parte de nuestro día a día. Supongo que, pasadas las primeras dudas, volveremos a besarnos y a abrazarnos con naturalidad. Eso espero, porque aquí siempre se ha llevado mucho, le pese a quien le pese.

miércoles, 15 de abril de 2020

Punto de inflexión


15/04/2020 Trigesimotercer día. Llueve.

Hoy pensaba darle un giro a este diario. Algo así como un punto de inflexión. Inventarme una historia y tirar por ahí unos días. Había barajado la posibilidad de empujar a un vecino desde la azotea porque me pescaba robándole una camiseta tendida de Led Zeppelin. Estas líneas hubieran sido mi despedida mientras oía las sirenas de los coches de la policía derrapando y subiéndose a las aceras frente a mi piso. A partir de mañana escribiría sobre mi cautiverio, torturas, violaciones, abogados ineptos y jueces corruptos. Pero también del vis a vis y de la camaradería con presos ilustres como el Rey emérito, que está al caer, y otros. También pensé en ser yo quien me pescaba robándome una camiseta tendida de las Fiestas Patronales San Onofre 1995 y, consciente de mi ruindad, me lanzaba al vacío y aterrizaba sobre un coche de la policía con las sirenas a todo trapo y los polis saludando con la manita a las ocho de la tarde. Pero enseguida he comprendido que esta historia, más allá de la caída entre aplausos y la estupefacción posterior de los policías y los vecinos, no tenía mucho recorrido. De manera que he optado por continuar con la línea absurda de este último mes, aunque también te (me) digo que tampoco le veo mucho futuro. Ya se verá.

Siempre que ocurre algo excepcional surge la misma pregunta: ¿Dónde estabas ese día?

Fue así con el magnicidio de John Fitzgerald Kennedy, la llegada del hombre a la Luna o el golpe de Estado del 23-F.

Lee Harvey Oswald le voló los sesos a JFK el 22 de noviembre de 1963, el Apolo XI alunizó en 1969 y Antonio Tejero Molina asaltó el Congreso en 1981.

Guardo vívidos y traumáticos recuerdos del asesinato de Kennedy. Yo tenía dieciocho días. Tras pensarlo un rato, deduzco que lo vería en diferido y algunos años después, merendando magdalenas y frente al televisor Zenith que mi padre había comprado con mucha ilusión pero que daba calambre. ¡A quién se le ocurre fabricar un televisor metálico! En fin. El caso es que estaba allí en el suelo, con mis pantalones cortos (los niños siempre vestíamos con pantalón corto, incluso bajo cero), atento a la pantalla cuando vi cómo la cabeza de ese tipo reventaba como una sandía madura. Me quedé boquiabierto, hipnotizado. Nunca había visto una escena violenta, porque mis padres me enviaban a la cama en cuanto veían los rombos que calificaban los contenidos como inadecuados para el público infantil. Tampoco entiendo cómo pudieron colarse esas imágenes en horario infantil, sobre todo teniendo en cuenta que el programador sólo tenía que vigilar dos cadenas. Pero ahí estaban los sesos de ese hombre salpicando el vestido de su mujer. Al menos así lo recuerdo yo, que tiendo al tremendismo. Baste decir que cada vez que pasaba una ambulancia por debajo de mi casa, me asomaba corriendo al balcón y les gritaba a mis padres: “¡Mamá, papá, he visto al muerto!”. La culpa es de mi padre que todavía se luce de que la primera palabra que me enseñó fue “esqueleto”.

Lo del alunizaje sí que lo recuerdo con nitidez, sobre todo por el entusiasmo de mi familia, en especial de mi abuelito, poco dado a efusiones, salvo cuando el árbitro pitaba un penalti en contra del Valencia, pero dando palmas cuando Neil Armstrong pisó la superficie lunar. De todos modos, hemos visto tantas veces esas imágenes, tan bien rodadas por Kubrick, que es muy posible que las memorizase a toro pasado.

La tarde del golpe estaba en casa, con mi madre y mi abuela, preparando un examen de Historia para el día siguiente. Estudiaba COU. Mi madre y mi abuela seguían por la radio la sesión de investidura del futuro Presidente Leopoldo Calvo-Sotelo. Cuando entró la Guardia Civil, al mando del montaraz Tejero, y empezaron los tiros, mi abuela lloró. “Como en el treinta y seis”, dijo, y se puso a rezar haciendo pucheros. Yo cerré el libro y pensé: “Examen no creo que haya y si esto les sale bien tampoco creo que empiece la carrera, así que…”. Y me fui a la discoteca. Cuando salí no había ni un alma por la calle. Lo que sí me encontré fue con varios tanques aparcados en la puerta de mi casa. Pero no venían a por mí. El Capitán General Jaime Milans del Bosch y Ussía, al mando de la Región Militar de Valencia, se había levantado contra la democracia traidora, que no contra la Monarquía, a la que creía su aliada por lo que fuera. A mis padres toda esta vaina del complot se la traía al pairo, como pude comprobar cuando abrí la puerta y me encontré con un ambiente algo hostil. Mi madre y mi abuela lloraban mucho y mi padre amagó una hostia. “¿Pero dónde te has metido, imbécil?”, bramó. Y encima no me dejó hacer fotos de los tanques desde el balcón por si nos metían un pepinazo. Desde luego, cuánto bien han hecho los móviles y la geolocalización.

Ahora también vivimos momentos históricos, pero cuando nos pregunten dónde estábamos cuando el coronavirus todos responderemos: “Encerrados en casa”.

martes, 14 de abril de 2020

Libros


14/04/2020. Trigesimosegundo día. Por las mañanas llueve y por las tardes sale el sol.

Por fin he limpiado la librería y, como me temía, me ha atacado una alergia jodona y destilante. Además, he constatado que los libros no me caben ni de canto. He llenado dos cajas para llevarme la ciencia ficción, pero no es más que trasladar el problema a otra parte. Ya veré qué hago porque yo  no sé deshacerme de nada, y menos de los libros. Defiendo con pasión el deleite pasivo, aquel que no requiere de mi participación física, y los libros son el mejor exponente. Ya dejé escrito en este o en otro blog que no soporto participar activamente en lugares en los que, a priori, no me compete. Por ejemplo, en el teatro. ¿Qué es eso de sacar a un espectador a escena para que arrastre un piano de cola invisible? Una estafa. Eso es lo que es. Yo he pagado mi entrada y me niego a hacer el ridículo delante de trescientas personas. Tampoco soy muy de cantar estribillos, iluminar con la linterna del móvil o bailar en los conciertos, a no ser que sean de salsa. Por eso me da vergüenza aplaudir a las ocho y saludar a mis vecinos con la manita. Es paradójico tratándose de alguien (yo) que ha enseñado el culo en lugares tan emblemáticos como los Campos Elíseos (París, Francia) o el Bar La Trompeta de Porto do Son (Rías Baixas, A Coruña, Galicia). Todo depende del lugar y las circunstancias. En cuanto a los videojuegos, me gustan las aventuras gráficas, en las que he de resolver enigmas y comerme el tarro. En ningún caso jugaría online compartiendo tiros con gente de la que no me fío. Y en el cine, nada de gafitas de 3D, asientos que vibran ni mamonadas por el estilo.

Así que no quiero desprenderme de mis libros. Ni de los que llegarán. Muchos de ellos me ha costado Dios y ayuda encontrarlos. Otros han sido regalos meditados de mis amigos. Unos cuantos están dibujados y dedicados por sus autores.  La sensación de comprar un libro muy deseado es incomparable, salvo, claro está, con su lectura. No es en ningún caso el anhelo del coleccionista, al menos no en lo que a mí respecta, sino de quien se anticipa al placer que está por venir. Antes me podía la impaciencia y era incapaz de dejar un libro sobre la mesa esperando su turno. Ahora disfruto de la espera. Cuando acabo un libro me gusta dejar el punto de lectura en la última página. Procuro que dé pistas sobre el momento en el que lo leí. Otra de mis manías. Por gustarme me gustan hasta los lepismas, esos pececitos de plata que bucean entre sus páginas, aunque se las coman. Y me da mucha rabia prestarlos y que me los despisten, pero siempre espero que el amigo de lo ajeno los disfrute. No creo ser mejor o peor gracias o por culpa de los libros, pero sí más feliz. Por eso les perdono la alergia, a los muy cabrones.

Los libros son casi el mejor de los vicios solitarios.

P.D: Hoy he aprendido una palabra que a buen seguro me será muy útil y utilizaré siempre que la ocasión lo requiera.

Franchipán: Pequeño árbol de hojas grandes lanceoladas y vistosas flores que segrega un látex transparente. Crece en sabanas pedregosas, costas secas y sierra, y como ornamental en jardines y parques.


lunes, 13 de abril de 2020

Payasos


13/04/2020 Trigesimoprimer día.

“Los viajes de Sullivan” es una película de 1941 dirigida por Preston Sturges. Ya tiene unos añitos, pero salvo algunos gags que ahora parecen infantiloides, le peli ha envejecido con elegancia y da todavía mucho que pensar. Antes de comenzar la película, en cuanto terminan los créditos, se lee la siguiente dedicatoria:

“A la memoria de aquellos que nos hicieron reír: los titiriteros, los payasos, los bufones de todos los tiempos y naciones, cuyos esfuerzos han aligerado un poco nuestra carga. Esta película está cariñosamente dedicada a ellos”.

Hace unos días un partido político, aprovechando la situación actual, lanzó el siguiente tuit:

“A lo mejor ahora los españoles se dan cuenta de que podemos vivir sin los titiriteros pero no sin nuestros agricultores y ganaderos”.

Ante las quejas del colectivo de cómicos, una diputada del mismo partido replicó:

“Ya está la izquierda llorica y victimista hablando de delitos de odio cuando alguien les lleva la contraria y no comulga con su totalitarismo. Decir que los titiriteros chupópteros del Gobierno no sois necesarios no es un delito, es la constatación de un hecho”.

Aquí, en realidad, se abre el debate de si son necesarias las subvenciones institucionales para el cine y el teatro si estas son aportadas bajo parámetros ideológicos, de modo que condicionan la creatividad o la capacidad crítica de los autores.

Es un tema con algunas aristas sobre el que tengo opiniones encontradas y que, en cualquier caso, no es el asunto del que quería hablar.

Regresemos al tuit, cuya imbecilidad es tan obvia que abochorna. El redactor dice: “A lo mejor ahora los españoles se dan cuenta de que…”, tratando a los españoles en su totalidad como tontos del culo que necesitan de una pandemia para comprender que “podemos vivir sin los titiriteros pero no sin nuestros agricultores y ganaderos”. Pues sí, podríamos pasar sin ver películas pero no sin comer, claro. Viene a ser como decir: “A ver si los españoles se dan cuenta de que podemos vivir sin sombrero pero no sin pulso cardíaco”. Resulta paradójico que quienes  defienden la españolidad como un atributo cuasi divino, piensen que los españoles son unos mentecatos que necesitan de su tutela para darse cuenta de las cosas. Vamos, lo mismito que opinaba el Generalísimo. Se les ve mucho el plumero. Por último, llama la atención que utilice el término “titiritero” como algo peyorativo. Yo nunca he sido muy de marionetas ni de volatineros, pero siempre lo he achacado a mi incapacidad para disfrutar de algunos espectáculos complejos cuyo argumento se me escapa a menudo. Creo que el tuitero confunde al titiritero con el títere. O algo así. Me recuerda a aquel que dijo: “Cuando oigo la palabra cultura echo mano de mi pistola”.

Dicho lo cual, he establecido como rutina ver una peli cada noche, subvencionada o no. Las películas que veo están interpretadas por actores y actrices. No sería quien soy si no fuera por Walter Matthau, Jack Lemmon, Marcello Mastrioanni, Fernando Fernán Gómez, Robert de Niro, Bette Davis, Barbara Stanwyck, Katharine Hepburn, Claudia Cardinale o Rafaela Aparicio. Y como coja carrerilla lleno varios folios. Todos ellos, como se sabe, unos chupópteros que no pegaron ni pegan palo al agua.

Esta noche toca Lubitsch

domingo, 12 de abril de 2020

Presos


12/04/2020 Trigésimo día

En las películas de presos suele haber uno viejo que ha pasado toda su vida entre rejas y que, una vez cumplida su condena, queda libre y no sabe qué hacer con su vida. A veces delinque con la esperanza de que lo encierren de nuevo. Otras, se ahorca.
También los hay soplones, no tanto por lograr beneficios penitenciarios como por su incontinencia y sumisión. Se chivan al alcaide a la mínima indisciplina de sus compañeros, los asquerosos membrillos.
A algunos los violan en las duchas cuando se les escurre el jabón.
Otros adiestran ardillas, ratones o pajaricos.
Muchos estudian para abogado buscando jurisprudencias que los libren de la silla.
Y están los que quieren escaparse a toda costa, limando barrotes y cavando túneles. Son los héroes.

La bicha Covid (ahora es una hembra) ha matizado estos papeles:

El viejo se muere sin darle más vueltas al asunto.
Los soplones pían desde las ventanas y los tejados porque no pueden evitar ser como son, los muy mierdosos.
La ducha es opcional y hay que respetar la distancia de un metro y pico. Sólo lo más dotados pueden violar a esta distancia.
A los pajaricos se le domestica con facilidad, sobre todo a las palomas, porque a falta de abuelos asaltan voraces las celdas.
Los que estudian Derecho no creo que terminen el curso.
Y los héroes son los que se quedan en las celdas confinados.

Menuda mierda de película.


sábado, 11 de abril de 2020

Rebeldes


11/04/2020 Vigesimonoveno día.

Los hay que piensan que esto no va con ellos. Ayer un tipo montó una fiesta en su pisito a la que acudieron veinte o treinta amiguetes. Algunos iban disfrazados. El anfitrión, que además oficiaba de dj y rapeaba con micros y altavoces, era el Arzobispo de Granada. Y su pisito, la Catedral. La Autoridad Humana, tocada de tricornio, se personó en el lugar de los hechos y disolvió a la parroquia, no sin que previamente su Excelencia Reverendísima, ungida por la Autoridad Divina, impartiese la comunión entre los fieles rebeldes.

No entraré, por obvio, en el papel de Dios cada vez que se extiende una plaga que castiga los pecados de los hombres (que, no lo olvidemos, estamos hechos a su imagen y semejanza). Pero esta vez se le ha ido la mano. Los virus siempre se han cebado con los pobres, aquellos que resignados en la tierra alcanzarán el Reino de los Cielos. Pero los virus o similares tendían a matar a lo más inmoral del segmento, a saber: ateos, negros, puteros, yonquis y maricones. O todo a un tiempo. Pero Hombre, ir a por los viejos está muy feo. A mí, la verdad, no me gustaría estar en el pellejo de Dios. Ya lo dijo Schopenhauer: “Hay que ser muy Hijo de Puta para ser Dios”. Bueno, la cita no es del todo exacta, pero el concepto se entiende.

“Eloí, Eloí, lamá sabactani”, dijo Jesús cuando vio que su Padre, que era Él, le dejaba morir. Supongo que todo tiene una explicación razonable. Es probable que diez años de la asignatura de Religión obligatoria no me desasnasen lo suficiente. Puede que se deba a que los curas que lo intentaron no fuesen de fiar: uno descreído, otro pederasta y el último, ultra. O puede que yo sea un cretino. Ahora, eso sí, siempre he adorado la imaginería católica. No tiene igual. La partida de la estética la ganaron desde el primer día. No hay nada comparable al arte cristiano ni al católico en particular. Aunque no creo que medio folio dé para resumir mi admiración devota por tanta belleza creada a su rebufo. Ni una vida, quizá. Baste con decir que el puto bicho Covid, sin ir más lejos, es hermoso. Se parece a los marcianos con orejas de trompeta que invadían la Tierra en mis tebeos infantiles. Y es que una cosa es la estética, la espiritualidad o el número phi y otra el Arzobispo de Granada.

P.D: Sé que la monarquía y la religión son terreno abonado, pero es que se ponen a tiro.

viernes, 10 de abril de 2020

Paciencia


10/04/2020 Vigésimo octavo día.

Antes dibujaba por las noches. Era joven y mis biorritmos funcionaban mejor de madrugada. Una noche, a eso de las dos o las tres, dejé los lápices y la tinta china, me puse una copa y encendí el televisor. Acababa de empezar una película, “El misterio de Picasso”, en la que Picasso, consciente de su virtuosismo, se lucía al tiempo que empequeñecía a sus contemporáneos. Cuando terminó la película estaba en shock. Fue como una epifanía: nunca más volvería a dibujar, ¿para qué? Como he dicho, era joven e impresionable. Ahora soy muy consciente de mis limitaciones y no me tomo las cosas tan a la tremenda. De ser así hubiera dejado de escribir el mismo día que comencé a hacerlo y no me quedaría más opción que el suicidio. Y por el mismo motivo también hubiera abandonado la cocina. Siempre habrá alguien que dibuje, escriba o cocine mejor que yo. Afortunadamente mi padre, al que nunca he visto masticar chicle ni tocarse con una gorra de los Broncos de Denver con la visera volteada, evitó decirme aquello de: “Hijo, hagas lo que hagas, procura ser el mejor”. Supongo que coligió que apuntaba maneras de fracasado.

La verdad es que uno se quita un peso de encima cuando acepta su mediocridad. Ese conocimiento te abre un inmenso campo de disfrute y aprendizaje. Y ahí sigo, con mayor motivo estos días en los que mi capacidad de dispersión se reduce a ochenta metros cuadrados compartidos. Aunque también es cierto que, en contra de lo que sería previsible, mis días pasan volando y no me cunden todo lo que quisiera. Aun así, qué gozada poder sacar lustre a las plantas, cada vez menos contaminadas, organizar los libros en las estanterías (en fase de preproducción), cocinar con calma o leer sin controlar cuántas estaciones me quedan para llegar a mi destino.

Hace tres años me propuse leer “En busca del tiempo perdido” antes de los sesenta, y este verano planté semillas del Árbol de Fuego. A Proust, con algunos intermedios para desengrasar, lo he disfrutado antes de tiempo y le he ganado tres años que emplearé en otras lecturas. Los Árboles de Fuego se llaman así porque sus flores son de un rojo intensísimo. Su primera floración suele ocurrir sobre los ocho años. En el mejor de los casos y si sobreviven al trasplante, podré disfrutar de sus flores en dos mil veintiocho. Tendré sesenta y cinco años.

Paciencia.

jueves, 9 de abril de 2020

Es que yo no aplaudo porque me da vergüenza


09-04-2020 Vigesimoséptimo día.

Hace un año a estas horas estaba en la UCI. He estado en un par de ellas en diferentes hospitales. No creo que sea experiencia suficiente como para sacar conclusiones definitivas sobre nada. Prometo esforzarme todo lo que pueda como para visitar al menos dos más antes de palmarla. Pero algo sí que he sacado en claro de aquellos días, y es que el personal sanitario es la polla. Todos sin excepción: las limpiadoras que friegan tus vómitos de madrugada, los celadores que se crujen la espalda cuando te dan la vuelta en la cama o te llevan en brazos de una camilla a otra, las enfermeras y auxiliares que te lavan el culo y te masajean las piernas y los médicos que te visitan cada mañana con la esperanza de que hayas sobrevivido una noche más. Sólo gracias a ellos, a los opiáceos y a la vitalidad contagiosa de los desahuciados aceptas tu situación con cierto optimismo.

La tarde anterior a la operación, cuando ingresas en el hospital, ves a los enfermos deambulando en pijama por los pasillos, arrastrando los goteros y las sondas con pasitos dubitativos y aspecto digno de conmiseración. Dos semanas después, tú formas parte de esa triste recua de desgraciados que gimen por los pasillos del hospital como la Santa Compaña por los bosques gallegos. Pero poco a poco recuperas el apetito, te quitan una sonda de aquí y otra de allá y el ánimo remonta cual gavilán andino. Entonces, algunos de tus compañeros de infortunios se despiden de ti desde su silla de ruedas protocolaria y piensas ilusionado que pronto te llegará el turno. Hasta que un buen día el cirujano te dice que ya puedes cagar solo y que vuelves a casa. Esa noche duermes inquieto. La dependencia absoluta de los demás genera síndrome de dependencia, valga la redundancia. No sabes qué harás cuando salgas a la calle, que pocas horas antes era tu Ítaca soñada. Y cuando llega el momento inicias el paseíllo desde la silla de ruedas y vas saludando a diestro y siniestro a enfermeras, celadores y médicos, haciendo notar tus galones de paciente veterano. A estas alturas uno no es tan tonto como para pensar que se es único, su enfermo favorito, que nunca te olvidarán, porque para ellos, como para todos, la vida sigue.

Un tiempo después te quitan los puntos y ya no tienes que pincharte en la barriga. Regresan los viejos hábitos y la muerte vuelve a ser cosa de otros. Como es normal.


miércoles, 8 de abril de 2020

Semana Santa


08-04-2020 Vigesimosexto día.

Mañana comienzo mis vacaciones de Semana Santa. De entrada, y como dije, la idea de invadir el descanso a través de videoconferencia a nadie le parece inoportuna. Para mañana ya tengo un par de citas. En circunstancias normales a ninguno se le ocurriría importunarme por motivos de trabajo si no se tratase de algo importante. En realidad, y por triste que parezca, lo entiendo. Las fechas no son las mejores para encarar el final del curso y todos andamos inquietos por lo que pueda pasar los próximos meses. Dicho esto, ¡qué extrañas vacaciones!

Reproduciré una despedida normal hace tan sólo un par de meses:

-          Bueno, pues pretendo quedarme en casa rascándome los huevos. Cocinar, leer, escuchar música, ver alguna película, dormir la siesta… ya sabes, lo que se dice tocárselos a dos manos. ¿Y tú?
-          Pues lo mismo pero sin cocinar. Yo todo a Telepizza. Me los voy a dejar al rojo vivo.

Y a continuación reproduciré otra despedida ocurrida esta misma mañana a través del Meet:

-          Bueno, pues pretendo quedarme en casa rascándome los huevos. Cocinar, leer, escuchar música, ver alguna película, dormir la siesta… ya sabes, lo que se dice tocárselos a dos manos. ¿Y tú?
-          Pues lo mismo pero sin cocinar. Yo todo a Telepizza. Me los voy a dejar al rojo vivo.

Lo que ocurre es que el tono de los interlocutores es bien distinto y los caretos, aun siendo idénticos, muestran sentimientos opuestos. A esto se le llama Efecto Kuleshov.

Pongamos por caso que el primer interlocutor soy yo (soy yo, de hecho).

En el primer diálogo mis pensamientos estarían en mi casa, cerca del mar, cocinando lo comprado en mis puestos favoritos del mercado -en esos en los que me llaman “bonico”-, con un libro en el jardín y música adecuada de vinilo de fondo, una película de los Marx en DVD y una siesta de orinal tras rezar mis oraciones.

En el segundo mis huesos están en el piso, cocinando como a diario después de una compra profiláctica, sin jardín que regar, música limpia, Filmin y siesta en la puta misma cama en la que padezco mis insomnios.

No es que me queje, ojo. Son tribulaciones de rico. Pero se me permitirá añorar mi pequeño edén ¿no?

martes, 7 de abril de 2020

Propósitos


07/04/2020 Vigesimoquinto día.

Todo son buenos propósitos cuando estrenamos el año o cuando acaba el verano. Unos deciden dejar el tabaco, otros, la farlopa. Los hay que quieren estudiar inglés y los que prometen ir al gimnasio a diario. Algunos, los más sensatos, prefieren rebajar sus expectativas hacia metas más realistas, como aprender a montar a caballo de pura sangre o a pilotar avionetas. Pero los más entrañables son aquellos que pretenden realizar de modo autodidacta aquello de lo que no saben nada. Entre estos se encuentran los que se proponen escribir esa novela que llevan dentro. No sé quién fue el primero en enunciar la frase, debió ser alguien que quería vender sus talleres de escritura, pero, no nos engañemos, no todos llevamos una novela dentro. Ni, aun en el caso de que así fuera, no todos sabríamos escribirla. Yo leo -paso previo a la escritura- desde que aprendí a hacerlo y escribo desde hace años, y, con toda franqueza, no me veo capacitado para afrontar un reto de esa envergadura. Me queda grande.

El rollo viene a cuento de lo que sigue. Como sea que tenemos que vivir encerrados, hemos tenido que rehacer la asignatura de “Audiovisual”. Las limitaciones que se nos imponen son evidentes, puesto que no podemos contar con actores, rodar en exteriores o trabajar con los medios técnicos previstos. Los alumnos han tenido que  escribir un guion conforme a estas trabas. Los dos guiones seleccionados tratan de la situación que estamos viviendo, aunque, como suele ocurrir, no se parecen en absoluto. Uno de ellos plantea las tribulaciones de un escritor novato. Un cincuentón separado, con un trabajo anodino, decide aprovechar la cuarentena para enfrentarse por fin al folio en blanco y escribir esa originalísima novela que lleva dentro. Es temprano. Ilusionado, distribuye con esmero sobre su mesa lápices, sacapuntas, marcadores y una resma de folios. Cree que si escribe a mano, con su estilográfica favorita, todo fluirá con naturalidad. Separa el primero de los folios, abre la tapa de la pluma y… no sabe por dónde empezar. Se levanta y se prepara una cafetera. Cualquier cosa le distrae: la sirena de un coche de policía, el ladrido de un perro, la canción “Resistiré” que un vecino se empeña en reproducir en bucle desde una ventana cercana, etc. Se acerca al baño, mea y se lava las manos, prepara la comida, se asoma un ratito al balcón, ve las noticias, se lava de nuevo las manos. Así hasta las ocho de la tarde, cuando los aplausos solidarios del vecindario le anuncian que lleva un montón de horas delante del folio y que este sigue en blanco inmaculado. Aquí se abren diferentes finales que los alumnos siguen debatiendo y que, en cualquier caso, no sacan a nuestro escritor en ciernes de su bloqueo. Y es que, no nos engañemos, uno no se transforma de golpe y porrazo en escritor, por mucho tiempo que se tenga por delante.

Por cierto, el corto está muy bien resuelto técnicamente porque toda la acción transcurre en la misma habitación. Lo demás se narra en off, tanto lo que ocurre en el resto de estancias como en la calle. A esto se le llama sacar partido de las limitaciones.

Estos días he leído algunos artículos bienintencionados del estilo de “50 cosas que hacer durante la cuarentena”. A lo mejor dan ideas, pero a mí me agobian. No me creo que nadie sea capaz de hacer todas aquellas cosas que no hace habitualmente. Hasta puede llegar a ser frustrante. Más les conviene, a quienes puedan, regodearse en la pereza. Evitarán inquietudes innecesarias (creo).

P.D: A mí se me ha ocurrido un guion para una peli porno: es el mismo de siempre, aunque los actores llevan mascarillas y guantes pero no condón, para aportar una pizca de suspense.  


lunes, 6 de abril de 2020

Pensar


06/04/2020 Vigesimocuarto día. Mientras haga sol, ya no referiré el tiempo.

Mi sobrino le preguntó a mi padre, su abuelo, que qué hacía estos días para no aburrirse y él le contestó: “Pensar”. Ayer subí a la azotea sobre las nueve de la noche, como tengo por costumbre. Unas chicas jóvenes comenzaron a gritar desde sus ventanas: “¡Me aburrooooo!”. Se conoce que no les gusta pensar.

Lo del aburrimiento es una sensación que yo considero relativa y no necesariamente negativa o perjudicial.

Cuando digo relativa es porque cada cual la percibe de un modo. Yo me aburrí un poco, no demasiado, en mi adolescencia, con mis amigos, cuando otros parecían disfrutar más que el Carnicero de Milwaukee con un cuchillo nuevo. Comíamos pipas y bebíamos cervezas, siempre en el mismo bar. Jugábamos a las cartas, al dominó, a los dados y a juegos idiotas, como aquel de pegar con saliva una servilleta de papel a los bordes de un vaso, colocar una peseta en el centro y, por turnos, ir quemando la servilleta con un cigarrillo. Perdía el que hacía que cayera la peseta al fondo del vaso. O aquel otro que consistía en envolver las cabezas de tres cerillas con papel de plata, abrir las patitas de cera para que se quedasen plantadas en la mesa, calentar el Albal con el mechero y disfrutar del despegue cuando ardían las cerillas y el aluminio salía disparado. Lo llamábamos El Sputnik. De vez en cuando, algún valiente se acercaba a la mesa de las chicas que lo mandaban a cagar a la vía de inmediato. Y así todas las tardes de los viernes y los sábados durante unos cuantos años.

Y cuando digo que el aburrimiento no tiene porqué ser negativo es porque creo que en ocasiones es necesario, aunque, por desgracia, no todos sepamos sacarle partido. Siempre he considerado que quienes nos dedicamos a labores creativas deberíamos ceñirnos al siguiente proceso: Ver, mirar, observar – Procesar – Crear – Descansar. En esta última e imprescindible fase de barbecho deberíamos aburrirnos. Pero sin tonterías: aburrirnos hasta que se nos cayese la baba, en un estado cercano a la imbecilidad acompañado de la disminución casi completa de la actividad de todas las funciones intelectuales. La pena es que no todos nos esforzamos lo que deberíamos. Para llegar al estadio de tonto de baba es necesaria una transición que exige dedicación y tiempo. Porque dejar de pensar no es tarea fácil. Primero hay que desacostumbrar al cerebro a llevar un ritmo de excitación constante, un trabajo titánico dado el bombardeo constante de estimulación sensitiva en el que vivimos. Aquellos a quienes no nos van la meditación o el yoga, debemos encontrar terapias alternativas. A mí me funcionan relativamente bien la poda y la manguera. Pero no siempre dispongo de un jardín y de los días necesarios para modelar los setos con forma de caniche versallesco. Además, es que no me gusta aburrirme. Una lata, porque lo que para otros es una desgracia para mí sería una bendición. Esta noche, cuando suba a la azotea, les preguntaré a gritos a las chicas de las ventanas que cómo hacen para aburrirse. Igual podrían darme alguna clase particular de ventana a azotea. Pagando, claro.

domingo, 5 de abril de 2020

Todo es acostumbrarse


05/04/2020. Vigesimotercer día. Sol tibio.

Creo que es de un cuento de Boris Vian. Un buen día un pueblecito amanece cubierto por una niebla muy espesa. Los habitantes del pueblo no alcanzan a ver nada ni a un milímetro de su nariz. Además, la niebla es afrodisíaca, por lo que los lugareños se entregan al fornicio sin ningún tipo de cortapisas morales. Pasado un tiempo la niebla comienza a disiparse. Pero la vida prosigue feliz en el pueblecito porque todos sus vecinos deciden arrancarse los ojos.

Y es que cuando uno ha probado el jamón bueno es difícil volver a comer mortadela, aunque sea con olivas.

Es lo que pasa con el buen cine, por ejemplo. Este fin de semana he podido ver, por fin, un par de películas en Filmin. Me suscribí a la plataforma hace una semana, pero he ido un poco de cráneo y no sacaba tiempo. He comenzado por Billy Wilder, una elección a todas luces poco arriesgada, y he disfrutado de “Perdición”, un clásico del cine negro que no había visto, y de “En bandeja de plata”, una comedia agridulce que he visto infinidad de veces y que siempre me hace gozar como un marrano en un charco de mierda. Los guiones de ambas pelis son impecables y todo en ellas encaja con una naturalidad que pasma. No sobra ni falta nada. A mí no me parece mal que haya gente que prefiera la mortadela, faltaría más, pero que no me comparen a Billy Wilder, que es pata negra, con Almodóvar que, como mucho, se queda en pechuga de pavo (sin sal). Aunque también entiendo que hay un tiempo para cada cosa y que no es saludable comer jamón todo el tiempo. Pero también es cierto, o al menos a mí me ocurre, que con la edad me he vuelto un finolis exigente y necesito que las películas estén bien escritas, dirigidas e interpretadas, los libros correctamente escritos y editados, la música compuesta con armonía y expresada con gusto y hasta con pasión… y así con cualquier otro ámbito cotidiano, palpable o espiritual. El problema es que la capacidad de sorpresa mengua mucho con los años y cada vez resulta más difícil encontrar algo que me llame la atención. Por eso releo mucho y vuelvo una y otra vez a los que yo entiendo por clásicos, tanto en la literatura como en el cine o la música. Nunca me defraudan. Además, queda mucho por escuchar, ver y leer y cada vez menos tiempo por delante. Intentaré aprovechar estos próximos días de vacaciones y encierro para terminar de leer un par de libros, comenzar otro que guardo en la recámara, escuchar alguna playlist de mi amigo Javier, que siempre acierta, y trastear por Filmin, a ver qué encuentro.

En realidad, yo quería hablar de la naturalidad con la que la mayor parte de los ciudadanos ha asimilado la situación actual, que no es ni mucho menos tan placentera como la que vivió el pueblecito del cuento de Boris Vian. A los que tenemos una casa confortable y somos sedentarios, como es mi caso, la situación se nos hace más o menos llevadera. Aunque yo añoro mucho pasear, una de las actividades más agradables que existen. Sin embargo, hay otros muchos que por muy diversas circunstancias padecen las consecuencias de la reclusión. Por eso creo que también nos acostumbraremos al regreso escalonado a la cotidianidad. Lo que me preocupan son las secuelas, y no sólo las económicas. Empiezo a leer artículos de gente de fiar que teme que con cualquier tipo de excusa se nos recorte la libertad. Todos los polis de balcón, que estos días gozan de su poder sobrevenido, imagino que estarían encantados si así fuese. A mí, a estas alturas, ya no me cuelan aquello de que será por mi bien y el de mis conciudadanos. Yo, cuando todo esto acabe, me daré un paseo para abrir el apetito y después me empujaré un plato de jamón, pasando mucho del chusco de pan duro con mortadela. Y lo haré por mi bien.


sábado, 4 de abril de 2020

Meditaciones


04/04/2020 Vigesimosegundo día. ¡Qué sol!

Leí un relato de Stefan Zweig en el que un hombre encerrado en una celda huía de la locura imaginando miles de partidas de ajedrez. También he oído que los pilotos de Fórmula 1 visualizan el recorrido de un circuito, todas sus curvas y rectas, con el fin de enfrentarse a la carrera en las mejores condiciones. Yo he pretendido hacer un ejercicio de introspección parecido, intentando rememorar mis paseos de mi casa a la de mi amigo Ramón, por ejemplo. Pero nunca llego más allá del bar de la esquina. Y no es por añoranza etílica, que también, sino porque soy incapaz de concentrarme y no divagar. Por eso soy insomne. La meditación no está hecha para mí. No me la creo. ¿Quién es capaz de dejar la mente en blanco? Me imagino que quien dispone de ese espacio en su conciencia. Yo, desde luego, no encuentro un rincón ahí arriba. Se me amontonan los recuerdos y los porvenires. Así que, cuando intento ir más allá del bar de la esquina, mi cerebro enlaza flashbacks y flashforwards y es un sinvivir. Por eso no le tengo tanto miedo al sueño eterno. Si se piensa, es una bendición para quien vive en una permanente inquietud. Además, prefiero fundir a negro que a blanco. El fundido a blanco será todo lo mediterráneo que uno quiera, pero daña la vista.

Conozco a un  tipo que corre sin parar. Es de estos que se hacen los Pirineos de un mar al otro en una semana. El hombre está flaco y su piel tiene la textura amojamada del brazo incorrupto de San Vicente. Pobret. Un día le pregunté que en qué pensaba cuando corría y me contestó que en nada. ¿En nada? El concepto en blanco se me escapa, aunque es algo, pero ¿qué cojones es nada?

Tras este largo preámbulo creo que ha quedado demostrado que soy incapaz de meter en vereda a mis pensamientos.

Hoy, sábado, quisiera rascarme el forro, pero ya ando pensando en un magnífico guion para felicitar a mi cuñado y amigo Rafa por su cumpleaños. Siempre les digo a mis alumnos que es muy difícil tener una buena idea de inicio para contar una historia, pero que lo es más tener un buen final. Esta teoría, claro está, se circunscribe a la estructura tradicional que contiene un planteamiento, un nudo y un desenlace. Pues bien, mi felicitación tiene un gran final: enseño el culo con un tanga negro. Como se ve, un desenlace original. A ningún hombre se le ha ocurrido nunca ponerse ropa interior de mujer. Es descacharrante.

Después de escribir el guion comeré, me pegaré una siestecita, rodaré el mensaje con el móvil, bajaré al súper, pasearé por la azotea y pensaré en un buen final para este texto.

Fundido a negro. Texto superpuesto: “Unas horas después”.

No se me ocurre un buen final para este texto. Creo que debería quitarme el tanga.

jueves, 2 de abril de 2020

Amistad rota


02/04/2020 Vigésimo día. Sin novedad: nublado.

Cada vez es más difícil aprender idiomas. En el caso del español existe el idioma que aprendimos y, en paralelo, el que se está gestando a partir de la corrección política. Entre ayer y hoy me he enfrentado con  un par de casos al respecto.

Tengo un alumno húngaro, Ádám, que empieza a soltarse en español con la gracia de quienes todavía no dominan del todo el vocabulario pero que no temen meter la pata y preguntan cuando tienen dudas acerca de tal o cual palabra. Imaginad lo que se esfuerza mi alumno en una clase de guion impartida totalmente en español. Ayer, todos los alumnos tenían que exponer sus primeras ideas para desarrollar una historia. Ádám comenzó diciendo: “Mi historia va de unos viejos…” , se paró en seco y preguntó: “¿Se puede decir viejos?”. El caso es que no lo preguntaba creyendo que la expresión fuese incorrecta, sino porque pensaba que pudiera ser ofensiva. A los viejos ahora hay que llamarlos “mayores”. También cabe denominarlos “abuelos”, con cariño respetuoso y siempre y cuando haya confianza.

Pues bien, empezaba yo estas líneas con la intención de relatar la amistad fraternal y la posterior ruptura traumática entre dos mendigos. Una historia que ha sucedido en el banco de enfrente de mi casa y alrededores y que ha transcurrido en apenas tres o cuatro horas. Me parecía un magnífico ejemplo de cómo se puede resumir una historia, que habitualmente sucede por rencores adquiridos a lo largo de los años, en un lapso tan corto de vida. Y, de repente, he caído en la cuenta de que no podía llamar a mis protagonistas mendigos, porque está feo. Y nada más me faltaba a mí, que me paso los días de encierro hablando de los problemas de los ricos, abundar en mi frivolidad y falta de empatía con los que sufren de verdad (espero que esta vez se entienda la ironía). Así que me he puesto a darle vueltas al magín para encontrar un sinónimo respetuoso y me he dado cuenta de que no me gustan. “Sin hogar” o “sin techo” son traducciones mierdosas del yanqui, y “marginados” es demasiado genérico y poco literario. “Indigente”, “pobre” o “vagabundo” tampoco parecen tener cabida en lo correcto. Por no hablar de “pordiosero”, “menesteroso”, “necesitado” o “pedigüeño”, cuyo uso roza el delito. A ver cómo me las apaño.

Hoy he visto desde mi ventana cómo dos hombres que pernoctan en la calle y viven de la buena voluntad de las personas han iniciado una hermosa amistad. Se han conocido en la puerta del estanco donde apelan a los buenos sentimientos de quienes hacen cola para proveerse de tabaco o adminículos relacionados con el mismo. Por extraño que parezca, no les ha parecido mal compartir la clientela de dadivosos, de manera que han aunado sus fuerzas y, por turnos, deben haber sacado pingües beneficios a juzgar por lo que ha ocurrido después. Mientras uno de ellos seguía en su puesto, el otro se ha acercado a Mercadona,  y me imagino que tras la pertinente desinfección, ha comprado una docena de latas de cerveza barata. Contentos tras el esfuerzo se han sentado en un banco. Tras la ingesta de la primera cerveza reían y se abrazaban con gran efusión y alharacas. Tras la segunda, parecían contarse su vida hasta el punto de reír y llorar sin dejar de abrazarse. Se llamaban hermano el uno al otro y se prometían lealtad y amistad eterna. No hacía falta interpretar sus emociones, porque las compartían a voz en grito. Pero cuando llevaban cinco cervezas se ha torcido la cosa. A uno le ha dado por cantar en un idioma ininteligible y sin entonación alguna al tiempo que golpeaba con los puños el hombro de su amigo. Al amigo no le ha gustado la canción ni tampoco la golpiza y se ha quitado de encima de un empujón al púgil cantautor. Este ha trastabillado, se ha caído de culo y se ha erguido digno para continuar la función. Show must go on, como dijo aquel. Todavía les quedaba una cerveza a cada uno y se mascaba la tragedia. Como era de esperar han acabado a tortas aunque sin tino, hasta que al que no le apetecía el concierto ha decidido largarse. Entonces ha ocurrido una de las escenas más trágicas y a la vez tiernas que he visto en mucho tiempo. El barítono del absurdo ha enganchado la chaqueta de su amigo y no le dejaba marchar. El otro se ha zafado y se ha alejado poco a poco, con paso zigzagueante, dándose la vuelta de vez en cuando y señalando con el dedo al que fue su amigo del alma que, de rodillas, le suplicaba que no se fuese. Y así se ha quedado un rato, componiendo una figura patética, hasta que se lo ha pensado, se ha levantado, se ha acercado al banco, ha apurado los culos de las latas de cervezas y ha entonado su saeta particular:
“Ayyyy, yuuuuu, cargüeeeeeen, brrrrrrrrrrr, gñeeeeee, ayayayayayayyyyy, grumbleeeee…”, etc.

Y es que en el Cabanyal no nos resignamos a prescindir de la Semana Santa ni asfixiados por el bicho.

miércoles, 1 de abril de 2020

La oficina


01/04/2020 Decimonoveno día. Esta tarde asoleó un poquito.

Una banda compuesta por editores, diseñador, amigas y amigos altruistas, colaboradores generosos e impresores sacamos cada seis meses Nostromo, la mejor revista de todos los tiempos.

Pues bien, el consejo editorial, que se reduce a tres desequilibrados con graduación, se reúne de vez en cuando en su oficina, un incomparable antro regentado por amigos chinos y cuyo nombre y razón social omitiré para que no se nos una mi lector, un tipo con pretensiones intelectuales al que quiero y respeto pero que es un poco bocas. No queremos que se corra la voz y aquello  pierda su genuino aroma. Nuestro Café Gijón particular concita todas las características que un esteta decadente puede desear.  Nuestra oficina es extremadamente cutre. En realidad, cuesta encontrar una palabra que defina con exactitud tal compendio de atractivos despropósitos. En su decoración conviven objetos castizos, como trofeos de campeonatos de dominó o escudos de clubes de fútbol, con algún farolillo chino y botellas de licores exóticos, rotuladas con kanjis, en las que reposan cauterizados reptiles añejos. También hay un acuario, quizá la pieza más inquietante del local, en el que, a través del cristal opaco de roña, se intuyen las sombras de algunos peces albinos por la falta de luz natural, como los caimanes de las alcantarillas de Nueva York. Estos peces son repuestos cada poco tiempo, a medida que mueren aburridos o se suicidan. El dueño del bar, al que llamaremos Paquito, es un buen hombre que trabaja de sol a sol y que tiene algo de cariño por los peces, así que les ha colocado tres botellas de plástico cortadas por la mitad con la intención de que se entretengan. Los peces entran y salen de las botellas por hacer algo, pero a menudo se quedan atrapados dentro y la palman por inanición, porque las virutas de comida que les echan se quedan en la superficie y no encuentran la manera de llegar hasta ellas. Es un espectáculo hermoso e instructivo, según se mire. En nuestro garito no se sirven comidas a no ser que te tengan confianza. Paquito sólo cocina para él y su familia, de la que hablaré dentro de unas líneas. ¡Pero cómo cocina Paquito! Nada de cocina china al uso. Sus verduras rebozadas son inigualables y sus tallarines dionisíacos. Un día le vi cocinar un arroz con galeras y el aroma que salía de la cocina me elevó a estratos sobrenaturales. Bien es cierto que la limpieza de la cocina no parece idónea. Bueno, ni la del resto del local. Los tres miembros del consejo editorial podemos constatar fehacientemente que hay rincones del local que no conocen la fregona. Cuando la mugre tiñe las paredes, la pintan por encima y se acabó. Hay interruptores fosilizados y enchufes sellados tras varias capas de camuflaje. En la barra tan sólo hay bollería industrial plastificada y una tortilla de patatas que siempre es de anteayer. Y cacahuetes, eso sí, de excelente calidad.  Detrás de la barra esta la mujer de Paquito, una china joven y guapa que no pega ni chapa. Su única función, que sepamos, es controlar a los beodos que se olvidan de pagar. Paquito y su mujer tienen dos hijos, niño y niña. Cuando vuelven del cole se sientan en una mesita que está pegada a la cocina y esperan que su padre les traiga algo de comer. Nunca les hemos visto ayudar en el bar ni hacer los deberes. Se limitan a sentarse, sacar el móvil o la tableta y dejar que pase el tiempo escuchando los comentarios estridentes de algún youtuber chino. Pero  lo mejor  de este paraíso de ensueño son sus parroquianos, a los que ya no somos ajenos y que nos ofrecen día tras día el mejor de los espectáculos posibles, aquello que se ha dado en llamar el circo de la vida. Si Dios ha tenido a bien hacerte tocar fondo, este es tu lugar en el mundo. Pero estos asuntos los dejaré para otro momento, cuando no sepa de qué hablar.

Estoy cansado porque, como dije, el teletrabajo es un timo. ¡Cómo echo de menos los vinitos de redacción en el bar de Paquito! Creo que es lo que peor llevo de esta cuarentena.

Estafermo

Si llega el pasmo senil me reventaré la cabeza con una escopeta. Entonces consentiré que me expongan en el ataúd. Quiero que sustituyan mi c...